El golpe de Maduro
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Nicolás Maduro trató de dar el zarpazo definitivo contra la moribunda república de su país a finales de marzo, cuando el Tribunal Supremo de Justicia, que opera como su muñeco de ventrílocuo, anunció que asumiría las competencias de la Asamblea Nacional.
Tuvo que dar macha atrás, pero ahora vuelve a la carga. Ha anunciado la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente Comunal que será formada mediante un método corporativista. Todo en este anuncio –desde la convocatoria hasta la forma de elegir a los constituyentes— viola la Constitución del propio chavismo (artículos 5, 63, 347, 348, 349).
Maduro, sus aliados y Cuba, que juega un papel capital, entienden que la situación de zozobra social está desbordando la capacidad del gobierno de sostenerse. Por ello, acabar con la formalidad democrática –que tanto le sirvió al chavismo hasta hace poco— es una prioridad. Sólo si se logra la centralización definitiva del poder, piensa Maduro (el verbo es hiperbólico), tendrá la capacidad y legitimidad para establecer la dictadura definitiva y acabar con la oposición.
Chávez tuvo siempre el objetivo de hacer de Venezuela una segunda Cuba. Pero midió sus tiempos, en parte porque la resistencia de los venezolanos lo obligó a ello. Una manera de ver esto es constatar lo que ha sido la evolución de la constitución chavista.
Chávez llega al poder a finales de 1998 y convoca elecciones para una Asamblea Constituyente en 1999. Con abrumadora mayoría chavista, ella aprueba la nueva Constitución al año siguiente. A los pocos años Chávez pretendió reformarla sustancialmente: los instrumentos de centralización del poder no bastaban para el objetivo final.
Sus planes se vieron temporalmente frustrados cuando en 2007 su propuesta de reforma fue derrotada en un referéndum. Sin embargo, aplicó muchas de las reformas como si nada hubiera sucedido, es decir inconstitucionalmente. En 2009 volviño a convocar un referéndum constitucional. Quería hacer aprobar su reelección permanente.
La violación cotidiana de la Constitución continuó. Alcanzó un punto climático a la muerte de Chávez, en 2013. Debía sucederlo el Presidente de la Asamblea Nacional, pero Maduro se instaló en la Presidencia y convocó elecciones para dar un barniz de legitimidad a su cargo. Desde entonces, su asedio a la Constitución de 1999 ha sido sistemático. Cobró resonancia internacional cuando, electa en 2015 una Asamblea Nacional con mayoría opositora, utilizó al Tribunal Supremo de Justicia para anular todas las leyes y resoluciones emanadas de allí (hasta que trató, sin éxito, de que el TSJ asumiera formalmente las atribuciones de la Asamblea Nacional para acabar con la astracanada).
Eso de tener parlamentarios opositores con resonancia dentro y fuera del país se ha vuelto peligroso en un clima como el actual, pues el 80 por ciento de la población expresa su rechazo al régimen y apenas entre 15 y 17 por ciento lo respalda. En cualquier momento puede surgir, en semejante ambiente, un movimiento disidente dentro del chavismo, especialmente en el ejército, que acabe con Maduro.
Previniendo eso, el régimen huye hacia adelante con la convocatoria de una Asamblea Constituyente que será, en un cincuenta, por ciento elegida mediante organizaciones chavistas de base (“obreros, comunas, misiones, indígenas”) y, en otro cincuenta por ciento, mediante el voto en circunscripciones que diseñadas a escala municipal con un peso que dependerá de dónde esté concentrado el escaso apoyo popular que le va quedando al gobierno.
La oposición ha denunciado la farsa y convocado a una lucha permanente en las calles. Es difícil pronosticar el desenlace, pero la secuencia antes descrita no deja dudas acerca del objetivo totalitario de Maduro y de su desesperación por el peligro que corre.
 

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