Si recaudan más, no bajarán impuestos. Subirán el gasto
Antonio Margariti
Asesor Económico de la Bolsa de Comercio de Rosario y autor
del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo
para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de
Rosario.
Nuestro país está viviendo un sórdido pero
fundamental enfrentamiento. Es un
combate por todo o nada, a triunfar o sucumbir que, sin embargo, no es percibido en toda su magnitud por gran
parte de la dirigencia y mucho menos por la población de a pie.
UNA CLARA DISYUNTIVA.
Se trata de consolidar la decadencia secular que nos tiene atrapados hace 70 años
o de poner fin a su dominio aventando
sus causas para recuperar la dignidad, el progreso y la cordura que nos permitan
crecer y expandirnos en una vida mejor.
En términos económicos esta batalla vital
se expresa de una manera simple.
O la clase política hace un serio ajuste de
sus apetencias por el gasto y el despilfarro del Estado o la sociedad integrada por personas y
familias tendrán que soportar una servidumbre fiscal por un tiempo que sobrepasará varias generaciones.
El módulo que sirve como testigo de la recuperación del país o de
su derrota con el estancamiento y la decadencia es muy claro. Son las normas y reglas
recetadas por el Fondo Monetario Internacional como salvavidas para
mantenernos a flote mientras repensamos nuestro propio futuro con detenimiento
y seriedad.
Sin embargo, nuestros políticos y sus asesores electorales,
sustituyen este claro esquema por la dialéctica
de la grieta entre el distribucionismo de la derecha versus la repartija de la
izquierda.
A
pesar de esa mentada grieta, ambos están unidos en una misma falacia
keynesiana: gastar más de lo que se tiene, expoliar a quien produce, repartir a
los que no trabajan y sofocar con impuestos y regulaciones el más mínimo
intento de producir honestamente en un sistema de leal competencia.
Por ello, los gobernantes y legisladores se
muestran seguros y decididos cuando sancionan malas medidas, pero dudan y son
indecisos cuando deben tomar buenas decisiones.
Basta con reparar en el contenido y alcance
de los eslogan y discursos que pronuncian.
Advertiremos una asombrosa superficialidad. Palabras sonoras que nada
contienen y nada significan. Es alarmante comprobar la suma ignorancia en
cuestiones económicas básicas y el predominio de ideas incoherentes y disparatadas.
Parecieran haber perdido la capacidad de pensar y de comprender lo que está
pasando, lo cual implica un cierto desvarío mental.
Pero esa pasajera pérdida de razón, no sólo se percibe en las autoridades
políticas sino, también y con cierta amplitud, entre los dirigentes gremiales, empresarios y hasta
líderes de la jerarquía eclesiástica.
Predomina en muchos la presunción de que con verbalismo dialéctico
y voluntarismo político, es posible forzar o neutralizar las consecuencias de la violación de principios económicos elementales, basados en
la sensatez de las leyes naturales.
La mayoría de ellos creen que los gobiernos
pueden gastar indefinidamente más de lo
que recaudan. Que pueden hacerse obras públicas con endeudamiento ilimitado. Que
las deudas públicas no cuestan nada y no son de obligada amortización. Que
es posible repartir, indefinidamente, subsidios universales
con impuestos esquilmados a los que trabajan.
También confían en que la crisis del
desfinanciamiento del Estado pueda ser pagada por el agro con mayores retenciones.
Que es posible estimular exportaciones aplicando impuestos. Que las empresas comerciales
deben vender barato pese a que el gobierno les provoca una inflación galopante.
Están convencidos que -con controles y duras sanciones- lograrán estabilizar los precios mientras emiten
dinero falso para financiar el gasto público. Que el déficit del presupuesto
puede diluirse esperando cómodamente un crecimiento automático que les permita bajar
su incidencia porcentual. Que es factible regular autoritariamente las decisiones privadas sin pagar
las consecuencias de la desinversión.
Mantienen la ilusión de que la sola presencia de personajes infatuados, abúlicos y sin ideas claras, provocará un diluvio de inversiones
extranjeras y que con apelaciones al
optimismo y las buenas ondas es posible abatir el desánimo de los
emprendedores más animosos y diligentes.
Este es el coctel de ilusiones, utopías,
falacias y embustes con que se entretiene nuestra clase dirigente, mientras la
vida de la gente va transcurriendo inexorablemente sin mejorar.
EL PODER FISCAL ES PODER PARA ARRUINAR Y DESTRUIR
Los funcionarios del Estado disponen de una
prerrogativa que no tienen los demás grupos sociales. Pueden vivir opíparamente de rentas
arrebatadas a las empresas y personas físicas por la fuerza legal de los impuestos, el
endeudamiento y la emisión de dinero, obligándolas a ajustarse el cinturón y desprenderse
del fruto de su trabajo.
Nunca estará de más recordar aquella
advertencia de San Agustín de Hipona, en
su imperdible libro De civitate Dei
contra paganos, annus 412 d.C. señalando que: «Un gobierno sin justicia se convierte en un vasto latrocinio, es decir en una banda de ladrones en gran escala, que se
comprometen, en pacto mutuo, a repartirse el botín según las reglas fijadas por ellos mismos».
Al
mismo tiempo que éste es el comportamiento de la dirigencia local, circulan muchas ideas, pensamientos y creencias entre
los propios ciudadanos que contribuyen a consolidar ese poder injusto y omnímodo del Estado sobre la
vida y el patrimonio de las personas. Muchas de estas actitudes pueden descubrirse
en los innumerables mensajes de las redes sociales de Twitter, Facebook,
Instagram y Periscope, como
podemos ver a continuación.
Actitud
del resentido, esquilmado
por excesivos impuestos: no pide que se lo rebajen, sino que reclama que se
los suban a los demás y así satisface su
envidia haciendo que paguen mayores
tasas quienes ganen más que él.
Actitud
del ingenuo, confiado en la de la bondad de los políticos: apuesta a que denunciando al Fisco los presuntos
evasores, conseguirá bajar las alícuotas para beneficiar a los buenos contribuyentes.
Actitud
del tacaño, que evade impuesto cuando puede: se pone celoso si otros adoptan su misma conducta y
los acusa de evasores contumaces mientras él se oculta.
Actitud
del cándido, que cree que evadir
impuestos es pecado: no advierte
que lo están expoliando sin misericordia mediante múltiples impuestos directos
e indirectos.
Actitud
del político canalla, que pretende recaudar más para embolsar más: es tan ladino que decidirá crear nuevos impuestos
pretextando su opción preferencial por los pobres.
Actitud
del justiciero, que apuesta a la justicia social: requiere aumentar los impuestos para redistribuir la
renta ajena sin percibir que el aumento de recaudación irá al bolsillo de
políticos miserables y empobrecerá a los ciudadanos honestos.
Actitud del cínico y caradura, que
se apropia desaprensivamente de los
impuestos:
se justifica señalando que de este modo puede crear
nuevas fuentes de trabajo.
Actitud del empresario o sindicalista
cortesanos: utilizan el tráfico de influencias y el soborno para que los
funcionarios cubran sus espaldas con privilegios fiscales específicos.
Actitud
del inteligente, que advierte que no sólo paga impuesto a las ganancias: comprende la iniquidad de la ilusión fiscal
escondida en multitud de impuestos indirectos.
Actitud
del justo, que cumple sus obligaciones
fiscales: acepta pagar todos
los impuestos pero exige que el Estado tenga un límite cuantitativo a la
presión fiscal.
Actitud
del hombre libre, que pide frenar el poder destructivo del Fisco: reclama el
amparo de la justicia para que la sumatoria de todos los impuestos no exceda el
25% de sus ingresos líquidos.
Pese
a toda la retórica y dialéctica verbal de nuestros gobernantes, legisladores,
jueces y funcionarios recaudadores, debemos
escuchar y recoger la secular experiencia señalada por uno de los más grandes
hacendistas de los últimos tiempos:
Luigi Einaudi, eximio presidente de Italia después de la IIª Guerra Mundial: «Cuando los gobernantes recauden más, nunca
rebajarán los impuestos, sino que
aumentarán el gasto». (Mitos
y paradojas de la justicia tributaria,
editorial Ariel, Madrid, España)
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