La perversa moral de hacer caridad con lo ajeno

María Marty
Maria Marty es argentina, licenciada en Comunicación Social, guionista y libertaria. Es la directora ejecutiva de la Fundación para la Responsabilidad Intelectual (FRI). Síguela en @mariamarty16.
Imagina este escenario. Llegás a tu casa luego de un
intenso día de trabajo. Estás disfrutando de un merecido descanso y de aquellas
cosas agradables que pudiste comprar gracias a tu propio esfuerzo.
Al rato escuchas un golpeteo en la puerta de entrada. Del
otro lado te encuentras con un completo desconocido que dice ser tu
vecino. Antes de que puedas saludarlo,
te dice que viene a llevarse lo que le corresponde. Lo mirás con cara de “no
entiendo de qué me hablas”, así que te repite, esta vez con mayor lentitud, que
viene a reclamar su porcentaje de tus ingresos.
En ese momento comienzas a dudar si debes llamar a la
policía, hasta que él mismo te amenaza con llamarla si no procedes a entregarle
lo que te está exigiendo.
En un esfuerzo por mantener la calma le preguntas qué
derecho tiene él a realizar ese reclamo, a lo que responde:
“Tengo cinco hijos a los que alimentar. Mi hermana, que
no tuvo mi suerte, tiene que hacer un tratamiento de fertilización asistida
para quedar embarazada. Mi hermano que es científico quiere investigar la
evolución del mono sudamericano y su hijo de tres años, que es mi sobrino,
tiene que ir al colegio. Tenemos necesidades que satisfacer, pero no los
recursos. Así que tengo algunos derechos sobre usted, no le parece?”, explica
con cierto tono prepotente.
En ese momento te pellizcas para chequear que no estás
alucinando, pero todo es muy real. Así que luego de salir de tu asombro, le
cierras la puerta en la cara y continúas con tu vida normal.
Aquí está la cuestión de suma importancia: ¿por qué
aquello que consideramos una locura viniendo de nuestro vecino desconocido, lo
consideramos algo lógico y noble cuando el vecino desconocido, en vez de
presentarse personalmente, manda a un intermediario llamado Gobierno?
¿Qué nos sucede que cada vez que se menciona la palabra
“Gobierno” o “ley” todo se vuelve confuso y nuestro cerebro deja de funcionar?
¿Por qué esas dos palabras pueden, mágicamente, transformar toda inmoralidad e
injusticia en algo completamente decente y justificado? ¿Por qué lo que no le
permitiríamos normalmente a nuestro vecino se lo permitimos a quien justamente
debería velar por nuestra propiedad y no arremeter contra ella?
En la realidad, la historia de arriba tiene un final muy
diferente. El vecino entra en tu casa y se lleva lo que considera necesario.
Antes de irse, te palmea la espalda y te dice que deberías estar orgulloso de
cumplir con tu deber, a diferencia de otros delincuentes que deciden esconder sus
ingresos para no colaborar.
Seamos honestos. Si el Gobierno y la Ley no estuvieran
implicados, nadie dudaría en calificar la situación como un “robo” simple y
llano. Pero la esencia de un acto no cambia porque el Gobierno y la Ley estén
implicados. Como mucho, puede transformar la acción en legal, pero no por ello
en moral.
Muchos de los argumentos que tratan de justificar el
cobro de impuestos, alegan que el problema no está en su naturaleza coercitiva
sino en lograr establecer un porcentaje “razonable” de impuestos a cobrar y en
encontrar a un político honesto que haga una buena utilización de los mismos.
¿Qué es un porcentaje “razonable”? Nadie lo define. Lo
razonable para el demócrata norteamericano, Bernie Sanders, puede diferir mucho
de lo que pudo ser razonable para Thomas Jefferson. Lo que considera razonable
Maduro debe también diferir de lo que considera razonable el Primer Ministro de
Australia.
“Razonable” puede
ser un 2% o un 99% de los ingresos, dependiendo la inclinación política del
gobernante de turno y su visión de cuáles son las funciones del Estado.
Por otro lado, se dice que el cobro de impuestos está
justificado en la medida que se haga una buena utilización de los mismos. Pero nuevamente, “buena utilización” es un
concepto muy amplio que requeriría que todos compartiéramos la misma escala de
valores.
Con todas las necesidades insatisfechas que hay, ¿qué
sería una buena utilización de los recursos? ¿Hacer una ruta en un lugar
inhóspito o un nuevo hospital? ¿Mantener una línea aérea de bandera o aumentar
los sueldos a los maestros? Una buena utilización según la visión de uno, puede
ser una pésima utilización en la visión de otro.
Por último, está el argumento que se centra en la
honestidad. Si el gobernante no es corrupto y no se roba lo recaudado, entonces
el cobro de impuestos está justificado desde el punto de vista moral. Llevado
al caso de nuestro ejemplo anterior: si el vecino reparte lo que se robó y no
se queda nada para él, entonces su accionar está justificado.
Hemos llegado a una situación donde ya no nos preguntamos
acerca de la naturaleza moral de los actos, sino simplemente acerca de su
conveniencia y legalidad. El fin ha
pasado a justificar los medios y la ley ha pasado a sustituir el concepto de
derecho y justicia.
La política de ser generoso con lo ajeno -que no es otra
cosa que la política de violar el derecho de propiedad- ha transformado al
victimario en noble y a la víctima en delincuente. Ha generado, como era de
esperarse, las consecuencias lógicas de su errada moralidad: desde evasión y
paraísos fiscales, hasta vagancia, falta de productividad, huelgas y violencia.
La solución es volver a limitar al Gobierno y a la ley a
su función objetiva, libre del peligro del capricho, visión o carácter moral
del gobernante de turno. Su función de proteger el derecho a la vida, la
libertad y la propiedad de todos los individuos por igual.
Mientras siga jugando al que “parte y reparte (llevándose
la mejor parte)” continuará arruinando sociedades. Y más rápido las arruinará
cuanto más generoso con lo ajeno decida ser.
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