Elecciones, cuarto oscuro, partidos políticos y políticos

Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
Las elecciones son el momento más
importante de la vida cívica de un país. Es el instante en el que se definen
las políticas y los intérpretes que conducirán los destinos de una nación. Y
hemos transformado ese momento casi sagrado en una romería.
Las condiciones necesarias, para una
selección a conciencia de nuestros gobernantes en el momento de sufragar, son
la racionalidad y la libertad. Ambas cualidades no se ejercen en nuestra
sociedad, más bien han sido reemplazadas por el estómago y el exitismo.
Esta sustitución de los parámetros sobre
los que definimos nuestra selección, el pasar de principios superiores a otros
rústicos, nos hace descender al estado animal, infrahumano. Y vuelta otra vez a
este tema.
Me declaro culpable del delito de
reincidencia, de ser cargoso y monotemático; pero todos los análisis me llevan
al mismo punto, a la cultura de la incultura.
La democracia y sobre todo su expresión
más conocida, el voto, se ha transformado en un negocio. Ha pasado a ser un
hecho comercial en el que se combina la venta de voluntades con el
merchandising triunfalista de tener el distintivo del vencedor, sin importar
los contenidos de su propuesta.
Este retroceso en espiral, esta caída
que parece no tener fin si lo tiene, termina en el “0”, en la nada, en un
estado similar al de la sociedad previa a la revolución francesa y la
declaración de los derechos del ciudadano.
Al respecto, nuestra ceguera es la del
peor tipo, es la ceguera del que no quiere ver, del que busca pretextos para
justificarse, del que fabula con enemigos imaginarios e incrimina a terceros
como conspiradores y responsables de nuestro fracaso, sin asumir nuestra cuota
parte de culpa.
Responsabilizamos a los gobernantes por
su inoperancia y los acusamos de corruptos, sin vislumbrar que son el fruto de
nuestra comunidad; el peral da peras nunca dará manzanas.
Quienes nos comandan son la expresión
superlativa de nuestra sociedad, por ello no son puros ni inmaculados. La
actitud y la estrategia que utilizan para relacionarse con el pueblo y
mantenerlo aletargado no es nueva, fue utilizada en forma reiterada a lo largo
de la historia y fue inmortalizada por el poeta Juvenal, quien describió en el
siglo I el accionar de los emperadores romanos con la célebre frase: “al pueblo pan y circo” y es eso
precisamente lo que estamos recibiendo.
Ahora bien, hay características que son
indispensables para que esta degradación que padecemos sea posible; por un lado
que el gobernante tenga un poder paternalista, casi omnímodo sobre la
población, impropio de una democracia; y por el otro que la ciudadanía ceda sus
derechos, que venda su libertad al mejor postor.
Son tan culpables quienes compran
voluntades como quienes la venden. Si la población no despreciara y desdeñara
su libertad y la posibilidad de decidir su futuro a favor de una posición
pasiva, expectante, de mantenido; no habría, de parte de los dirigentes, oferta
suficiente para seducirla.
Decía Mariano Moreno: “prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila”
(parafraseando un adagio latino que se le atribuye a un virtuoso Palatino de la
Dieta de Polonia: malo periculosam libertatem quam quietum servitium, y que fue
utilizado previamente por Rousseau y por Jefferson). Este pensamiento de uno de
los ideólogos y promotores más importantes de la revolución de Mayo de 1810 es
precisamente la antípoda del pensamiento argentino, es la antítesis de la meta
que anhela el común denominador de nuestra comunidad.
Este tráfico de votos e intereses que
existe desde siempre en nuestro país, se ha acentuado en los últimos años.
Hasta hace unas décadas, la clase media argentina, que era muy numerosa, no
entraba en este juego y votaba siguiendo principios, consignas, propuestas o,
al menos, al político que, a su leal saber y entender, le transmitía una imagen
de decencia y que consideraba la mejor opción de gobierno. Hoy, gran parte de
este estrato social ha sucumbido a la tentación de ceder su soberanía personal
a favor de una seductora y modesta seguridad laboral y de esporádicas alegrías
circenses.
Por otra parte, somos eminentemente
personalistas y este modo de ver la política es bastante impropia de una
república, mucho más cercana a una monarquía. Podríamos especular que esto es
un resabio de nuestra época de virreinato.
Ya desde antes de ser electo para algún
cargo, la imagen del caudillo es tan fuerte que se confunde con algún ideario.
Peronista, Alfonsinista, Menemista, Kirchnerista, Macrista entre otras, son
posiciones que adopta la población tras una figura carismática. Los habitantes
de nuestro país son devotos del mítico dios de turno, ese dios de nuestra
politiquería barata e instantánea que es en realidad un pagano en el mundo de
la alta política.
Rodeando a estas deidades están los
sacerdotes de este credo, un puñado de acomodaticios genuflexos que lucran con
la explotación del ritual que rodea al político. Además encontramos una caterva
de mártires, confiados y fieles corderos que se entregan al holocausto y se
inmolan tras vacías promesas de un utópico edén falaz. Incautos adeptos que
esperan una solución casi mesiánica de sus problemas, basada en la
improvisación a la que llamamos pragmatismo y elogiamos como “la” condición
indispensable para ser gobernante.
Tenemos muy poco claro qué son las
ideologías políticas y cómo alcanzar la organización de partidos políticos de
acuerdo a lineamientos doctrinarios. Los dos partidos más convocantes de la
Argentina son en realidad movimientos políticos que han aunado voluntades tras
una reivindicación, pero que se agotan en esa meta.
Puede que el fin que los ha reunido sea
loable, pero de ninguna manera alcanza para definir políticas de estado que nos
conviertan en un país previsible y digno de confianza.
Por eso vemos que tanto en el
radicalismo como en el peronismo conviven personas de diversas ideologías,
incluso antagónicas.
Esta caótica realidad transforma en una
misión imposible alcanzar una coherencia programática dentro de sus filas. Para
colmo, reina tal confusión de conceptos, que creemos que esto está muy bien,
que es muy sano y democrático; esta situación, llena de ambigüedades y que
presenta como única certeza la absoluta ausencia de certeza alguna, sólo
conduce a la anarquía, la improvisación y al caos.
Al momento de emitir el voto, no nos importa
quienes acompañan al que encabeza una lista; dentro del tropel de parásitos que
ingresan colgados del nombre del personaje que emperifolla la papeleta, abundan
los sumisos siervos, aduladores que sólo saben decir si y obedecer ciegamente
al cabecilla. Lo mismo sucede con los cargos del poder ejecutivo, ¿alguien
recuerda a los vicepresidentes, o a los vicegobernadores?, por supuesto que no.
No nos interesa quién rodea a quien detenta el poder, los ministros no son
verdaderos asesores ni conforman un equipo de trabajo homogéneo, son simples
lacayos oportunistas.
En lo que concierne a los fundamentos en
los que se basa el argentino para elegir a un candidato en el cuarto oscuro,
vemos que por lo general son impropios o al menos insuficientes. El primer descarte
que realiza es el de desechar a aquellos políticos que no tienen posibilidades
de ganar, como si estuviese jugando a la ruleta en el casino; incluso considera
que seleccionar a quien seguro va a perder es “desperdiciar un voto”. Para él
lo importante es ponerle las fichas al ganador, no el respaldar los ideales
propios.
Otra de las premisas por las que se
eligen a los candidatos es por “ser
honesto”. Esta condición moral, que
es indispensable y debería ser común a todos los postulantes, en modo alguno
debe definir una selección; es como si eligiese a quien que va a practicarme
una cirugía sólo por ser una buena persona, sin tener en cuenta si ha estudiado
medicina o si es un arquitecto.
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