Colombia ante las urnas

Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Las elecciones de hoy
en Colombia, país de 50 millones de habitantes y un producto bruto cercano a
los 300 mil millones de dólares, revisten una importancia capital para la
democracia liberal latinoamericana. A ese país le ha tocado un destino
geográfico, institucional, ideológico y político que lo coloca en la línea del
frente, como se dice en las batallas. La línea del frente en la pugna entre
civilización y barbarie, para usar la idea de Sarmiento.
La libertad ha tenido
distintos adversarios en América Latina, algunos a la derecha y otros a la
izquierda. Colombia, lugar de guerras civiles en los dos siglos republicanos,
también. De un tiempo a esta parte la principal amenaza, la más organizada y poderosa,
ha sido el populismo autoritario. Desde comienzos del siglo XXI, todos los
populismos, pero especialmente el chavista, han hecho lo indecible para socavar
la democracia colombiana, una democracia que logró sobrevivir incólume, no lo
olvidemos, a la década infausta de las dictaduras militares de derecha en los
años 70 y que desde Rojas Pinilla hasta la nueva centuria fue capaz, en parte
gracias a su estabilidad institucional, de progresar económicamente. Progresar
menos de lo que quisieran los colombianos y menos que otras zonas emergentes
del mundo, pero más que varios países latinoamericanos. Por eso, el populismo
chavista intentó inocularle el virus de la antidemocracia y contagiarle la
barbarie desde el primer día.
Tenía para ello un
aliado precioso: el terrorismo marxista, convertido, por necesidades
financieras, en una vasta organización narcotraficante, además de un
organizadísimo Ejército comunista (otros grupos menores contribuían a darle a
Colombia mucho atractivo desde el punto de vista de los objetivos
autoritarios). Como ocurre siempre, las Farc tenían, además de aliados
extranjeros, compañeros de ruta locales y adversarios blandos que habían
sucumbido al derrotismo y el apaciguamiento, y en la práctica facilitaban, sin
proponérselo, la estrategia totalitaria de los guerrilleros marxistas.
Colombia respondió. Lo
hizo de dos formas, como suele ocurrir. Una, clandestina, ilegal, fue la del
paramilitarismo de derecha y un sector militar que cometieron los atropellos
que las Farc querían que cometiera el Estado para deslegitimar la democracia.
La otra, legal y democrática, contó con un gran respaldo civil y un liderazgo
decidido que logró, en pocos años, lo que parecía imposible: infligir a las
Farc derrota tras derrota, hasta dejarlas gravemente heridas. Álvaro Uribe, uno
de los más controvertidos líderes latinoamericanos, fue la cabeza de esa
respuesta. Seamos justos con él: sin Uribe, las Farc seguirían adueñadas de
gran parte del territorio, llenando de sangre y odio el país, y aterrorizando a
los colombianos. Logró desactivar a los paramilitares y dejó el poder cuando
los tribunales le negaron la posibilidad de una nueva reelección.
Las Farc quedaron muy
heridas, pero no muertas. De allí que Juan Manuel Santos, que había sido
ministro de Defensa de Uribe, intuyera que había lugar para una negociación con
el enemigo. Ante la imposibilidad de derrotar militarmente del todo a las Farc,
era poco menos que inevitable intentar la negociación. Ella logró un objetivo
importante: poner fin a la guerra contra Colombia. Pero lo hizo a un alto precio.
Demasiado alto para una mayoría de colombianos. La llamada Justicia
Transicional -inspirada en el derecho internacional y varios precedentes en el
mundo- y la participación política de los terroristas fueron las principales
concesiones que hizo el Estado de Santos. Para muchos colombianos, la impunidad
que esto garantizaba a antiguos asesinos o secuestradores, y el poder político
que se les confería sin tener que ganárselo en las urnas ni haber pagado un
costo civil previo, era moralmente inaceptable. El país se partió en dos; el
encono continúa desde entonces. Lo ha agravado la mediocrización de la economía
(en parte por razones domésticas y en parte internacionales) y, por supuesto,
la degeneración de Venezuela en una dictadura siniestra de la que llegan, cada
día, cientos, miles, de seres desesperados en busca de sobrevivir y toda clase
de operaciones desestabilizadoras de la camarilla chavista que se ha apoderado
del gobierno (incluyendo presos comunes a los que Maduro suelta para
infiltrarlos entre los migrantes que huyen a Colombia o agitadores políticos
que tienen la misión de encender la hoguera en el vecino país).
Ese es el contexto en
el que se dan las elecciones de hoy en Colombia. Si de estos comicios sale,
finalmente, un gobierno capaz de rescatar lo mejor del proceso de paz y
enmendarlo para darle la legitimidad social de la que hoy carece, de devolver a
Colombia el dinamismo económico perdido y de hacerse respetar por la dictadura
vecina, los colombianos habrán logrado algo muy importante para toda la región.
En cambio, si lo que sale de las urnas es un gobierno populistón y acomplejado
frente a las Farc y frente al chavismo, incapaz de entender que para que los
acuerdos de paz se sostengan hay que arraigarlos en la población, las consecuencias
serán graves para Sudamérica en su conjunto. Lo serán porque Colombia está -lo
repito- en la línea del frente.
El candidato que va
adelante en las encuestas desde hace varias semanas es muy interesante. Se
llama Iván Duque. Los resúmenes facilones de la prensa internacional dicen de
él, simplemente, que es el “candidato uribista” o que es un “senador del Centro
Democrático”, es decir, el partido de Uribe, y enseguida dejan entrever que
encarna al prototípico líder de la derecha dura que quisiera provocar el
retorno de la violencia. La realidad es muy distinta.
Duque tiene apenas 41
años, ha estado alejado de las feroces y sangrientas confrontaciones armadas e
ideológicas del pasado (en esos años se dedicaba al rock con sus amigos), y ha
hecho su carrera en organismos internacionales, especialmente el Banco
Interamericano de Desarrollo (también tuvo vinculación con la ONU). En
Colombia, vaya paradoja, fue asesor de Juan Manuel Santos, cuando el actual
presidente era ministro de Hacienda del gobierno de Andrés Pastrana (y continuó
luego como asesor de la misma cartera bajo el gobierno siguiente). Más tarde se
hizo senador.
Tuve ocasión de
conversar con él en Bogotá y Buenos Aires hace pocas semanas y lo que advertí
en él no es un cruzado ideológico de derecha empeñado de resucitar la
violencia, sino un tipo sensato que intelectual y generacionalmente pertenece
mucho más al mundo “post” que al mundo “pre” en lo que a los acuerdos de paz se
refiere. No quiere eliminarlos ni retroceder las manijas del reloj, sino darles
una nueva vida que permita a la ciudadanía recuperar la fe en algo que ahora
suscita más indignación y miedo que alivio (en un primer momento suscitaba más
lo último que lo anterior, pero la gestión del proceso y los acontecimientos
posteriores, incluyendo la evidencia de que varios líderes de las Farc han
seguido haciendo fechorías, ha divorciado emocionalmente a millones de
ciudadanos de lo pactado por los negociadores en Cuba).
Acompaña a Duque, por
lo demás, en la fórmula presidencial una mujer ampliamente conocida y
respetada: Marta Lucía Ramírez. Discípula de Andrés Pastrana y exministra de
Defensa, Marta Lucía le confiere a la candidatura de Duque una serenidad, una
veteranía (en el mejor sentido de la palabra) y una experiencia que serán
vitales si ganan las elecciones. Es una de las razones por las cuales es muy
difícil pensar que Duque será, como vaticinan sus críticos, un títere de Uribe.
Esa pareja tiene poca pinta de ser manipulable por terceros, independientemente
del hecho evidente de que Uribe seguirá teniendo, como líder de la primera
mayoría en el Senado, un ascendiente significativo en la política colombiana.
La alianza entre Uribe y Pastrana, por cierto, permite suponer que, aunque
algunos miembros del Partido Conservador se han apartado de Marta Lucía Ramírez
porque querían ir por su cuenta, una eventual victoria del Centro Democrático
acabará restableciendo la unidad conservadora y por tanto otorgando al gobierno
más fuerza parlamentaria de la que ahora mismo se supone.
Dicho todo esto, las
elecciones están lejos de haber sido ganadas por nadie. Duque no roza en
ninguna encuesta el umbral del 50% necesario para evitar el balotaje. El rival
que más le conviene en segunda vuelta es Gustavo Petro, un hombre de izquierda
y exguerrillero que es inteligente y buen comunicador pero cuya historia
suscita desconfianza por su antigua admiración por el chavismo. Su paso por la
alcaldía de Bogotá, donde el énfasis asistencialista le trajo gratitudes
populares en un momento dado, dejó también muchos problemas que sus críticos le
enrostran. Si Petro pasara a segunda vuelta, no es difícil imaginar que incluso
muchos partidarios del gobierno de Santos se volcarían con Duque para cerrarle
las puertas al exalcalde.
Sin embargo, hay dos
candidaturas que pretenden desplazar a Petro del segundo lugar. Una, la de
Sergio Fajardo, es la clásica candidatura del “outsider” (aunque no es tan
“outsider” como se dice, pues lleva algunos años en la brega) que quiere
aprovechar el sentimiento de rechazo a la política y los partidos. Es un hombre
moderado, pero tiene el aura de alguien que no va a ser todo lo firme que hay
que ser hoy en día frente a las amenazas internas y externas contra la
democracia liberal por parte del populismo autoritario de izquierda. El otro,
Germán Vargas Lleras, vicepresidente de Santos hasta 2017, es el sueño de los
santistas y los antiuribistas que no son de izquierda. Como posee eso que se
llama “maquinaria” -y que en Colombia, a pesar del descrédito de la política
tradicional, importa todavía mucho-, se piensa que su bajo puntaje en los
sondeos podría ser engañoso. Petro está convencido, y así lo grita por calles y
plazas, de que el gobierno pretende cometer un fraude contra él para colar a
Vargas en la segunda vuelta. En ese caso, Duque ya no estaría frente a un
populista al que muchos colombianos creen cercano al chavismo y blanco con las
Farc, sino frente a un centrista apoyado por el Estado y todo el sector
ciudadano, que es grande, favorable a los acuerdos de paz. Hay otros
candidatos, como Humberto de la Calle, el negociador principal de esos
acuerdos, pero padecen puntajes irrisorios.
En Colombia -como probó
la consulta popular en la que la mayoría rechazó los acuerdos de paz- las
encuestas pueden fallar gravemente. Por eso sería imprudente sostener que es
segura una segunda vuelta entre Duque y Petro. Lo que sí se puede decir, sin
embargo, es que, dado que Fajardo y Vargas Lleras están todavía a considerable
distancia de Petro, un balotaje que incluyera a cualquiera de los dos
constituiría una sorpresa de gran magnitud.
En las urnas
colombianas estaremos hoy todos los latinoamericanos. Ojalá que los votantes
del país de Santander lo vean así también.
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