Nostalgia platónica
Carlos Rodríguez Braun
Catedrático, Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Ante cada horizonte electoral se renueva nuestro ímpetu regeneracionista. Como setas florecen miles de páginas firmadas por gente abnegada que asegura saber lo que España necesita —y, como es también habitual, prácticamente nadie pide, por favor, que el poder deje a los ciudadanos en paz o, de modo más realista, que les haga menos daño—.

Lo que sí se pide es que cambie la forma en que el poder quebranta los derechos de sus súbditos, y también, y este el objeto hoy de mi reflexión, que cambie la forma de las personas que ocupan el poder. Parecería que nuestros problemas no derivan de los controles y exacciones de las Administraciones Públicas sino de que los políticos son gente poco preparada.

Vamos, que deberían ser catedráticos, una idea que normalmente gusta mucho a los catedráticos, o filósofos, como se concluye en La República. Pero esta nostalgia platónica no tiene sentido alguno.

Por empezar desde el principio, cabe disputar incluso su sentido platónico, porque el modelo de Platón apuntaba más a la organización del poder que a la reorganización de toda la sociedad desde el poder, que es el totalitarismo que Popper remontó al sabio griego en el primer tomo de La sociedad abierta y sus enemigos.

Dejando aparte estas cuestiones filosóficas, lo que resulta un equívoco en nuestro tiempo es pensar que lo malo de los políticos es su ignorancia, y perder el tiempo pensando en cómo conseguir que los mejores profesionales quieran ser diputados o ministros. Y ya estoy viendo a los neoplatónicos arguyendo que hay que pagarles más, cuando lo razonable en una comunidad de mujeres y hombres libres sería probablemente no pagarles nada.

No es evidente la relación inversa entre la preparación de los gobernantes y el daño que infligen, y no hay garantías de que un grupo de premios Nobel nos convendría más que uno de bachilleres.

Porque el Estado no es la sociedad, ni debe organizarla. Así, el ministro de Economía no tendría que ser Amancio Ortega, porque el Estado no es una empresa, y el ministro de Hacienda no debería ser un catedrático de la materia sino una persona empeñada en no arrebatarles a los ciudadanos lo que es suyo.

Esta es la clave: si la confundimos, fácilmente resbalaremos hacia la coacción; son antiguas las variantes del socialismo que, como la de Saint-Simon, propician que las mayores responsabilidades de la gestión pública sean asignadas a los mejores administradores del mundo de la empresa, y al mismo tiempo defienden toda suerte de usurpaciones de la propiedad privada.

En suma, no necesitamos sabios sino gente modesta, prudente, y muy consciente de la necesidad de limitar el poder y no causar daño. Y para defender estos principios liberales no hay que ser ningún genio.

Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 2 de febrero de 2015.
 

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