El futuro de Occidente

Armando Ribas
Abogado, profesor de Filosofía Política, periodista,
escritor e investigador. Nació en Cuba en 1932, y se graduó en Derecho en la
Universidad de Santo Tomás de Villanueva, en La Habana. En 1960 obtuvo un
master en Derecho Comparado en la Southern Methodist University en Dallas,
Texas. Llegó a la Argentina en 1960. Se entusiasmó al encontrar un país de
habla hispana que, gracias a la Constitución de 1853, en medio siglo se había
convertido en el octavo país del mundo.
Existe
la teoría de que en la historia las civilizaciones nacen, se desarrollan y
mueren en un ciclo de vida semejante al de los seres vivos. Si analizamos la
historia universal no cabe la menor duda de que el proceso descripto es su
carácter esencial. Desde ese punto de vista parecería que eso que llamamos
Occidente y que yo, tal como me pregunté en mi libro ¿Quién es Occidente?, no sé muy bien qué es lo que es, estaría
viviendo su Zenit. Más allá del acceso de Japón a la segunda potencia
industrial después de la
Segunda Guerra Mundial, ahora surge la amenaza de que la
antorcha en algún momento del siglo XXI sería pasada al Celeste Imperio donde
viven hoy casi un quinto de la población mundial.
En
dos recientes artículos publicados en “Foreign Affairs”, Richard Bernstein y
Ross Munro, de una parte, y Robert Ross, de la otra, trataron el tema. Los
primeros sostienen que en la misma medida que la China se desprende de las
cadenas ideológicas del maoísmo y aumenta su riqueza, será cada vez más
amenazante y más peligrosa. La posición de Ross es distinta en el sentido de
que la China es
demasiado débil como para significar una verdadera amenaza para la hegemonía
política de Estados Unidos. Creo que ambas evaluaciones se integran en la
teoría anterior de la historia universal, y no toman en cuenta, ni la una ni la
otra, la diferente realidad que enfrenta la humanidad a partir de la existencia
de las armas nucleares y la revolución de las comunicaciones.
La
guerra en el sentido escatológico que existió a través de la historia ha
desaparecido como elemento determinante de alcanzar la supremacía mundial.
Enfrentamiento y colisiones en el siglo XXI no significan, como hasta la
primera mitad del siglo XX, guerra. Este solo fenómeno cambia de por sí la
historia universal, donde las civilizaciones se sucedieron hasta conformar hoy
una sola civilización en eso que se ha dado en llamar globalización. En ese
sentido hoy están más vigentes las palabras de Kant en su “Paz Perpetua” que el
predicado hegeliano, de que la guerra era la forma en que los estados hacían su
irrupción en la historia. Hoy los estados están todos en la historia con más o
menos poder de negociación, pero no con más poder de destrucción. No existe en
la actualidad la capacidad de destruir sin ser destruido. Es decir, las
aspiraciones de poder no van a desaparecer de la faz de la tierra pero los
instrumentos para ejercerlos han sido y siguen siendo modificados.
Cualquier
país europeo que hasta la mitad del siglo XX hubiera tenido el poder relativo
de los Estados Unidos, habría intentado la conquista mundial. La guerra era
“the name of the game” (el nombre del juego). Hoy hemos ido aprendiendo no a
deponer los intereses nacionales en pro de una hermandad sublime, sino a
expresarlo de otra manera. Ya bien decía Hume en sus escritos económicos:
“...el incremento de la riqueza y del comercio en cualquier nación, en lugar de
perjudicar, promueve la riqueza y el comercio de todos sus vecinos, y un estado
puede difícilmente desarrollar su comercio e industria cuando todos los estados
que le rodean están hundidos en la ignorancia, la pobreza y la barbarie”.
Es
decir que la guerra no desaparecería de la faz de la tierra por la moral, sino
por el interés y el egoísmo humano consciente del terror del holocausto y a
través de las comunicaciones. Demás está
decir que la misma tecnología que hace a la riqueza de las naciones, las hace
más vulnerables. De qué le sirve a los propios Estados Unidos hacer desaparecer
de la faz de la tierra, ya fuera la Unión Soviética o a la China , cuando al menos la
mitad de su población se pierde en el
empeño. Pero más aún, cada vez existen menos naciones cuya riqueza no dependa
de su integración en la economía mundial. Eso quiere decir algo más. Si Japón
hoy se hundiese en el Océano Pacífico, una gran parte de la riqueza de otros
países y en particular de Estados Unidos desaparecería con el imperio del Sol
Naciente.
Debe
tenerse en cuenta, sin embargo, que esta realidad no ha sido construida sólo a
partir de hechos, sino que detrás de ella han estado las ideas que dieron paso
a lo que Popper denominara sociedad abierta. Ha sido el reconocimiento de los
intereses privados el que ha construido la riqueza que se sustenta en la
propiedad y el comercio. Ese mal llamado “materialismo” ha sido la fuente de
los mayores logros que han permitido satisfacer las necesidades de la gente
común. No sé en virtud de qué espiritualidad la guerra pudo haberse considerado
como un acto desinteresado y digno frente a la concupiscencia adscripta al
comercio. No hay que ir a las castas hindúes para encontrar en toda la historia
de la humanidad, la religión y la guerra como los paradigmas excelsos de la
virtud, en tanto que el comercio, las finanzas y el trabajo eran descalificados
por indignos. Fue sólo cuando se revirtieron estos principios, a partir del
pensamiento liberal, que ha sido posible alcanzar el estadio de civilización
que hoy disfruta una gran parte de la humanidad. Esto no quiere decir que en
función de la globalización han de desaparecer ni las identidades nacionales ni
las culturas. Pero sí que éstas habrán de adaptarse a los principios que
podríamos llamar de la civilización, si es que los pueblos pueden aspirar a
elevarse por sobre la pobreza. Y ése no es el modo de la generosidad, sino del
interés, no del reparto, sino de la creación. Ninguna cultura que intente
desconocer los principios de la civilización universal puede esperar alcanzar
los estadios de libertad y bienestar que gozan hoy los países industrializados.
Esos principios no son otros que el reconocimiento del derecho del hombre a la
búsqueda de la propia felicidad, a la vida, a la libertad y a la propiedad. Y
estos derechos individuales parten del reconocimiento de la naturaleza falible
del ser humano tanto en el orden moral como en el del conocimiento. De ahí la
necesidad de la limitación del poder político.
Mi
preocupación, entonces no surge del que otros países orientales o africanos
alcancen la riqueza que hoy parece patrimonio del Occidente industrializado y
Japón. El problema de Occidente está dentro del mismo Occidente. Curiosamente
el propio Bernstein, en su explicación de la nueva posición China, de hecho
reconoce el problema. Así dice: “La ironía en las relaciones chino-americanas
es que cuando China estaba bajo la féerula del maoísmo ideológico y proponía
tal ferocidad ideológica que los americanos creían que eran peligrosos y
amenazadores, era realmente un tigre de papel, débil virtualmente sin
influencia global. Ahora que China se ha liberado de la trampa del maoísmo y se
ha embarcado en un curso pragmático de desarrollo económico, y de comercio
global, parece menos amenazadora, pero de hecho está adquiriendo la posibilidad
de apoyar ambiciones globales y sus intereses con verdadero poder”.
Es
evidente que el poder surge en las propias palabras de Bernstein del
capitalismo que no es una faceta económica de la existencia, sino una
concepción ética que se implementa políticamente y produce la riqueza. El estar
bajo el umbral ideológico de Mao es precisamente la actitud opuesta que diluye
las motivaciones para la creación de riqueza en función de un deber ser
absoluto y fútil que significa la opresión y la inseguridad. El problema en
Occidente es precisamente que sus intelectuales descreen de ese mal llamado
sistema capitalista y en la medida que el estado se apodera de la economía se
cae, casi sin darse cuenta, en la trampa ideológica del maoísmo. Ahí reside el
peligro de que se cumpla el ciclo histórico y Occidente dé lugar a otra
civilización no distinta sino precisamente porque aprendió lo que Occidente
olvidara.
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