Hilda Molina: Personalidad Destacada en el ámbito de los Derechos Humanos

Hilda Molina
Médica cubana. Distinguida por la Legislatura Porteña por su aporte a los derechos humanos".
Discurso pronunciado por la Dra. Hilda Molina, en la
ceremonia en la que fue declarada Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos
Aires en el ámbito de los Derechos Humanos
Dres. Hipólito Solari Yrigoyen, Federico Pinedo,
Alejandra Caballero, Héctor Huici, Marcos Aguinis, Carlos Nápoli. Queridos
amigos todos.
El pasado 23 de octubre viví momentos de emoción al
conocer que la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires me había
declarado Personalidad Destacada en el ámbito de los Derechos Humanos. Si para
cualquier persona resulta importante sentirse apreciada y reconocida, en mi
caso particular el significado de esta distinción se multiplica, porque me
llega lejos de mi Patria; y porque me lo otorga la Legislatura de esta ciudad,
la que honrando la tradicional generosidad de la Argentina, nos ha acogido con
los brazos abiertos a mi familia y a mí.
Agradezco a los señores legisladores de la Ciudad de
Buenos Aires que me distingan con este reconocimiento de particular
importancia, porque se inscribe en el venerable y muchas veces profanado ámbito
de los Derechos Humanos. Agradezco especialmente a los coautores de la
Declaración, Dres. Alejandra Caballero y Héctor Huici. A mi amigo, el Dr.
Carlos Nápoli, su dedicada y eficaz participación en todo el proceso. Y a uno
de los autores intelectuales de esta iniciativa, mi recordado amigo Pedro
Benegas, quien estoy segura nos acompaña desde el Cielo.
Y como para los que hemos vivido más de siete décadas,
todo tiempo de homenajes es también tiempo de remembranzas, desde que supe de
esta distinción, mi mente ha volado hacia el pasado y ha transitado por algunos
pasajes de mi trayectoria existencial, la trayectoria que la Legislatura
Porteña honra hoy con la entrega de este reconocimiento.
Mi memoria atesora con especial veneración aquella tarde
primaveral cuando con sólo seis años de edad y sentada en el regazo de mi
madre, escuché hablar por primera vez de Derechos Humanos. Ella me explicó que
señores importantes de muchos países, habían aprobado en la capital de Francia,
un documento destinado a proteger los derechos que Dios concedía a todos sus
hijos al crearnos libres. Se refería a la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, adoptada en París por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el
10 de diciembre de 1948, en el contexto inmediato a la hecatombe bélica de
1939-1945; y que se proponía salvaguardar la dignidad humana frente a toda
barbarie.
Mi madre fue narrándome, cual si de un cuento infantil se
tratara, el contenido de esta Declaración, con la esperanza de que su tierna
versión de tan importante documento, lograría aliviar mis tempranas
preocupaciones por la pobreza, las injusticias y las inequidades, inquietudes
éstas poco comunes en las niñas y jovencitas de la llamada “alta sociedad” de
aquella época, a la que pertenecíamos.
Con apenas catorce años, yo era dueña de una personalidad
adulta y de un hermoso proyecto de vida, ejercer la Medicina al servicio de los
pobres y desvalidos. Pero sin siquiera presentirlo, me sorprendió el acontecimiento
que cambiaría radicalmente la vida de mi Patria y mi propia vida. El 1ro de
enero de 1959, Fidel Castro llegaba al poder prometiéndonos “una revolución
democrática y humanitarista”. Tenía yo entonces quince años.
Nunca olvidaré mis vivencias de los albores de 1959.
Fidel Castro nos convocaba al sacrificio en aras de la Patria y aunque mi
verdadero deseo era no renunciar ni a mi propio yo ni a mi proyecto de vida, me
resultaba imposible evadirme de aquellas consignas que saturaban el país, anunciando
una Cuba sin las injusticias que angustiaban mi adolescencia. Y en la lucha que
sostuve conmigo misma, triunfó el yo menos mío. Me incorporé a la Revolución.
Postergué el inicio de los estudios de Medicina. Hice entrega de mi libertad,
de mi derecho a pensar y a decidir sobre mi propia vida.
Mi memoria evoca aquellos años de errores supremos, en
los que joven, soñadora y rebelde, no obstante las enseñazas de mi madre y el
ejemplo de su vida en dignidad, torcí el rumbo de mi existencia y transité por
caminos falsos y ajenos, entregando lo mejor de mí a la que creía era la más
perfecta de las revoluciones. Las turbulencias políticas, los cambios abruptos,
los sucesivos conflictos, los discursos, las consignas, la vigencia de las
injusticias y las movilizaciones de todo tipo que dominaron el ámbito nacional
desde el mismo año 1959, no fueron totalmente comprendidos por los que entonces
éramos adolescentes y jóvenes. Pero nos consagramos a trabajar intensamente,
entregándolo todo sin pedir ni recibir nada, porque estábamos convencidos de
que forjábamos una Patria más pura, donde se formaría el hombre nuevo.
A medida que vivía como protagonista los hechos más
complejos y agónicos de ese proceso, constataba situaciones muy negativas que
contradecían al discurso oficial, que me provocaban miedos, dudas y
decepciones; y me iban sumergiendo en una angustia existencial sin precedentes.
Como me resultaba doloroso aceptar mi equivocación en algo tan trascendente en
mi vida, inicié muy pronto un largo
camino de autoengaños, tratando siempre de hallar explicaciones justificativas.
Y es que desde el mismo 1ro de enero de 1959, Fidel Castro había puesto en
marcha su plan secreto diseñado con precisión maquiavélica, destinado a
confundirnos, a engañarnos y a enfermarnos, mientras consumaba la expropiación
mental y espiritual del pueblo cubano.
Con el paso de los años, mi decepción creció hasta
hacerse irreversible. Fue entonces que, preocupada por el subdesarrollo de las
Neurociencias en Cuba, decidí que el único lazo que me ataría a ese proceso,
sería servir a mis compatriotas afectados por graves enfermedades neurológicas;
y lograr que ellos pudieran contar con los avances científicos ya disponibles
en los países desarrollados.
Considero que esta ceremonia, en la que me distinguen por
mi humilde desempeño en defensa de los Derechos Humanos, es también el mejor
escenario para que una vez más reconozca el error que implica haberme mantenido
durante treinta y cinco años, precisamente junto a un régimen violador de los Derechos
Humanos.
Considero importante reconocer hoy, que aunque no fui
responsable directa del drama nacional y desconocía muchos de los terribles
hechos que se sucedieron. Que aunque profundamente decepcionada de ese proceso,
me consagré al humanitario ejercicio de la Medicina. Que aunque no pocas veces,
siempre alentada y aconsejada por mi madre, pregunté, cuestioné, pedí
explicaciones y critiqué lo que valoraba como inaceptable, lo cierto es que
acompañé a un régimen delirante, sustentado en un discurso ideológico
alienante, basado en el odio, usurpador de libertades; y violador sistemático
de los Derechos Humanos. Lo cierto es que durante treinta y cinco años fui
víctima pero,….por qué negarlo?, también cómplice casi silente de ese régimen.
Tanto los que permanecimos al interior de ese proceso como los que huyeron y
huyen sin enfrentarlo, hemos sido sus víctimas pero en alguna medida también
sus cómplices, pues incurrimos en un grave pecado de omisión al permitir que
nos roben la Patria, que nos roben a Cuba, la Patria no de unos pocos, sino de
todos los cubanos.
Se impone por tanto que me detenga en un breve recorrido
por algunos de los censurables acontecimientos que se produjeron con
vertiginosa rapidez; y que millones de cubanos, entre ellos yo, contemplamos
atónitos y aterrados pero al mismo tiempo también avalamos con nuestro silencio
o con nuestras protestas tímidas e ineficaces. Y no es mi objetivo que esta
muestra que les presento sobre el infortunio de mi país se constituya en una
crítica a Fidel Castro y a su dictadura, sino en un reconocimiento de mis
propios errores. Porque los cubanos hemos naufragado en una enfermiza dicotomía
existencial que nos fue convirtiendo en víctimas y al unísono en cómplices
conscientes o inconscientes de esa prometida revolución precozmente
metamorfoseada en dictadura.
Comienzo destacando que la longeva dictadura aún vigente
en Cuba, ha librado una guerra implacable contra el ser humano inerme. Cinco
generaciones de cubanos, entre los que me incluyo, hemos permitido que nos
controlen hasta los aspectos más íntimos de nuestras vidas. Hemos permitido que
regulen como debemos pensar, sentir, hablar, leer, estudiar, comer, sufrir,
festejar, estar alegres, curarnos, y hasta morir. Las consecuencias de
semejante experimento bio-psico-social, son evidentes: nuestra esencia como personas
humanas ha sido quebrantada, nos han provocado un daño antropológico, que a su
vez implica un daño del tejido social de dimensiones difíciles de definir.
He sido víctima y en cierta medida cómplice silente de un
régimen que destruyó a la institución familiar; y que se empeñó afanosamente en
transmutar la histórica devoción de los cubanos por sus familias, en un culto
ciego al estado.
En Cuba, país históricamente católico, el régimen de
Fidel Castro persiguió con saña durante años, a las religiones y a los
religiosos. Es cierto que desde mi condición de revolucionaria cuestioné una y
otra vez la violación de este elemental derecho, pero es cierto también que no
apoyé con firmeza a los religiosos, entre ellos mi madre, cuando eran
perseguidos, discriminados y torturados, sólo por defender su Fe. Reconozco con
pesar que no luché contra los intentos de ese régimen por desterrar a Dios del
noble corazón del pueblo cubano: y me arrepiento de haberme alejado durante
veinte años de la Iglesia que me acunó desde mi nacimiento.
A pesar de que respaldé a mi madre en su incansable lucha
contra una de las mayores atrocidades cometidas por los señores Castro en pleno
siglo XX, asumo mi responsabilidad por no haberlas condenado públicamente. Me
refiero a la condición de “Escoria Social” creada por el régimen, en la que
incluyeron a homosexuales, religiosos en general; y a todos los cubanos cuyas
opciones de vida o hábitos externos no se correspondían con los dictados
oficiales. Esos inocentes compatriotas fueron amenazados, humillados,
marginados; y recluidos en las tristemente célebres Unidades Militares de Ayuda
a la Producción (UMAP), verdaderos campos de trabajo forzado en el corazón
mismo del Hemisferio Occidental. Reconozco que no me enfrenté como debí hacerlo
a tan prolongado atropello de la dignidad humana, pero es bueno recordar que
gran parte del llamado mundo civilizado y millones de cubanos al interior de
Cuba y allende los mares, guardaron un silencio cómplice, mientras los voceros
internacionales del régimen, intentaron y aún intentan negar estos hechos, que
a los efectos de impedir que se repitan, debemos recordarlos una y otra vez,
hasta que queden grabados en la memoria histórica de la humanidad.
Me confieso primero cómplice silente y después víctima
directa de la represión social institucionalizada que fue implantada en Cuba
desde 1959; y que la ha transformado en una isla-cárcel, donde se conculcan las
libertades, se violan todos los derechos, algunos a nivel constitucional y se
reprimen despiadadamente hasta las más pacíficas manifestaciones discrepantes.
En el transcurso de este prolongado período, miles de cubanos y nuestros
familiares, sólo por disentir pacíficamente, hemos sufrido violaciones de la
privacidad, delaciones, amenazas, extorsiones, mítines de repudio, agresiones
físicas, discriminación, prisión, torturas, infiltración de nuestras
organizaciones, ejecución moral y hasta la muerte.
Durante doce mil ochocientos días me mantuve al interior
de un régimen que convirtió a las mujeres en víctimas indefensas de violencia
psicológica ejercida desde el poder. Cinco generaciones de cubanas hemos sido
testigos y protagonistas sufrientes de la constante lejanía de nuestros seres
queridos; y hemos perdido momentos irrepetibles de la vida de nuestros hijos
por cumplir las inútiles tareas de una falsa revolución que estafó nuestros más
preciados sueños de juventud. Varias generaciones de cubanas, que trabajamos en
pos de una Cuba más justa, lloramos al ver como un gobierno unipersonal e
inapelable, ha homologado en la menesterosidad a nuestros descendientes
inteligentes y honestos, mientras los ineptos ricos del poder exhiben su
ilícita e insultante superioridad económica. Y no conforme con semejante
injusticia, ha decretado además una variante de “Apartheid Etnico”, al
convertir a mi Patria en una “Cuba para los Extranjeros”.
Durante siete lustros acompañé a una dictadura, que con
imagen de revolución humanitarista, nos sometió a penurias y a sacrificios
inmensos, prometiéndonos que crearíamos una sociedad perfecta. Más de medio
siglo después, el saldo final es una Cuba donde el vicio ha sentado cátedra,
donde la corrupción, que entrelaza al poder con la marginalidad se ha tornado
endémica; y donde las inequidades socio-económicas que privilegian al delito y
no al mérito, hieren profundamente el alma de la Patria.
Reconozco ante ustedes, mis amigos argentinos, que ese
régimen en el que deposité mi confianza, contribuyó a abrir muchas de las
heridas que aún sangran en la América Latina, pues al tiempo que sembraba de
guerrillas los países de esta región, brindaba su eficaz apoyo a las dictaduras
militares de esos mismos países, para evitar que tales dictaduras fueran
condenadas en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.
Confieso mi error y mi responsabilidad por el apoyo
consciente o inconsciente que brinde a una dictadura que ha provocado en mi
país una profunda involución política, económica, social, moral, ética, cívica,
espiritual, antropológica, demográfica, medioambiental y tecnológica.
Desde mi decepción definitiva en 1981, un solo lazo me
unía a ese proceso: brindar mis servicios médicos a los enfermos cubanos. Ese
lazo fue roto por los jefes de la prometida “Revolución de los humildes”,
cuando decretaron que mis compatriotas serían desalojados del importante Centro
que con la ayuda de los neurocientíficos del mundo yo había creado para ellos;
y que esa institución sería destinada únicamente a extranjeros que pagaban en
dólares.
Tomé entonces la decisión de renunciar dentro de Cuba, no
por razones políticas sino por motivos incuestionablemente éticos. Porque era
allí, frente a los que han destruido a mi país, donde debía denunciar las
violaciones de los derechos de los enfermos, de las familias y de todo el
pueblo cubano; y donde debía asumir las consecuencias de mis errores. Sabía los
riesgos implícitos en esta decisión, pero prefería exponerme a cualquier
peligro antes que convertirme en cómplice de lo que consideraba un crimen de
lesa Patria.
En 1994 renuncié a esa falsa Revolución y devolví las
condecoraciones que me habían conferido. Se cerraba así mi historia dentro del
régimen comunista cubano. Rompía así el yugo voluntariamente aceptado treinta y
cinco años antes.
La historia posterior es conocida. Y aquí me encuentro
hoy, compartiendo con ustedes mis vivencias y también el honor de recibir este
reconocimiento que quiero dedicar:
A la memoria de mi madre, mujer excepcional de alma
iluminada, a quien debo todo lo que soy,
Estoy segura de que ella nos acompaña hoy en esta ceremonia. Permítanme por
tanto rendir homenaje a su valiente, tierna y tenaz lucha frente a esa
dictadura a la que jamás apoyó; y a su permanente defensa de los derechos y
libertades inherentes a la condición humana.
A mis nietos, a mi hijo, a mi nuera y a todos mis
descendientes por nacer, a los que no legaré fortuna, propiedades ni cuentas
bancarias. A ellos he dedicado, como imperecedero legado de amor, mis humildes
luchas en defensa de las libertades, los derechos y la dignidad de todos los
seres humanos, en especial de las familias y de los enfermos.
A mi Patria en agonía y a la disidencia interna cubana, a
ese valiente, y calumniado sector de la
ciudadanía nacional al que tuve el honor de pertenecer durante quince años. A
esos hombres y mujeres que entregan sus vidas a la ingrata pero digna misión de
defender los derechos y libertades de todo un pueblo silenciado por el
terrorismo de Estado.
A todos los que en cualquier lugar del mundo, sin
banderas políticas, sin intereses espurios y desde el amor, defienden
honestamente los Derechos Humanos.
Agradezco a Dios la vida difícil y compleja que me
concedió, porque mi vida difícil y compleja ha sido también un surtidor
constante de enseñanzas. Y no quiero concluir mis palabras sin dejarles algunos
mensajes, nacidos precisamente de estas enseñanzas.
Gracias a mi vida difícil y compleja, aprendí la
importancia del perdón, de pedirlo y de concederlo. No ha sido necesario que yo
perdone a Fidel Castro y a su dictadura por el mal que nos inflingieron a mi
familia y a mí, porque he tratado siempre de ser inaccesible al mal y de
olvidar las agresiones tan pronto las recibo, lo que equivale a no recordarlas
y por ende a perdonarlas del todo. Gracias a Dios, ni el odio ni los deseos de
venganza han invadido mi corazón; estoy segura de que si esos negros
sentimientos me dominaran, yo sería hoy una discípula aventajada de Fidel
Castro y de su doctrina de odio.
Pocos minutos después de mi renuncia, pedí perdón a mi
madre por las lágrimas que le hice derramar cuando torcí mi camino, por no
atender a sus consejos; y por no seguir su ejemplo de lucha permanente en
defensa de las libertades y los derechos.
Algunos meses después me acerqué al honorable disidente
Gustavo Arcos Bergnes, fundador del Comité Cubano Pro-Derechos Humanos y
paradigma de la lucha contra dos dictaduras sucesivas. Gustavo se había
enfrentado primero, junto a Fidel Castro, a la dictadura de Fulgencio Batista;
y después pasó muchos años en prisión por disentir de la dictadura impuesta por
Fidel Castro. Pedí perdón a Gustavo y en su persona, a todos los cubanos que
habían perdido la vida y la libertad por oponerse a esa mentida revolución a la
que yo había entregado lo mejor de mi existencia. Y Gustavo me perdonó, porque
ambos sabíamos que la Cuba que anhelamos no se construye sobre el odio, el afán
de venganza y el revanchismo. Porque ambos sabíamos que una nación digna, libre
y feliz sólo se edifica con el concurso fraternal de todos sus hijos. Gustavo
me honró con su amistad. Juntos trabajamos durante catorce años en defensa de
los derechos humanos del pueblo cubano, hasta que en el año 2008 murió
confinado por el régimen en una modesta habitación y sin recibir la asistencia
médica decorosa que todos merecemos.
Aprendí que los Derechos Humanos no se derivan de
entidades ajenas al ser humano, sino de la existencia misma de la vida
racional, con su dignidad intrínseca e inalienable. Que los derechos y las
libertades no son patrimonio ni de ideologías ni de políticas. Que los derechos
y las libertades son condiciones inherentes a la propia naturaleza humana; y
que por tanto, ni se conceden ni se usurpan, se reconocen y se respetan.
Aprendí que cuando los gobiernos se arrogan la potestad
de conceder o no los Derechos Humanos, de tal concesión pueden derivarse,
tanto la manipulación de estos derechos
como su no reconocimiento, su negación, y su coartación, dimensiones éstas de
la violación de los mismos. Aprendí a no
confiar en esos gobiernos que lejos de reconocer y respetar los derechos
innatos de sus ciudadanos, los conculcan en nombre de la ley y con los
instrumentos que deben usar para protegerlos.
Aprendí a desconfiar de esos personajes “iluminados” que
se proclaman dueños de la única verdad, de esos “mesías” contemporáneos, que
aprovechándose de la pobreza generada por el egoísmo humano y social, engañan a
los pobres con falsas promesas, multiplican la pobreza de manera exponencial; y
sobre esa pobreza multiplicada, erigen sus propios imperios en beneficio
exclusivo de sus intereses personales.
Aprendí a desconfiar de los que considerándose dueños
absolutos de los Derechos Humanos, han convertido estos derechos en negocios
privados; y se dedican a defender sólo algunos derechos específicos que
conciernen a sus propios intereses, al tiempo que violan otros y apoyan a
dictaduras violadoras consuetudinarias de todos los derechos.
Aprendí a desconfiar de todos los que dicen defender los
Derechos Humanos pero hacen su supuesta defensa desde discursos absolutamente
incongruentes con sus vidas. Aprendí a desconfiar de aquellos que ni siquiera
son capaces de mostrar coherencia entre su verbo y su vida.
Aprendí a desconfiar de los que dicen defender los
Derechos Humanos pero lo hacen desde el odio, porque ninguna misión
fundamentada en el odio puede resultar beneficiosa al género humano.
Aprendí que los pueblos son los verdaderos protagonistas
de la vida de las naciones y de los cambios sanadores que éstas necesitan. Urge
entonces, no tanto que las personas consideradas importantes se hablen unas a
las otras, sino que todos nos esforcemos por llevar directamente a nuestros
conciudadanos, mensajes constructivos que los ayuden a crecer en valores y a
vivir en dignidad.
Aprendí la importancia de que tanto el pueblo cubano como
el resto del mundo comprendamos de una vez y para siempre, que los cubanos
somos tan hijos de Dios como el resto de la familia humana. Que los cubanos
fuimos creados por Dios, libres, capacitados para pensar con cerebro propio y
aptos para la democracia y la libertad. Que tenemos derecho no a migajas o a
los pocos derechos mutilados que el régimen de Fidel Castro nos concede, sino a
todos los derechos y libertades inherentes a la condición humana. Que los
cubanos tenemos Derecho a todos los Derechos.
Yo vengo de una tierra cautiva. Me duele el dolor de mi
Patria pero he transformado este dolor
en voluntad para continuar luchando y trabajando por mi último proyecto de
vida, el que ajeno a toda política, está cimentado en la defensa de los tres
pilares fundamentales de las sociedades civilizadas, la Familia, la Libertad y
los Derechos Humanos y la Doctrina del Amor. Porque estoy convencida de que
este universo en que vivimos necesita no tanto de acciones heroicas
excepcionales, sino de que todos nos esforcemos en pos de legar a nuestros
descendientes un mundo más habitable. Es posible que en el difícil camino de
esta lucha, el desaliento se apodere de nosotros y sintamos que no vale la pena
sacrificarnos para mejorar a un mundo contaminado por tantas miserias. Es
posible que nos desanimemos al sentir que nuestros sacrificios son como gotas
de agua en el mar. Por eso quiero finalizar esta intervención con unas
memorables palabras de la Madre Teresa de Calcuta, palabras que mis amigos que
han asistido a mis conferencias, conocen con cuánta devoción las hago mías,
siempre y sobre todo cuando me domina el desaliento; y que les aconsejo a todos
ustedes que adopten como propias. La hoy Beata Teresa de Calcuta utilizó estas
palabras para responder a un interlocutor escéptico que cuestionaba el
“limitado” alcance que la maravillosa obra de las Misioneras de la Caridad
tenía en un mundo tan lleno de miserias y dolores:
“Sí, es cierto - dijo la Madre Teresa-, es posible que lo
que hacemos sea sólo como una gota de agua en el mar; a veces lo sentimos así,
a veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero vamos
a continuar con nuestra misión, porque el mundo sería menos habitable si
faltara nuestra obra, así como el mar sería menos mar si le faltara una gota”.
Muchas gracias
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