La Segunda Guerra Mundial y el triunfo del keynesianismo
Robert Higgs
Robert Higgs es Asociado Senior en Política Económica en el Independent Institute y Editor General del journal trimestral del Instituto The Independent Review.


La guerra, todos lo dicen, es el infierno. Pero muchos estadounidenses realmente no creen este truismo, especialmente cuando la guerra en cuestión es la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, para los hombres que tuvieron que soportar los horrores del combate, la guerra fue terrible—tal cómo son terribles, los centenares de miles de ellos que no vivieron para contarlo. Pero la gran mayoría de los estadounidenses nunca experimentó el combate directamente. Ello era algo que acontecía “en ultramar,” y los censores del gobierno mantuvieron los informes de sus brutales realidades lejos del público.
Para muchos estadounidenses, en aquella época y desde entonces, la Segunda Guerra Mundial parecía ser una cosa buena, principalmente porque, como lo afirma la trillada expresión, “la guerra sacó a la economía de la Depresión” en la cual se encontraba empantanada por más de una década. Durante la Gran Depresión, mucha gente se encontraba desesperada acerca de si la economía volvería a operar otra vez satisfactoriamente. Entonces, la movilización para la guerra coincidió con lo que aparentaba ser un gran auge económico.
Para 1944, todos los indicadores usuales del bienestar económico señalaban que la economía gozaba de una prosperidad sin precedentes. Fundamentalmente, el índice oficial de desempleo había descendido a apenas el 1,2 por ciento—la tasa más baja jamás alcanzada hasta o desde entonces. Después de años de darle la espalda a quienes buscaban empleos calificados, los empleadores estaban trepándose a las ramas en busca de cuerpos calientes. Las cifras oficiales mostraban que el Producto Bruto Nacional (PBN), ajustado por inflación, se había incrementado un 70 por ciento desde 1939—más tarde las cifras del Departamento de Comercio revisarían el incremento en sentido ascendente, tornándolo a más del 90 por ciento.
Para los economistas que habían abrazado recientemente las ideas de John Maynard Keynes, expresadas en su Teoría General del Empleo, el Interés, y el Dinero (1936), la guerra parecía validar sus creencias. En la teoría de Keynes, en contraste con la visión previamente aceptada, una depresión económica podía continuar indefinidamente a menos que el gasto del gobierno, financiado por un déficit presupuestario, fuera suficientemente incrementado. El keynesianismo creía que los deficits federales de los años 30, nunca más de $3,5 mil millones por año, habían sido demasiado pequeños para sacar a la economía de los EE.UU. de su ciénaga. Los enormes déficits de la época de guerra, sin embargo, llegando tan alto como a los $55 mil millones en 1943, parecían haber logrado exactamente lo que Keynes había dicho que lograrían.
Desde entonces, la mayoría de los economistas, historiadores, y legos educados han aceptado la conclusión keynesiana. Parece obvio que la guerra consiguió sacar a la economía de la depresión, que creó una condición comúnmente denominada prosperidad del tiempo de guerra. ¿Cómo podría alguien sostener otra cosa? Nadie puede negar ciertamente que los déficit presupuestarios de los tiempos de guerra fueron inmensos—en términos de dólares de hoy día, ellos añadieron alrededor de $2,2 billones (trillones en Inglés) a la deuda nacional.
Las apariencias, sin embargo, pueden ser engañosas, y las correlaciones pueden ser espurias. La participación estadounidense en el acontecimiento más destructivo de todos los tiempos ¿tuvo realmente consecuencias económicas positivas?
Cuando algo luce como contradiciendo a la intuición, ayuda a menudo a reexaminar los términos en los cuales se expresa el rompecabezas. Éste es ciertamente el caso de la “prosperidad de los tiempos de guerra” de la Segunda Guerra Mundial. ¿En qué consistió esta condición?
Considere primero al mercado laboral. Aunque el desempleo virtualmente desapareció, la desaparición no se debió en nada a la política fiscal Keynesiana. En verdad, le debió todo al reclutamiento masivo. Entre 1940 y 1944, el número de personas desempleadas cayó en 4,62 millones, mientras que las fuerzas armadas se incrementaron en 10,87 millones. Por el período entero de la guerra, más de 10 millones de hombres fueron reclutados. El enorme reclutamiento forzoso—el número de reclutas era equivalente a casi el 20 por ciento de la fuerza laboral de la preguerra—redujo drásticamente el número de potenciales trabajadores y redujo las filas de los desocupados, y lo habría hecho con o sin el déficit presupuestario del gobierno. La correlación keynesiana es falsa.
¿Pero qué ocurre con el enorme incremento del rendimiento total de la economía? Resulta que esto no es nada más que un artilugio del sistema contable utilizado por el gobierno para llevar las cuentas del producto nacional. En el sistema oficial, el gasto en bienes y servicios militares es contabilizado como parte del valor del dólar del producto nacional, al igual que el gasto en bienes de consumo y en bienes de capital nuevos. Por lo tanto, cada dólar que el gobierno pagó por los servicios del personal militar o por la compra de acorazados, tanques, bombarderos, y otras municiones durante la guerra fue incluido en el PBN. Difícilmente sorprenda, entonces, que el PBN se elevara súbitamente a medida que el gobierno creaba una economía de comando ajustada para “la guerra total.”
Pero cuando examinamos el resto de PBN—la parte que consiste en el gasto en bienes de consumo civiles y en nuevos bienes de capital—encontramos que después de 1941 (ajustado según la inflación real en oposición a la inflación oficial), el mismo declinó durante dos años; y aunque se incrementó después de 1943, todavía se encontraba por debajo de su valor de 1941 cuando la guerra terminó. Por lo tanto, los años de guerra atestiguaron una reducción del producto real total destinado a los consumidores e inversores civiles—un grito alejado de la “prosperidad de las épocas de guerra.”
Mis estimaciones de los verdaderos gastos de consumo personal per cápita demuestran un patrón similar durante los primeros dos años de participación directa de los EE.UU. en la guerra, elevándose levemente durante los dos años siguientes, pero no lo suficientemente arriba como para borrar las declinaciones iniciales. Los historiadores que han hablado de un “carnaval de consumo” durante la guerra se encuentran simplemente confundidos.
Muchos aspectos del bienestar económico se deterioraron durante la guerra. El derecho de prioridad sobre el transporte público por parte del ejército interfirió con los viajes interurbanos de los civiles, y el racionamiento de neumáticos y de gasolina dificultó los viajes hasta sus empleos de muchos trabajadores. Más trabajadores tuvieron que trabajar en la noche. La tasa de accidentes laborales aumentó substancialmente a medida que los principiantes substituían a los trabajadores experimentados y la rotación laboral se incrementaba. El gobierno prohibió prácticamente toda la construcción no militar, y las viviendas se volvieron extremadamente escasas e insuficientemente mantenidas en muchos lugares, especialmente allí donde la producción para la guerra había sido ampliada al máximo. Los controles de precios y el racionamiento implicaban que los consumidores tenían que pasar muchas horas formando filas o buscando vendedores que quisieran vender sus mercancías a los precios controlados. La calidad de muchos productos se deterioró, a medida que los vendedores a quienes se les había prohibido subir los precios, se ajustaron a las demandas crecientes vendiendo mercancías de una calidad más baja a los precios controlados.
Después de que la guerra concluyera a finales del verano de 1945, un genuino milagro económico ocurrió durante los siguientes dos años. Más de 10 millones de hombres fueron liberados de las fuerzas armadas. La industria, la que había estado ocupada en gran parte en producir bienes para la guerra de 1942 a 1945, retornó a la producción de bienes civiles. El enorme déficit presupuestario del gobierno desapareció, y durante los ejercicios fiscales de 1947-1949, el presupuesto federal tenía realmente un pequeño superávit. Todavía, a pesar de los temores y de las advertencias de los economistas keynesianos de que tales acontecimientos hundirían a la economía nuevamente dentro de la depresión, la producción civil creció, aumentando en casi un 27 por ciento de 1945 a 1946, y la tasa de desempleo nunca excedió el 4 por ciento hasta la recesión de 1949. Porqué la economía se comportó tan exitosamente durante la reconversión es un misterio económico al que algunos economistas, incluyendo a quien esto escribe, recientemente han comenzado a intentar comprenderlo mejor.
La corriente principal de pensamiento en la profesión de la economía, sin embargo, nunca hizo frente a las contradicciones entre su teoría keynesiana y los acontecimientos de la reconversión. Según esta teoría, el enorme cambio total del presupuesto federal—de un déficit igual al 25 por ciento del PBN durante 1943-1945 a un superávit durante 1947-1949—debería haber llevado a la economía a un colapso. No lo hizo, lo cual refuta la teoría. No haciendo caso a este hecho embarazoso, los keynesianos continuaron mencionando el “auge” de la guerra como una demostración definitiva de lo acertado de su teoría. Reflejando la sabiduría convencional, uno de los libros de texto principales en la historia económica de los EE.UU. dio a su capítulo sobre la Segunda Guerra Mundial el título de “La prosperidad de la Guerra: El Mensaje Keynesiano Ilustrado.”
La lección era falsa pero, para los políticos y ciertas otras personas, inmensamente útil. Durante décadas, las secretarías de defensa ayudaron a justificar sus gigantescas peticiones presupuestarias afirmando que los altos niveles del gasto para la defensa serían “buenos para la economía” y que el reducir las erogaciones para la defensa provocaría recesión. Tan común se convirtió este argumento que los críticos Marxistas le dieron el acertado nombre de keynesianismo militar. Tanto en la izquierda como en la derecha, la gente creía que el gasto militar enorme apuntaló a una economía que, careciendo de esta ayuda, colapsaría en la depresión. Tal pensamiento jugó un papel importante en el proceso político que dirigió hacia los gastos de defensa unos $10 billones (trillion en inglés) de dólares (en poder adquisitivo de hoy día) entre 1948 y 1990.
El keynesianismo militar fue siempre una teoría intelectualmente en bancarrota. Como he demostrado precedentemente, la misma no fue probada por los acontecimientos de los años de guerra; todo lo que esos acontecimientos probaron fue que una economía de comando puede, al menos por un rato, mantener a todos ocupados fabricando municiones y empleándolas para demoler a los enemigos de la nación. Pero la producción de municiones se encontraba lejos de ser gratuita. Exigía costos de oportunidad enormes, aún cuando parte de ella podía ser alcanzada simplemente empleando a los trabajadores y al capital que habían estado ociosos antes de la guerra. Durante la Guerra Fría, sin embargo, la nación tenía muy pocos recursos desempleados para destinar a la producción de bienes para la defensa, y la utilización de parte de los recursos para este propósito significó que los bienes civiles que esos recursos podrían haber producido de otra manera, tuvieron que ser sacrificados.
La economía keynesiana descansa sobre la presunción de que el gasto del gobierno, ya sea para municiones o para otras mercancías, crea una adición a la demanda agregada de la economía, lo cual trae aparejado empleos y otros recursos que de otra forma seguirían permaneciendo ociosos. La economía consigue no solamente la producción adicional ocasionada por el uso de esos recursos sino aún más producción vía un “efecto multiplicador.” Por lo tanto los keynesianos afirman que aún el gasto gubernamental para emplear a personas que caven fosas en la tierra para luego rellenarlas otra vez, tiene efectos beneficiosos; aunque los escavadores no crean nada de valor, el efecto multiplicador es puesto en movimiento a medida que ellos gasten su ingreso recientemente adquirido en los bienes de consumo recientemente producidos por otros.
Tal teorización nunca hizo frente directamente a la razón subyacente de la ociosidad inicial del trabajo y de otros recursos. Si los trabajadores desean trabajar pero no pueden encontrar un empleador que desee emplearlos, es porque no están dispuestos a trabajar a un salario que haga que su contratación sea valiosa para el empleador. El desempleo aparece cuando el nivel salarial es demasiado alto para “limpiar el mercado.” Los Keynesianos inventaron extrañas razones por las cuales el mercado laboral no se “limpiaba” durante la Gran Depresión y entonces continuaban aceptando tales razonamientos mucho después de que la depresión se hubiese decolorado en la historia. Pero cuando los mercados laborales no se han “limpiado”, tanto durante los años 30 como en otras ocasiones, las causas puede ser encontradas generalmente en las políticas gubernamentales—como la Ley de recuperación de la Industria Nacional de 1933, la Ley Nacional de las Relaciones Laborales de 1935, y la Ley de los Estándares Laborales Justos de 1938, entre muchas otras—que obstruyen la operación normal del mercado laboral.
Así pues, las políticas del gobierno crearon un alto desempleo sostenido, y los keynesianos culparon al mercado. Los keynesianos entonces le adjudicaron a los déficits gubernamentales de los tiempos de guerra el sacar a la economía fuera de la Gran Depresión y continuaron apoyando los gastos en defensa para prevenir otro colapso económico. De esta manera, la economía sana fue substituida por ideas económicas agradables a los políticos del despilfarro, a los contratistas de la defensa, a los sindicatos, y a los economistas de la izquierda-liberal.
Cuánto mejor habría sido si la sabiduría de Ludwig von Mises hubiese ganado los corazones. En Nación, Estado, y Economía (1919), Mises dijo, “La prosperidad de la guerra es como la prosperidad que proviene de un terremoto o de una plaga.” La analogía era válida en la Primera Guerra Mundial, en la Segunda Guerra Mundial, y durante la Guerra Fría. Sigue siendo válida en la actualidad.

Traducido por Gabriel Gasave
 

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