El sustrato de las frivolidades
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Hay veces en que uno se pregunta si la presidente es consciente del  lugar que ocupa o si cree que, por ocuparlo, hasta puede darse el lujo de ignorar que lo ocupa. Otras veces los interrogantes se dirigen a saber si su conducta -aun en sus costados más frívolos- no son el reflejo de algo más profundo que la facción en el poder pretende perfeccionar en la Argentina
Días pasados la Sra. de Kirchner dijo que “a la presidente” (como si fuera un Faraón del Antiguo Egipto) “no le podían impedir que hablara”. Se refería a sus opiniones sobre el caso de la muerte del Dr. Nisman, hechas públicas por cadena nacional y vertiendo hipótesis de investigación sobre una causa criminal.
Cuando alguien quiso darle a entender que, justamente por ser presidente, la Constitución le prohíbe emitir opinión sobre cuestiones judiciales, la Sra. de Kirchner dijo que ella podía hablar como “cualquier ciudadano”, confirmando, explícitamente, que no tiene noción de su distingo. Sí la tiene para creerse que puede hacer cualquier cosa, pero no para ser consciente de los límites que su cargo le impone. Es como si Cristina pretendiera tomar lo mejor de los dos mundos: puede hacer lo que no puede hacer un ciudadano común porque es presidente y puede hacer lo que un presidente no podría porque es un ciudadano común. Su pretensión es extraordinaria, como la de los Faraones.
Otras veces, especialmente cuando utiliza la red social Twitter, cree poder jugar el rol de una adolescente “cool”, mezclando frases en inglés, dobles sentidos e ironías diversas. En muchas otras ocasiones aparece como una señora de barrio, haciendo comentarios sobre el poder (como si éste le fuera ajeno), como si una “comadre” se los hiciera a otra en la cola de la feria.
Hoy llegó a una especie de límite cuando tuiteó oraciones, reemplazando -en las palabras que tuvieran eres- las “eres” por “eles” para simular la manera en que los chinos hablan el español. Una broma que podría hacer “Cacho” o “Doña María” con los amigos del barrio, pero no la presidente cuando está de visita oficial en el país al que precisamente se le hace burla.
Una agencia internacional de noticias reprodujo esos tuits diciendo que la presidente argentina se burlaba del acento de los chinos cuando hablaban en castellano.
Esta degradación de la institución presidencial y esta incomprensión de sus límites también deben cesar.
Por supuesto que al presidente (dicho esto como institución) se lo puede callar cuando habla sobre cuestiones que la Constitución le prohíbe expresamente, porque la Argentina no eligió a un Comandante de una revolución o al General de una barraca militar ante cuyas órdenes todos deben callarse, sino que eligió a un presidente a quien la Constitución le impone un círculo bien delimitado de funciones y a quien específicamente le prohíbe otras.
Pero la Sra. de Kirchner evidentemente no adhiere a ese costado de la Constitución. Para ella -y para el oficialismo en general- la única sección atendible de la Constitución es aquella que regula el acceso al poder del que gana las elecciones. Lo demás son “instituciones y formalismos burgueses” que deben hacerse a un lado para permitir el paso arrasador de los representantes de la masa.
Pues no. El sistema no es ese. El resultado electoral no permite aplastar, no permite arrogarse la subrogación del pueblo todo, no permite callar a los demás, no permite ni decir ni hacer cualquier cosa.
Son palotes elementales del Estado de Derecho; los cimientos más básicos de su estructura.
Pero aquí estamos frente a una pretensión diferente. Las ínfulas revolucionarias de los ’60 y ’70 que pretendían replicar el modelo revolucionario cubano (con financiamiento cubano-soviético) a través de revueltas armadas protagonizadas por focos de insurrección planeados y entrenados, han sido reemplazadas por otro proyecto con la potencialidad de “hacerse pasar” por “democrático”.
Este idea, de fuerte contenido gramsciano, consiste en trasmitir la imagen de que la “democracia” son los votos y que solo es democrático el que los tiene; los demás son enemigos que se deben callar o a los que hay que callar.
Dentro de ese concepto aparece la figura del “presidente-comandante” que puede hacer todo, que puede decir todo y a quien no puede imponérsele ningún límite porque todo límite sería reputado como un obstáculo antidemocrático.
Y es allí en donde la Sra de Kirchner desarrolla su rol: ella no es una simple presidente, ella es la comandante de una gesta; ella no administra un país, ella “libra una batalla”. Y en la “batalla” no hay restricciones; no puede haberlas porque las restricciones al poder ponen en peligro la obtención de los resultados trazados.
Por eso lo que el kirchenrismo implica para el país es algo más que una simple fuerza política que compite en unas elecciones. No. El kirchenrismo es el portador de una antorcha revolucionaria que no puede detenerse ante minucias republicanas. Por eso sus modales son incompatibles con los límites y los plazos.
Es una verdadera pena que la Argentina siga presa de estas estupideces pergeñadas por invasores extranjeros hace más de 50 años y que, más allá de los fracasos universales evidentes, siga insistiendo en llevarlas adelante contra viento y marea, a costa de una pobreza cada vez más extendida y de un aislamiento cada vez más sonoro.
 

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