¿Por qué desde hace décadas no podemos bajar el promedio de 30% de pobreza en el país?
Gastón Vigo Gasparotti
Representante de CONIN en Buenos Aires y coordinador de la obra "Así se combate la desnutrición", escrita en conjunto con el Dr. Albino.
Nuevamente
fue el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, el que hizo vibrar a nuestra
nación con los lamentables índices de pobreza e indigencia. 1 de cada 3 argentinos
es pobre; pero en materia de niñez, tomando la franja etaria de 0 a 14 años, el
problema es peor: 1 de cada 2 lo son. Allí está el verdadero círculo vicioso
que nos negamos a ver y a discutir.
¿Qué puede
ser más urgente que cuidar a nuestros niños? ¿Hasta cuándo viviremos con esta
amnesia moral injustificable? ¿No alcanza con saber que por ejemplo, desde 1946
al 2009, se murieron 120.265 personas por causa de desnutrición?
Argentina
es el único país del mundo que queriendo obtener resultados distintos, hace
siempre lo mismo. Los problemas para abordar la pobreza son conceptuales y
técnicos.
2 millones
de planes sociales había en la época de Duhalde. Llegamos a 8 millones durante
el kirchenerismo; y hoy, en el 2017, ya
hemos alcanzado superar la barrera de los 9 millones.
¿Alguna
vez mediremos seriamente la eficacia de nuestras políticas?
La
trasferencia de fondos a los sectores desprotegidos debe ser siempre algo
transitorio y excepcional, porque quien convive con la pobreza necesita
herramientas que le posibiliten construir su futuro, de manera tal de no
perpetuarse en un asistencialismo que lo condene a la dependencia de los
gobernantes de turno.
El Dr.
Abel Albino, Fundador de CONIN Argentina, sostiene: “uno cree que un pobre es una persona igual que nosotros, pero sin
plata. Y no es así, el pobre es pobre en familia, alimento, estímulos, fuerza,
entusiasmo, sueños, ideales, introspección, retrospección, experiencia
adquirida y encima... no tiene plata, lo cual es muy distinto. Si lo que queremos
es soluciones de verdad, debemos hacer un abordaje integral de la problemática
social que da origen a la extrema pobreza: educación nutricional, educación
para la salud, lactancia materna, jardín maternal, jardín infantil,
estimulación temprana, escuela de artes y oficio, programa educación agraria,
lectoescritura para analfabetos, escuela para padres, documentación y
legalización de la familia, alcoholismo, inmunizaciones, agua corriente, agua
caliente, luz eléctrica y cloacas”.
Increíblemente,
su prédica y su obra, siguen sin ser política de estado, a pesar de que fue
CONIN la que hizo posible que la desnutrición infantil se quiebre en Chile,
causa originaria que permitió el posterior milagro económico, provocando el
asombro del resto de la región.
Los
primeros mil días de un ser humano, contados de la concepción hasta los 2 años,
son las más importantes de su existencia. Allí se formará el 80% del peso del
cerebro que tendrá de adulto, y dependiendo de la buena alimentación y
estimulación que tengan en esa etapa crítica, podrá tener una vida sin taras
mentales y físicas. Por eso, si cada 24
horas en esta tierra bendita, nacen 600 niños en condición de pobreza, nos cabe
preguntarnos: ¿qué estamos haciendo por ellos?
El
desarrollo cerebral es mágico y cruel: no acepta deudas atrasadas. Un
desnutrido no recuperado, lo será para siempre. No es un problema de edad, es
una cuestión de tiempo. Lo que no se hizo en su primera infancia, se reflejará
en su limitado y atrofiado cerebro.
Esta
semana me tocó disertar en la ExpoEFI, que quizás sea la cumbre de economistas más importante de la Argentina,
por lo especialistas que acuden. Mi presencia no era convencional, ya que mi
mensaje no buscaba dar pronósticos referidos al dólar o al déficit fiscal, si
no que mi intención fue desarrollar un concepto en particular: no existe probabilidad alguna para los
territorios emergentes, de mejorar la escolaridad, elevar el PBI per cápita,
acrecentar su calidad institucional, disminuir sus tasas de homicidios, si de
una vez y para siempre, no se erradica la desnutrición infantil. En esas dos
palabras, se encuentra los que nos tiene atado y anclados al crónico atraso
sudamericano. Lamento escribirlo y sufrirlo como habitante del suelo argentino,
pero a la realidad la expongo para enfrentarla, no con discursos demagógicos
sino con observaciones científicas, basadas en la experiencia de quienes con
coraje se lanzaron a exterminar la causa principal de la morbilidad y
mortalidad de los que no tienen voz, pero si humanidad.
Dejando de
lado por un segundo la tragedia moral que significa este horror vigente en
nuestro suelo, le pregunté al auditorio: ¿es medible el daño económico que
desangra a un país en donde no todos los habitantes pueden desplegar su
potencial genético? Desde un punto de vista puramente económico, el
fallecimiento de un infante constituye un pesado lastre que arrastrarán los que
están y los que vendrán. ¿Por qué afirmo esto? Debido a que la primera etapa de
la vida de un hombre es improductiva y significa una fuerte inversión tanto
para la familia como para la sociedad, que posteriormente se debería ver
compensada cuando el hombre alcanza la etapa productiva de la vida y es capaz
de devolver a su entorno, lo que de él ha recibido. Los investigadores Latika y
Spielgeman consideran que esta etapa improductiva se extiende como promedio,
hasta los 18 años de edad. Estos autores calculaban que una familia
norteamericana con un ingreso anual de 2500 dólares, invierte en un niño
durante ese mismo período, la cantidad de 10.000 dólares. Guardando las
proporciones, podemos imaginar el tremendo derroche que la muerte prematura
significa para los países en desarrollo, donde la mitad de las muertes se
produce antes de los 15 años, cuando la persona aún no ha alcanzado la edad productiva.
Como si
fue poco lo descripto, vivimos en tiempos en que las deficiencias mentales ya
no podrán suplirse con la fuerza física. ¡Aquí está el problema!
¿Cómo se
insertarán al mundo tecnológico y competitivo del siglo XXI quienes carguen con
esa tragedia que nosotros imperdonablemente dejamos que suceda?
La
velocidad de los cambios del mundo en el que estamos inmersos son
impredecibles. Ha acabado el siglo industrial y ya hay centenares de países
liderando el siglo del conocimiento. ¿Cuándo ingresará Argentina en él? ¿Podrá
hacerlo cuando un 32,9% de su población está sumergido en la marginalidad? La
dinámica imperante no se detiene ni se detendrá, por lo que el margen de
maniobra cada hora se reduce más. ¿Soy pesimista? ¿Sobredimensiono el panorama?
En 1900 el saber humano se duplicaba en 100 años, en 1945 cada 25 años, en el
2014 cada 13 meses. El conocimiento y el acceso a él es cada vez más
impresionante; sería fantástico que lo aprovecharan todos, ¿no? Se estima que
una semana de información en el New York Times, es más que la que pudo haber
tenido una persona durante el siglo XVIII a lo largo de toda su vida. La
cantidad de descubrimientos técnicos se está duplicando cada dos años, lo que
significa que los estudiantes que siguen carreras tecnológicas de cuatro años
de duración, estudiarán materias en el primero, que para el tercero podrán
estar desactualizadas. El mismo Departamento de Trabajo de los Estados Unidos,
en un reciente informe, consideró que los aprendices de hoy, a los 38 años, ya
habrán pasado por entre 10 y 14 trabajos. De hecho, la velocidad es tal que,
por ejemplo, los diez empleos más demandados en 2015 no existían en 1998; y
mientras a la radio le costó 38 años de presencia en el mercado poder alcanzar
los 50 millones de oyentes, Facebook alcanzó esa cifra en sólo dos años.
El desafío
estará entonces, en preparar estudiantes –sin cerebros aptos, no hay desafío
viable- para trabajos que actualmente no existen, con el fin de resolver
problemas que aún no sabemos que serán problemas todavía.
Perdón
lector, pero sigo preguntándome lo inentendible: ¿cómo puede ser que un país
que tiene una capacidad potencial para alimentar a mil quinientos millones de
personas no pueda dar de comer a cuarenta?
Evidentemente
seguimos cometiendo gruesos e inaceptables errores.
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