Culturas empecinadas en sobrevivir
Carolina Arenes
Columnista, La Nación.


Dicen que el día en que encontraron a estas momias se podía percibir todavía su olor. No los efluvios de un cuerpo en descomposición. Cuando los arqueólogos dejaron a un lado sus picos y sus palas, cuando los cinceles y las cucharitas quedaron sobre el suelo salpicado de nieve y de tierra, a un lado del pozo sacrificial en las alturas, los tres niños que habían estado refugiados allí durante siglos olían. Olían a sus vidas anteriores.

El hallazgo de las momias del Llullaillaco fue una proeza científica y los detalles del descubrimiento -tres niños momificados en perfecto estado de conservación, con sus chuspas, sus sandalias, sus plumas blancas, sus miniaturas textiles, sus spondyl us sagrados y los ornamentos de la ceremonia final- deslumbraron a legos y expertos. Conmovía ver esas figuras que atesoraban todavía su condición humana; tres niños dormidos detrás de los cristales del Museo Arqueológico de Alta Montaña, en Salta. Tan bien conservados que no parecían momias; eran personas dormidas a las que se podía espiar en su eternidad.

Las comunidades de pueblos originarios pusieron el grito en el cielo cuando se los bajó de la montaña y se los preparó para ser exhibidos. Donde se leía hallazgo, ellos escribieron profanación; donde se leía exhibición científica, pusieron sacrilegio. ¿Alguien se imagina un museo que exhiba cuerpos arrancados de cementerios cristianos, judíos, musulmanes?

Pero ¿quién de nosotros podría considerar pensarlo así? ¿O no es evidente el valor histórico y científico de esos cuerpos robados a la montaña? Hasta podría pensarse la avidez turística que inundó el museo (han llegado hasta los 100.000 visitantes al año) como un híbrido cultural, una veneración profana y anacrónica de esos cuerpos, del misterio que encierran, de la fe que los llevó hasta allí, hasta el vientre de la montaña en las alturas, es decir, a las entrañas de Dios. Porque eso, divinidades, son todavía las montañas para los pueblos andinos.

No sería el primer malentendido. Donde nuestra cultura ve proeza científica, gloria y trofeo de exhibición -cuando no un pingüe negocio-, las comunidades originarias sienten otra vez el cachetazo de los vencedores.

Algo de ese equívoco, de no estar hablando de lo mismo unos y otros, se hace visible con frecuencia en un país donde los descendientes de antiguos pobladores alcanzan apenas el 2,38% de la población total (unos 955.032 habitantes), pero trepan notablemente en algunas provincias: en Chubut, el 8,5% de la población total se reconoce como indígena; en Neuquén, el 7,9%; en Jujuy, el 7,8%; en Río Negro, el 7%; en Salta, el 6,5%; en Formosa, el 6,1%. En los últimos tiempos, ese malentendido se hizo dramáticamente visible en la Formosa de Gildo Insfrán y en el Chaco de Jorge Capitanich, donde la disputa por la tierra es entendida como una cuestión de títulos, propiedades y dinero; para el pueblo qom, en cambio, es una cuestión de supervivencia: la tierra es su hábitat, su cultura y parte indivisible de su ser. En ella habitan también sus dioses y sus espíritus, como describió Gabriel Levinas en su imperdible artículo "Los ojos del yaguareté".

Es posible que a veces se trate de malentendidos producto de cosmovisiones abismalmente distintas. Pero a veces hay venalidad pura, como en la persecución y asesinato del pueblo qom que vienen denunciando sus líderes. Otras, lo que hay es cinismo. El diputado neuquino Luis Sapag pareció elegir ese camino cuando esta semana acusó a comunidades mapuches que protestaban contra YPF por la explotación petrolera sobre sus tierras ancestrales. "Quieren ir a donde está la riqueza del huinca", se victimizó un insólito Sapag, utilizando la lengua mapuche para referirse al hombre blanco. Y fue más allá: "YPF no fue a instalarse en las tierras de los mapuches. Algunos mapuches fueron a poner sus casas donde estaba YPF". Como si Sapag desconociera que no fue YPF, ni siquiera este gobierno, sino el huinca, el que hace varios siglos se instaló donde estaba la riqueza del mapuche (y de tantos otros). Que algunos líderes de pueblos originarios, como también denunció el diputado, se hayan volcado a la especulación y a los tratos corruptos, y que muchos hoy medren invocando una cultura a la que ya no representan, puede ser. ¿Por qué no? Son descendientes de pueblos antiguos, pero nada de lo humano les es ajeno. ¿Por qué habrían de ser más santos que los demás?

Que entre quienes reclaman tierras de los pueblos originarios haya algunos vivillos como hay en todas partes no invalida el derecho constitucional que tienen sobre sus tierras ancestrales, por más desconcierto que causen sus reclamos en la mentalidad y la administración modernas. No son pocos los que piensan que hay algo de proteccionismo mal entendido en forzar que las comunidades originarias sigan viviendo de la caza y de la pesca. La historia, dicen, no se detuvo para nadie, ni para las tribus bárbaras aplastadas por los romanos ni para los babilonios dominados por los persas; tampoco los occidentales visten hoy como hace cinco siglos ni han podido seguir viviendo de lo que vivían entonces. La discusión puede ser interesante, pero las leyes argentinas amparan a las minorías étnicas: la reforma de 1994 reconoció la preexistencia de los pueblos indígenas y el derecho a la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan.

Dormidos ahora en sus tumbas de cristal, los tres pequeños hijos de la elite incaica, rodeados de los objetos sagrados que los acompañaron a la muerte, conmueven a los visitantes día tras día. Qué bellos son esos rostros cobrizos curtidos por el tiempo y por el frío; qué bella su cultura atrapada, detenida en la paz de los museos (y no despierta, empecinada en sobrevivir). Qué bello su silencio inmemorial. No como otros, esos mapuches, esos qom, que siguen haciendo ruido con sus reclamos.

 

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