La tragedia del déficit

Gustavo Alberto Douglas Vives
Economista.
La Argentina de los últimos cuarenta años se
ha encontrado signada por un ciclo de recurrentes crisis económicas. El
Rodrigazo, la tablita de Martínez de Hoz, la hiperinflación y la salida de la
convertibilidad, son el mote popular que recuerdan esos traumáticos
episodios. El elemento en común de todo ese periodo de tiempo han sido los
elevados déficits en los que han terminado incurriendo cada uno de los
diferentes gobiernos. Luego de más de cuatro décadas de ejercer similar
política y pese a todo lo declamado, el resultado es desalentador: el país
se encuentra lejos del desarrollo económico y de la reducción de la pobreza.
¿No habrá llegado la hora de intentar un giro de ciento ochenta grados?
Hasta ahora todo debate sobre el déficit ha quedado
limitado al análisis de corto plazo, reducido al tema de su financiación y
encorsetado por lo políticamente correcto. Orientarlo exclusivamente al costo
social de corto plazo, logrando así estigmatizar toda crítica, ha resultado una
forma muy eficaz de preservar la política de gasto.
Cada crisis ha dado lugar al reciclado de la fuente
de financiación del déficit, oscilando desde el endeudamiento externo a su
monetización. Ese obligado cambio explica el nomadismo ideológico que ha presentado
la clase política. Así un día el default es aplaudido con patriótico
entusiasmo y tiempo después los mismos actores celebran el pago de la deuda.
Por lo visto todo gasto bien vale un cambio de principios.
Superar el demagógico enfoque cortoplacista y analizar
las consecuencias de largo plazo de la política deficitaria, puede resultar ser
un primer paso a fin de terminar con esta larga decadencia.
Alcanzar un desarrollo económico sustentable
implica la necesidad de invertir, eso es innegable, pero ¿cualquier tipo de
inversión resulta igualmente útil a tal fin? Para poder contestar esta pregunta
habrá antes que aprehender lo que es una estructura de capital. La misma debe
ser entendida como un complejo entramado de
etapas interrelacionadas entre sí, constituidas por numerosos bienes de capital
no homogéneos que actúan conjuntamente con una mano de obra heterogénea y con
los recursos naturales. La típica imagen de un producto saliendo en forma
continua al final de la línea de producción es engañosa ya que oculta el tiempo
que ha sido necesario para desarrollar las diferentes etapas que requiere su
fabricación.
Cada decisión de invertir
implica optar entre diferentes procesos productivos a fin de
obtener en un mayor o menor plazo de tiempo, el bien o servicio final de
consumo (por ejemplo, un aserradero está más alejado que la fábrica de lápices
y ésta a su vez más que la librería, respecto al bien de consumo “lápiz”).
Cuanto mayor sea el número de etapas más alejadas del consumo, la estructura de
capital será más capital intensiva, más productiva y de mayor competitividad.
El mayor tiempo que debe transcurrir antes de poder
comprobar la rentabilidad de una inversión más alejada del consumo (el
aserradero), da lugar a una mayor probabilidad de que el déficit termine
provocando una nueva crisis. En Argentina estas crisis se
han dado cada diez años, aproximadamente. Toda crisis ha llevado a un
cambio de las “reglas del juego”. Impuestos a la exportación, a la
importación, subsidios, privatizaciones, estatizaciones, congelamientos de
precios y tarifas, suba de tarifas, corralitos, confiscaciones, cepos, cupos,
tipos de cambios diferenciales, devaluaciones, etc., son ejemplos de estos
cambios.
El empresario invierte con la mirada puesta en el
futuro, pero lo hace con ojos de historiador. Tiene presente los cambios en las
reglas del juego que se han producido en el pasado y sabe que los
mismos pueden convertir los beneficios esperados en importantes pérdidas. Por
lo tanto, resulta razonable inferir que un elevado déficit, vía las
expectativas que genera, haga que las decisiones de inversión vayan conformando
una estructura más orientada al consumo de corto plazo (la fábrica de lápices o
la librería); lo que permitiría obtener ganancias antes que el déficit se
torne insostenible y termine provocando el cambio de las reglas del juego. Esto
genera una estructura de capital con un mayor número de etapas más cercanas al
consumo, menos capital intensiva, de menor productividad, con menos bienes de
consumo disponibles a largo plazo y por lo tanto de menores salarios reales.
El análisis basado en los agregados macroeconómicos
donde la estructura de capital se representa como una suerte de “caja negra”,
es lo que impide comprender que son las decisiones individuales de inversión las
que dan forma a esa compleja red de planes de producción; y que el
desarrollo sustentable de un país depende más de esas micro decisiones que de
sus recursos naturales. Por eso ningún país está “condenado al éxito” y menos
aun si sus gobernantes no tiene una visión a largo plazo. Pero el político, a
diferencia del estadista, actúa para el corto plazo; su horizonte de
planeamiento queda acotado por la próxima elección. Sabe que su éxito político
es más probable fomentando el consumo. Suena en sus oídos la enseñanza de
Keynes: ¡el ahorro tiene un efecto perverso! Una “teoría particular” del
desequilibrio, respaldada fanáticamente por todos aquellos que del despilfarro
público piensan obtener alguna ventaja personal (un buen sueldo, subsidio u
otra prebenda) es el apoyo intelectual del político. Una teoría fundamentada en
el trabajo y en lo macro que deja de lado la real complejidad de la estructura
de capital y al individuo, ha permitido justificar esas políticas de gasto que
sólo han conducido a reducir el stock de bienes de capital y recursos (la
reducción del stock de bovinos y la crisis energética, son claros ejemplos de
esto) o provocar la escasez de un factor de producción en relación con otro
imprescindiblemente complementario (los famosos “cuellos de botella”
estructuralistas).
Reducir el gasto y restaurar la responsabilidad
fiscal, puede ser entonces una condición necesaria aunque no suficiente para
generar una estructura más productiva, sustentable en el tiempo y poder poner
fin a la decadencia económica de las últimas décadas. Tal posibilidad no debe
ser sólo tomada como una insensible “receta neoliberal”. Más insensibles han
sido esas políticas “populistas” sostenidas por un creciente gasto público que
solo han sacrificado el futuro en nombre de un presente muy efímero. El
progresivo deterioro económico y social ha demostrado ser un motivo
insuficiente para lograr cambiar este tipo de política dado que, a diferencia
de las consecuencias de una crisis, la lenta declinación del nivel de vida es
más imperceptible; por lo que una gran mayoría ha continuado subyugada con
la conveniente idea que el desarrollo es una consecuencia del mayor consumo.
Sólo bajo ciertas circunstancias (desocupación y capacidad ociosa instalada),
las magnitudes consumo e inversión se mueven en la misma dirección en forma
ascendente; pero el largo plazo siempre termina invalidando la sumisión de
la oferta a la demanda.
Mientras los ciudadanos continúen engañados, los
políticos seguirán proponiendo el reemplazo gatopardista de la fuente de
financiación para superar la crisis y continuarán aprovechándose de
los fondos públicos a fin de mantenerse en el poder;
demostrando así haber sólo sido eficientes en la creación de pobreza
ajena.
Esta es la tragedia del déficit.
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