La corte convirtio las legislativas de octubre en un plebiscito que diga si hay que reformar la cons
Hugo Grimaldi


BUENOS AIRES, jun 22 (DyN) - El fallo que declaró inconstitucional las reformas al Consejo de la Magistratura, incluido el modo de elección de sus miembros, dejó como resultado muchas más cosas de fondo para enumerar que el visible y exagerado malhumor presidencial contra la Corte Suprema y la lamentable comprobación que hoy existen en la Argentina dos interpretaciones divergentes sobre el concepto de República. 

   Tras el pronunciamiento, hay un costado bien interesante para explorar, ya que, con esa sentencia, los jueces abrieron la puerta de modo práctico para que en el mes de octubre se registre en las urnas un plebiscito indirecto que sume o reste voluntades en el Congreso para encarar una eventual reforma constitucional, ya que ése va a ser el costado más crítico al que deberán atender los ciudadanos a la hora de votar a sus legisladores.

   En materia institucional, la resolución que explotó a media tarde del martes, resultó ser una decisión muy abarcativa sobre la defensa de la actual Constitución, pero además, desde lo político, el fallo dejó al desnudo la creciente debilidad de Cristina Fernández, producto de sus propias quijotadas, llevadas adelante aún a costa de sacar de foco las verdaderas necesidades de la gente.

   El tema de la reforma judicial no aparece para nada en las encuestas y la disputa con los jueces es una pelea entre actores bastante distantes de la opinión pública. Por más que la Presidenta intente disfrazar la historia mezclándola con la inseguridad (“no hay buena seguridad sin buena Justicia”, dijo), los ciudadanos saben que si hay fallas en el sistema la culpa es de la ineficiencia de las fuerzas de seguridad y del garantismo que impera en la Justicia penal, que el Gobierno apaña, antes que en cuestiones corporativas.

   Sin embargo, mientras el país le dice a diario a sus gobernantes que necesita otros remedios más imperiosos en materia económica y social y mientras el mundo está en otra cosa, la presidenta de la Nación se fue por la tangente y salió a hacer una profunda catarsis sobre su problema personal en dos discursos de retórica fácil, uno en Córdoba y otro en Rosario, ambos llenos de ironías, alegría forzada con bailes incluidos, medias verdades, comparaciones retorcidas, victimizaciones varias y desbordes emocionales que dejaron mucha tela para cortar no sólo para el análisis político, sino sicológico de la situación.

  O bien, Cristina está convencida de ser una reformista, pide seguir dando batallas e irá “por todo” por las buenas o por la malas o bien, pese a su desmentida, está en campaña, no quiere que le baje la moral a la tropa y busca mostrarse fuerte para gobernar a pleno los dos años que le faltan, sin que la aqueje el síndrome del pato rengo que ataca a quienes las urnas le son adversas en las elecciones de medio tiempo. Por lo que fuere, al final de las dos alocuciones su imagen no salió para nada favorecida, salvo para los fanatizados de siempre, mientras que sus desbordes sólo dejaron espacio para interpretar que estaba aplacando su propia angustia.

  Quizás ella pensó que escuchar su palabra dedicada a redoblar la apuesta le iba a dar un poco más de fortaleza a los ultras, a la militancia y a quienes conservan una dosis de agradecimiento por su reinserción social. Sin embargo, ese tipo de discursos deja afuera a los opositores y a la clase media urbana y sobre todo a muchas expresiones peronistas que se sienten marginadas por la radicalización ideológica del Gobierno, algo poco sencillo de acometer en tiempo de elecciones, postura que ha derivado en la resistencia de seguir por la misma vereda a muchos que estuvieron con el kirchnerismo hasta ahora.

   Entre los peronistas, suele decirse que son ellos quienes huelen mejor el tiempo del desgajamiento del poder y que, por eso, acompañan “hasta la puerta del cementerio”, pero no entran.  Más allá de la provincia de Santa Cruz, donde el Frente para la Victoria estaría perdiendo y a la situación que se está dando en muchos distritos grandes, lugares donde las chances kirchneristas se han achicado hasta quedar en algunos casos en tercer o cuarto lugar (Santa Fe, Capital Federal, Córdoba), el problema para el oficialismo se ve con claridad mucho mayor en la provincia de Buenos Aires, donde hubo realineamientos apresurados de intendentes, punteros y referentes políticos de cuño justicialista.

     Aún sin conocer el detalle fino de las listas, entre los peronistas bonaerenses, Daniel Scioli sería quien más se ató al mástil del kirchnerismo y, pese a todas las afrentas que ha sufrido, hasta último momento parecía querer cargar con el lastre de La Cámpora en las listas compartidas. Por otro lado, Sergio Massa deberá dar aún pruebas de no ser la versión prolija del kirchnerismo, mientras que a Francisco de Narváez, quien representará al peronismo disidente, le faltará la pata del PRO, fuerza que le permitió ganar las elecciones de 2009, salvo alguna negociación que se cierre al filo del plazo estipulado.

   Si bien, la Justicia Electoral dio tiempo hasta las cero hora del domingo para presentar el ordenamiento de las listas a legisladores para las primarias, la entrega deberá ser efectuada ante las propias autoridades de los partidos, quienes deberán guardar los sobres hasta el lunes para llevárselo al respectivo juez electoral. Esa permisividad permitirá hacer, si no se anuncia lo contrario, algún retoque de última hora.
   
 Lo que está bien claro es que en el mayor distrito electoral del todo el país, como en una interna dentro de la general, las elecciones primarias serán para determinar cuál va a ser el candidato peronista que más daño le hará a la Presidenta desde el centro hacia la derecha, una manera de elegir a priori el contendor principal para octubre dentro de la fuerza que hoy gobierna, aunque con un reparo que la oposición fogonea: ¿hasta dónde este realineamiento no será para la tribuna y luego diputados y senadores no se sumarán al proyecto de reforma K?, se preguntan.

   Como bien se sabe que la máxima predilecta del kirchnerismo es decir que todo (gobernadores, intendentes, medios, periodistas, empresarios, sindicalistas y legisladores) puede comprarse siempre, los opositores estarían decididos a proponer que, antes de las elecciones, los candidatos hagan una promesa pública de no votar una eventual reforma constitucional.

   Además, el fallo de la Corte no sólo fue un golpe muy contundente para la omnipotencia de una ideología que no tiene encuadramiento en los parámetros constitucionales, sino que también resultó ser una lección bien didáctica para opositores recalcitrantes. Al temor de éstos, los jueces le dijeron “¿vieron que hay República? ¿dónde está la monarquía que denunciaban?”, mientras que al cristinismo más duro lo mandaron a leer el artículo 30 de la Constitución Nacional, donde se explica de modo indubitable cómo hay que hacer para encarar una reforma.

  Estos últimos, nunca usaron la variante del plebiscito, quizás por miedo de perderlo, pero un día después del fallo los ultra de paladar negro, ya sin tapujos, pedían los votos que se podrían necesitar en octubre para ir por un cambio constitucional (“La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros”). En tanto, los opositores señalaban exactamente lo contrario.

  No se puede decir sin querer, porque nunca hay ingenuidades en estas cosas, pero lo que la Corte señaló también de modo indirecto a la oposición es que en esta elección de medio tiempo no vale tanto la pena concurrir amuchados detrás de un supuesto líder, sino que de ahora en más todo dependerá de las bancas que consigan, de uno y otro lado, los reformistas y los no reformistas.

   En cuanto a la defensa de la Constitución actual, también cuatro de los seis jueces que declararon la inconstitucionalidad opinaron sobre dos temas centrales que marcan la profunda divergencia que existe entre lo que piensa el Gobierno y lo que señala la Constitución actual: la división de poderes y la llamada “soberanía popular”.

   En este último tema, en lo que pareció ser una respuesta a las voces gubernamentales que batían el parche subordinando la Constitución a las mayorías circunstanciales que otorgan los votos en una elección, la Corte dijo que, bajo las reglas actuales, “no es posible” que se propugne “el desconocimiento del orden jurídico” y agregó que “nada contraría más los intereses del pueblo que la propia transgresión constitucional”.

   Sobre el primer punto, lo que Cristina llamó pícaramente “veto” de la Corte, ya que el único que constitucionalmente puede vetar es el Ejecutivo, los jueces lo fundamentan como “control constitucional” derivado de esa división de poderes y fueron más allá, ya que lo calificaron de “legítimo” y pusieron como ejemplo una serie de leyes que, con su intervención, fueron declaradas inconstitucionales por esa facultad: Obediencia Debida, Punto Final, Matrimonio Civil (divorcio), la Ley de tenencia de droga para consumo personal, los topes a la indemnización por despido, accidentes de trabajo y Ley Previsional que frustraba el acceso a la Justicia de los jubilados (caso Badaro).
  
   Tan profunda fue la sentencia que dejó en claro que el Ejecutivo, más sus mayorías actuales en el Congreso y la Corte tienen hoy dos visiones, dos modos contrapuestos de encarar la política, el desarrollo y hasta la vida de todos los argentinos. Ante los decibeles que alcanzó la polémica, los jueces con su fallo y la Presidenta y sus acólitos con sus declaraciones, la primera pregunta que viene a la mente es ¿quién le está haciendo un golpe de Estado a quién?  Y la respuesta es simple: a hoy, no hay golpe posible, sólo ocurre que existe un grave conflicto de poderes que atraviesa de modo preocupante la institucionalidad de la Argentina.

  Entonces llegan una vez más las especulaciones sobre el futuro, porque allí se pueden abrir los caminos hacia lo que la Presidenta llamó la “próxima batalla” que ahora dependerá de ella si se encara antes o después de las elecciones de octubre. “Más temprano que tarde”, ratificó.

   Entonces, si los números no abonan la cantidad de diputados y senadores dispuestos a votar una reforma constitucional, ¿se animará el Gobierno a imponer con sus actuales mayorías un mecanismo por encima de la Constitución al estilo Venezuela o un Tribunal de Justicia que esté por encima de la Corte?

   Ambos temas rebotarían ante los jueces actuales, aunque no se sabe si por obstinación, malos asesoramientos legales o necesidad de tener un enemigo a mano, lo que el Gobierno no deja de hacer en toda ocasión es comprarse problemas para terminar estrellándose siempre contra la misma pared.

 

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