Después de Iowa
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Las primarias de Iowa, el primer estado en celebrar las elecciones internas del Partido Republicano y el Partido Demócrata, arrojaron resultados sorprendentes. El empate entre Hillary Clinton y Bernie Sanders en el partido de Jefferson (49,8% ella, 49,6% él) no fue menos inesperado que la victoria por cuatro puntos de Ted Cruz (28%) sobre Donald Trump (24%) y el insolente tercer puesto de Marco Rubio (22%) en el partido de Lincoln.

De entrada, conviene no darle a Iowa más importancia de la que tiene. Allí no se celebran elecciones primarias, propiamente, sino unas asambleas en las que ciertos aspectos de la campaña -especialmente la capacidad de movilización, por parte de los candidatos, de gente muy comprometida que tiene que estar dispuesta a pasarse muchas horas lejos de casa- cobran una importancia desmesurada. Además, no es corta la lista de ganadores de los “caucuses” de Iowa que luego no ganaron la nominación de sus partidos.

En el Partido Demócrata, aún se recuerda que Mike Dukakis llegó tercero a la meta en 1988 y que Bill Clinton hizo lo propio en 1992. En la orilla de enfrente, retumban todavía en los oídos de los estadísticos que se equivocaron con sus pronósticos los casos de Mitt Romney, que acabó segundo en 2012, y, antes, de John McCain, que quedó en el cuarto puesto. Todos ellos fueron, al final del proceso, los candidatos nominados por sus partidos.

Ello no obstante, los resultados de Iowa del martes pasado son una referencia a tener en cuenta por ciertas razones.

La más importante, en el caso de los demócratas, es que, en vista de la ventaja que le lleva Bernie Sanders a Hillary Clinton en New Hampshire, donde se celebrarán primarias esta semana que viene, cabe esperar un proceso mucho más reñido del que se temían en la campaña de la ex secretaria de Estado. Si, como parece probable, Sanders triunfa en Iowa, el “momentum”, esa palabra decisiva en el mundo electoral anglosajón, estará de su parte. Dicha inercia o aventón político no hará que peligre en serio la nominación de Hillary, pero sí permitirá que la campaña de Sanders abra una herida sangrante en su adversaria. Todo le será a ella mucho más difícil.

En el caso de los republicanos, la importancia de Iowa radica en que lo que antes era una carrera de uno ha pasado a ser una carrera de tres. Me refiero no tanto a los nombres -Cruz, Trump, Rubio- como a los perfiles. Hay una corriente conservadora con marcado perfil ideológico, otra que tiene a un “outsider” a la cabeza en son de protesta contra la jerarquía republicana, y, finalmente, la del “establishment”, que teme mucho que un ideólogo y un “outsider” acaben destruyendo las posibilidades de que el partido de Lincoln desaloje a los demócratas de la Casa Blanca.

Me detengo un rato más en esto último. El fenómeno Trump -quien puede, perfectamente, acabar siendo el nominado- había reducido a cenizas a las otras dos corrientes, al menos en los sondeos y en la percepción popular. Esto era raro: si algo había cobrado un perfil alto en los últimos años en el Partido Republicano era la corriente ideológica, que por momentos se confundía con el “Tea Party”; y de otro lado, el “establishment” no dejaba de hacer ruido a través de la prensa a propósito de Trump, al que considera un pasaporte al desastre en noviembre próximo si acaba siendo el candidato. Iowa ha hecho renacer de esas cenizas estadísticas y perceptivas a los ideólogos y a los jerarcas, haciéndoles sentir que hay carrera por delante. De allí el enfrentamiento que se perfila a partir de Iowa entre tres corrientes, si puedo usar, con latitud, esa expresión.

¿Está claro quiénes son los líderes de esas tres sensibilidades o corrientes? Sí y no. En el caso de los conservadores de cepa, parece definido que el joven senador por Texas, Ted Cruz, nacido en Canadá y de herencia hispana, se ha sacado de encima a los rivales que podían disputarle esa representación (como Rick Santorum o Mike Huckabee, ya fuera de combate, o Ben Carson, el neurocirujano que lo ha acusado de jugar sucio en Iowa al hacer correr el rumor de que se iba a retirar de la contienda). También está fuera de duda que el voto de protesta, el reino de los “outsiders”, lo gobierna Donald Trump, que va primero, por lo demás, en los sondeos de New Hampshire y, todavía, en los de alcance nacional.

Pero está menos decidido quién encarna a la corriente del “establishment”. Por ahora es Marco Rubio, el joven senador de La Florida de origen cubano, al que sin embargo otros aspirantes a encabezar esa corriente están atacando con ferocidad para tratar de frenar su ímpetu y desbancarlo en New Hampshire. Entre ellos están el ex gobernador de la Florida y mentor de Rubio, Jeb Bush; el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, y el gobernador de Ohio, John Kasich. Llamar candidato del “establishment” o de la jerarquía republicana a Marco Rubio es una audacia si se tiene en cuenta que tiene 44 años, que hasta hace poco era tratado por esos mismos líderes como un peso ligero y que en su momento impulsó un proyecto de ley para legalizar a los indocumentados (luego retiró su apoyo a esta iniciativa, al ver el poco entusiasmo que despertaba entre los conservadores). Pero, en los tiempos de Trump, cuando los republicanos que quieren nominar a alguien “elegible” buscan con desesperación la manera de parar al magnate pintoresco, Rubio pasa por ser un candidato tranquilizador y viable.

Tenemos, pues, dos escenarios claramente planteados. Uno, el de los demócratas, nos muestra a un Bernie Sanders, senador por Vermont de 74 años que se proclama “socialista” en un país donde esa es una mala palabra para un amplísimo segmento electoral, con capacidad de remover unos fondos de la candidatura de Clinton que ella sabe bien que la hacen vulnerable al verdadero enemigo, o sea el partido contrario. El otro, el de los republicanos, tiene a tres sensibilidades muy diferenciadas en lucha a brazo partido y, a estas alturas, con posibilidades reales de ganar todas ellas, algo que parecía descartado hace cuestión de días.

New Hampshire no resolverá las cosas, tampoco North Carolina, Nevada y Washington, que son los siguientes estados en la lista; habrá que esperar, por tanto, al “supermartes”, el 1 de marzo, cuando se vote en 12 estados, muchos de ellos sureños, para tener un panorama claro. Panorama claro quiere decir: determinar la dimensión exacta del daño que Sanders le hace a Clinton como probable nominada y la real composición de fuerzas entre los republicanos que quieren tumbar a la jerarquía, los republicanos que ponen el credo por encima de todo lo demás y los republicanos que piensan que hay que jugar sobre seguro para ganar en noviembre la elección que importa.

El daño que Sanders le hace a Clinton tiene una contrapartida: el blindaje del que, en el enfrentamiento con el candidato republicano, Hillary gozará por su izquierda.  No es concebible que los votantes de izquierda que están respaldando a Sanders contra Clinton y que la consideran a ella parte de la casta política corrompida -para usar la expresión que Podemos ha puesto de moda en España- voten en las generales por los republicanos. Pero sí pueden hacer dos cosas: abstenerse, es decir privarla de votos que pudieran resultar decisivos, y exponer sus vísceras políticas, las entrañas de una candidatura cuestionada por el desgaste de tantos años de poder directo o indirecto, tantos vínculos con el mundo del dinero, y tantos escándalos. De allí que, en la práctica, los seguidores de Sanders puedan estar trabajando para los republicanos.

Está por verse si, una vez que la campaña llegue al sur el 1 de marzo -y habrá un anticipo de ello en Carolina del Norte dentro de unos días-, el fenómeno Sanders se sostiene. Los estados donde las llamadas “minorías”, tan importantes en el Partido Demócrata, tienen un peso significativo en las primarias, podrían confirmar lo que algunos comentaristas y políticos sostienen: que el senador de Vermont sólo despierta simpatías entre los jóvenes blancos de los estados del noreste y el mediooeste. Si este no es el caso y Sanders logra replicar su éxito allí, estaremos ante una constatación grave: que las “minorías” que antaño consideraban a los Clinton sus grandes aliados políticos han perdido la fe en la pareja. Mala cosa en una elección en la que Hillary Clinton cuenta con ese voto como una de sus grandes bazas contra el candidato republicano, sea quien sea (incluso si es Rubio, al que acusará de haber traicionado a los hispanos al retirar su apoyo al proyecto de ley de legalización de indocumentados).

Los republicanos querrán explotar las acusaciones de Sanders y compañía contra Clinton para subrayar su condición de miembro de ese club exclusivo en el que se dan la mano el poder político y el financiero. Hillary ha recibido ya más de 44 millones de dólares del sector financiero, casi el 10% de lo que ha recaudado hasta ahora, y sus lazos con Wall Street la hacen vulnerable. Este es el verdadero peligro que representa Sanders para ella: que la refriega interna acentúe lo peor de su imagen política y opaque lo mejor.

En el caso de los republicanos, la gran disputa a mediano plazo está entre Trump y el partido tradicional, que tiene que acabar de decidir quién es su candidato. Salvo que la corriente ideológica -como pasó con Ron Paul hace algunos años- demuestre una capacidad de resistencia que a estas alturas no se adivina probable. El dinero apostará por el candidato del “establishment” que pueda convertirse en el rival directo de Trump.

Que, mientras tanto, la lucha sea entre tres, es algo que ayuda a los republicanos frente a los demócratas. A diferencia de lo que ocurre con los demócratas, cuyo conflicto entre dos hace resaltar nítidamente el lado cuestionado de la favorita, la pluralidad de candidaturas republicanas diluye las críticas al repartirlas entre varios blancos . Por ejemplo, Rubio no ataca nunca a Trump porque está más interesado por ahora en dejar fuera de carrera a los otros candidatos del “establishment”, como Jeb Bush; los gobernadores que aspiran a dejar a Rubio fuera de carrera tampoco parecen dedicar mucho tiempo a Ted Cruz, quien a su vez se concentra menos en ellos que en los otros ideólogos a los que pretende desplazar (ahora están reducidos a Ben Carson).

Iowa, que es donde todo empezó, ha enviado un mensaje potente al mundo: aquí nada es seguro porque los votos hay que ganárselos puerta a puerta, día a día. Quizá sea apropiado que el inicio de este gran acontecimiento mundial que es una elección presidencial estadounidense, este hito democrático, suceda en un lugar de poco peso, en asambleas poco modernas, entre gentes poco importantes. Es todo un homenaje a la democracia estadounidense y acaso a la democracia a secas, que tiene que ver con la voz y el voto de gentes así, para las que fueron hechas las grandes cosas: la igualdad ante la ley, el estado de derecho, las instituciones republicanas.
 

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