La VIII Cumbre de las Américas
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Antes de que los
lectores bostecen leyendo el título de esta entrega, hago la siguiente
advertencia: el verdadero problema de la próxima Cumbre de las Américas, que se
realizará en Lima a mediados de abril no es que vaya a ser aburrida sino
exactamente lo contrario. Mientras más divertida una cita de presidentes, y
ésta amenaza con serlo, mucho peor. El ideal -al que sólo llegaremos una vez
alcanzada la súper civilización- es que no sean necesarias las cumbres
presidenciales o que sean tan aburridas que los medios de comunicación no
manden enviados especiales.
Pues
bien: ya hay despelote, quilombo, o como queramos llamarlo, en relación con la
reunión de abril, y eso que todavía faltan algunas semanas para que empiece.
Los problemas son los mismos que han afectado las Cumbres de las Américas desde
su inicio, en 1994. Primero, la existencia de dictaduras, o semidictaduras, en
la región, y por tanto de un debate interminable acerca de si deben ser
invitadas o excluidas a la reunión.
Segundo,
la existencia de visiones acomplejadas frente a Estados Unidos y, a veces,
incluso frente a otras democracias de América Latina, y por tanto de otro
debate interminable, esta vez acerca de qué debe discutirse realmente en la
cumbre, independientemente del título de la convocatoria.
Ahora, todo gira en
torno a Venezuela, al que el Perú, país anfitrión de la próxima Cumbre de las
Américas, cometió el error de invitar originalmente para tener que desinvitarlo
después (esto último, en consonancia con el resto de países del Grupo de Lima,
que ahora son 14). Nicolás Maduro ha dicho, probablemente fanfarroneando, que
acudirá “así llueva, truene o relampaguee” y los sospechosos habituales, es
decir los otros miembros del cada vez más reducido grupo del Alba, han
protestado en solidaridad con él. Extrañamente, lo ha hecho también Ecuador,
cuyo Presidente hoy se aleja a pasos agigantados del correísmo y por tanto del
chavismo, pero cuya vicepresidenta parece estar tardando en leer el “memo”.
El
circo de declaraciones cruzadas en torno a esto ya ha convertido la reunión en
una fuente de entretenimiento, precisamente lo que no debería ser la política
latinoamericana si quiere alcanzar su mayoría de edad.
Alimenta
la dimensión circense de esta discusión el que Lima haya invitado a Cuba a la misma
Cumbre de las Américas de la que desinvitó a Venezuela. Cuba es una dictadura
desde hace casi 60 años y su participación en la metamorfosis de Venezuela en
otro régimen dictatorial está minuciosa y humillantemente documentada. ¿Bajo
qué parámetros morales o diplomáticos se puede usar el argumento democrático
para invitar a una dictadura y no a la otra?
Recordemos
que Cuba no participó en las Cumbres de las Américas hasta 2015, cuando la
presión de los aliados de La Habana forzó a Panamá, país anfitrión de aquella
cita, a extenderle la alfombra roja al régimen castrista.
Desde
la primera Cumbre de las Américas, invitar o no a Cuba había sido materia de
una polémica vociferante. Aquella distracción había convertido en “divertida”
cada una de estas reuniones presidenciales, ocurridas desde 1994 cada tres o
cuatro años, según el caso. La ausencia de una claridad principista en el
hemisferio -o, lo que es lo mismo, la proliferación de regímenes populistas
autoritarios aliados de Cuba y de democracias intimidadas por esos gobiernos-
impidió zanjar la discusión con claridad y de forma definitiva. Ocurre lo mismo
hoy, al invitar el Perú a la dictadura cubana a una reunión de la que debería
estar excluida si se tiene respeto por lo que se supone que es la Cumbre de las
Américas (basta leer los documentos originales y la literatura del propio
Sistema Interamericano, que a través de la OEA es quien se ocupa de organizarlo
todo con el país anfitrión).
Esta
contradicción tendrá consecuencias prácticas, pues Cuba y los demás harán
campaña por Venezuela desde el propio Perú. No puede excluirse que monten algo
así como una cumbre presidencial paralela, como hicieron los gobiernos
populistas en 2005 con ocasión de la reunión de Mar del Plata.
El
otro factor de entretenimiento es, como apuntaba, la existencia de un grupo de
países que tienen una visión tercermundista de las relaciones hemisféricas (en
el sentido que daba el pensador Carlos Rangel a la expresión “tercermundismo”).
Recordemos, a propósito de la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, que fue
allí donde naufragó el único proyecto de integración serio a escala continental
que ha existido desde que se intentó crear una unión aduanera durante la
Conferencia Panamericana de Washington de 1889. Me refiero al Área de Libre
Comercio de las Américas (Alca).
Esta
iniciativa dominó la primera Cumbre de las Américas, luego se enfrió un poco en
la segunda, que tuvo su sede en Chile, pero recuperó mucha fuerza en la
tercera, realizada en Quebec, a tal punto que en una posterior reunión
negociadora llevada a cabo en Miami se acordó definitivamente que la Cumbre de
las Américas de Mar del Plata, en 2005, sería el punto de partida oficial de
este proyecto hemisférico. ¿Y qué sucedió? Lo previsible: la cumbre se volvió
entretenida. Es decir: Lula da Silva, Néstor Kirchner, Hugo Chávez y compañía
(“compañía” que incluyó al siempre fosforescente Diego Armando Maradona, por
supuesto) se cargaron olímpicamente el Alca. Por eso, varios latinoamericanos
optaron por tratados bilaterales con Washington en años posteriores (hasta
entonces sólo México, a través del “Nafta”, y Chile, que lo había logrado un
año antes, lo tenían).
Por
tanto, puede decirse que entre 1994 y 2005, a pesar de las distracciones
demagógicas y payasadas vistosas que entorpecieron la preparación y el
desarrollo de cada una de estas citas, las Cumbres de las Américas tuvieron
algo importante: una visión. Detrás de esa visión, había, además, un gran
proyecto. Podemos discutir los detalles de esa integración, pero lo que no
admite discusión es que existía una idea de largo plazo y que ella reposaba
sobre la eliminación de barreras y obstáculos al libre intercambio (con la
excepción de los impedimentos a la libre circulación de personas al estilo de
la Unión Europea, pero ese es otro asunto).
¿Qué
ha pasado desde 2005? Esencialmente, nada. Detrás de los títulos de las
convocatorias y de la retórica de esas reuniones no se ha percibido una gran
idea, proyecto o ambición. Es deplorable que así haya sido y en cierta forma la
responsabilidad es de los latinoamericanos antes que de Estados Unidos o
Canadá.
El
Alca fue originalmente una iniciativa estadounidense (aunque se le atribuye a
Bill Clinton por haber sido el anfitrión de la primera Cumbre de las Américas,
lo cierto es que la idea nació en tiempos de Bush padre). Una vez que los
latinoamericanos permitieron que una minoría de países populistas le impusieran
a toda la región su negativa proteccionista y “antiimperialista”, Washington
perdió interés en estas reuniones y no volvió a tomar iniciativas globales; se
limitó a asuntos puntuales que forman parte de la inercia de su política
exterior en relación con el hemisferio.
América
Latina se había pasado un siglo quejándose de Estados Unidos, ya fuera del
intervencionismo inaugurado tras la guerra de 1898 (excluyo todo el siglo XIX
por tratarse de una “era” hemisférica distinta) o de la condescendencia de la
Política del Buen Vecino y la Alianza para el Progreso (a las que se había
visto como estratagemas para frenar el nazismo, primero, y el comunismo,
después, mediante políticas asistencialistas). Y resulta que cuando Washington
por fin dejó atrás oficialmente sus viejos instintos en relación con América
Latina y planteó un proyecto común de países adultos, los latinoamericanos desperdiciaron
la oportunidad de dar un vuelco a su relación con Estados Unidos y los nexos
entre sí. Tuvieron que pasar años para que iniciativas limitadas, como la
Alianza del Pacífico, vieran la luz y se convirtieran en bolsones de
integración creíble dentro de una región que todavía está rezagada en
comparación con otras en materia de visión de conjunto. Otras iniciativas, en
cambio, fueron de mal en peor, como ya sabemos, porque estaban aquejadas del
mismo mal que había impedido dar el salto a la integración hemisférica. Quizá
ninguna simbolizó ese fracaso mejor que el Mercosur.
Pedirle
a la VIII Cumbre de las Américas un nuevo punto de inflexión, pero esta vez de
signo contrario al que se dio en Mar del Plata en 2005, es pedirle limosna a un
mendigo. No hay hoy en Washington una gran visión de las relaciones
hemisféricas, ni existe a estas alturas todavía en América Latina una idea
clara de cómo compaginar a los países del hemisferio dentro de un gran proyecto
común. Además, el factor entretenimiento, como ya se ha visto con el guirigay
montado alrededor de la participación o no de Venezuela, amenaza con opacarlo
todo, en parte porque ese circo llena el vacío de iniciativas ambiciosas y deja
a todos contentos. Para el anfitrión de la cumbre, Pedro Pablo Kuczynski, por
ejemplo, la reunión tiene un objetivo estrictamente interno de corto plazo:
evitar una nueva iniciativa opositora para destituirlo, en vista de lo ocurrido
desde la anterior (su pacto con Alberto Fujimori y nuevos indicios de que no
supo establecer una barrera firme entre el Estado y los negocios a lo largo de
la última década y media). En ese sentido, mientras más domine Venezuela la
reunión, mejor para él, pues puede embanderarse en la causa democrática para
darse un barniz internacional con repercusión interna. Otros mandatarios, como
Juan Manuel Santos, también tienen problemas internos y arrastran una
impopularidad que hace peligrar su legado en comicios presidenciales muy
cercanos. Y
así sucesivamente.
No
puede descartarse que Donald Trump decida no asistir a la reunión. Su presencia
no está del todo confirmada en Washington aunque en Lima se diga que sí. La
presencia de un mandatario estadounidense es siempre un pretexto para las
jeremiadas de varios gobiernos latinoamericanos, pero en este caso se presta
mucho más que en otros anteriores. Por tanto, uno se pregunta si, a pesar de
que la ausencia de un mandatario estadounidense en una cita como ésta quitaría
peso a la reunión, no sería mejor que lo representara el vicepresidente o el secretario
de Estado. No evitaría la demagogia, pero acaso sí su intensidad.
Ha
pasado un cuarto de siglo desde que se convocó la primera Cumbre de las
Américas. Nadie puede seriamente decir que desde entonces hasta hoy esas
reuniones que se iniciaron con una idea generosa y moderna han hecho avanzar la
causa del progreso en el hemisferio. El progreso que ha tenido lugar desde
entonces ha ocurrido a un costado, y a veces a espaldas, de ellas.
Publicado en La Tercera.
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