Posmodernismo: el culto al disvalor estético
Rogelio López Guillemain

Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes, Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes (reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra historia" por radio sucesos, Córdoba.



“No es difícil de entender el arte moderno. Si se cuelga en una pared es un cuadro, y si se puede caminar alrededor de ella es una escultura”
                                                                                               Tom Stoppard


 
La estética como valor, no se limita al arte como espacio de expresión; la música, la pintura, las letras o la escultura son creaciones humanas que reflejan (o al menos deberían reflejar) la belleza de una obra estética.

Día a día, encontramos a cada paso, valores estéticos en la naturaleza; desde una cálida puesta de sol, hasta la pálida luz de la luna; desde el colorido plumaje del pavo real al majestuoso vuelo de un águila o a las tonalidades de un cerro o a los matices de un campo florido.

Pero esos valores intrínsecos que posee el mundo, son inconscientes entre las cosas, las plantas y los animales; estos últimos (los más cercanos a los humanos a nivel evolutivo) tan solo tienen un acercamiento instintivo a la estética, una atracción involuntaria, irreflexiva e irrefrenable.

En cambio, el individuo la percibe, la aprecia, le emociona y le genera una emoción y un sentimiento.  Tenemos la capacidad de comprender que estamos siendo afectados por un proceso que excede a los sentidos, a los apetitos e incluso a la lógica propiamente dicha.

Desde un Pitágoras, que imaginaba a la belleza como la armonía, el orden y la apariencia agradable a los sentidos.  Representación cuya perfección de sus formas, complace a la vista o al oído y, por extensión al espíritu.

Pasando por un Sócrates, quien se pregunta sobre el concepto de belleza (como lo hacía con el de el bien o el de la piedad); consciente de que el hombre tiene un mejor entendimiento de la idea de belleza como adjetivo y no como sustantivo. 

O quizás aquel Platón que retoma la definición de Pitágoras, reforzándolo con la idea de que la belleza es el signo de otro y más elevado orden; o a lo mejor un Aristóteles y su pensamiento acerca del valor intrínseco de la belleza.

No podemos olvidar a Fidias, contemporáneo de Sócrates, el genio escultor, cuyo peso en la historia es tal, que el “número áureo” de la “relación armónica perfecta” (1,618) lleva su nombre como homenaje.  Número inmortalizado por Da Vinci en “el hombre de Vitrubio” y origen de la progresión de Fibonacci.

Esa misma “perfección” armónica que llevó a San Agustín, a definir a la belleza como “un resplandor” divino.

Así vemos, que a lo largo de los tiempos, se confunden y utilizan indistintamente, los términos belleza y estética, hasta que finalmente esta sinonimia se rompe, divorcio que creo, fue hecho de la peor manera.

Baumgarten es el primero en utilizar el término estética, incluyéndolo en el campo de la filosofía.  El filósofo lo define, como la ciencia de la sensibilidad y abre la puerta a la concepción subjetiva de la belleza.

Kant agrega a este concepto de subjetividad de la belleza, la condición de "placer desinteresado"; la belleza es algo que no posee explicación, que es indefinible, inútil y gratuita; ajena a los conceptos y a las finalidades. Pero esta definición de belleza le resultó insuficiente para los casos superlativos implícitos en “el resplandor divino” de San Agustín, a los que bautizó con el status de “sublimes”.

La línea subjetivista (cuya descripción del recorrido sería eterna), fue creciendo a lo largo del tiempo, siendo exponencial ese progreso en el último medio siglo, de mano del posmodernismo.
Con la pos verdad, llegamos a una subversión de todos los valores humanos, desde los éticos y morales, hasta los estéticos; incluyendo en esta debacle al arte y a la mismísima belleza.  Prueba de ello, son los 124 mil euros que se han pagado por un tarro de excremento del artista italiano Piero Manzoni; definiendo el arte como una “construcción” sin reglas, ni límites, ni alma.

Ante esta alternativa pregúntense, ¿se detendrían ante una pieza de arte moderno tirada en un contenedor de basura?, ¿o lo harían ante un Miguel Angel?

La órbita meramente subjetiva de la belleza, ha convertido en irrelevante los juicios de valor del arte; todo es arte y si todo es arte, entonces nada lo es.  Lo mismo sucede con la ética, si todo acto tiene el mismo valor ético, entonces nada es o deja de ser ético. 

La estética está en relación con el arte, pero también lo está con la ética.  Principios claramente humanos como los de belleza, verdad y bondad, definen aquello que es prominente y lo diferencian de lo decadente, lo que es verdadero de lo que es falso, lo bello de lo feo, el amor de la lujuria, la vida de la muerte.

La falta de referencias extravía al hombre, el cual queda alienado en un desierto de miseria espiritual e intelectual; desprovisto de valores y principios, queda enfrascado en sus apetitos, sus deseos y sus caprichos; es censurado en su derecho a juzgar los gustos, los principios y las acciones del otro, porque hacerlo es un acto amenazante, ofensivo y peligroso.

Entender la diferencia entre el buen y el mal gusto, es tan necesario como lo es entender la diferencia entre el bien y el mal, lo real y lo ficticio, lo correcto y lo incorrecto.  Si el individuo es privado de su derecho a juzgar, corre riesgo su integridad, su felicidad e incluso su propia vida.

La integridad es la correspondencia entre nuestras ideas y nuestros actos.  Nuestras ideas van más allá de las necesidades básicas y prácticas, la propia condición humana nos impele a satisfacer necesidades espirituales éticas; cuando esa integridad responde a virtudes, el individuo se vuelve un ser estético.

 El vandalismo sobre los valores y la mutilación de los juicios, sólo pueden conducir a la decadencia y corrupción del cuerpo, del alma y de la vida misma.  La estética de las ideas se expresa en la estética de los actos y en la del cuerpo; sólo a través de valores estéticos, es posible alcanzar el verdadero fin del hombre en la tierra, la felicidad.

Dentro de los valores estéticos, se encuentran aquellos a los que el utilitarismo considera inútiles, aquellos a los que el materialismo y el pragmatismo desechan por no poder encuadrar ni rotular; aquellos valores estéticos esenciales para el hombre, esos que sólo se pueden ver con el ojo de la mente y del espíritu humano, tales como lo son la belleza, el amor o la amistad.  La belleza y la estética se relacionan con el placer de disfrutar, ya que su valor reside en ella misma; clara diferencia con lo útil, sobre cuyo valor decide el resultado, en el fruto.
 
El masoquismo del culto a la fealdad, a la ira o a la alienación; desatan el infierno en la vida del hombre, le generan un vacío de contenido al individuo que lo consume, lo enajena y lo transforman en un zombi que navega en la marea de la intrascendencia, de la vulgaridad y de la nimiedad impersonal.

El posmodernismo es una profanación anti ética e inmoral de las esencias, sombría trasgresión que convierte a la vida en una tragedia sórdida y depravada.

Debemos resistirnos a la miseria de ser gobernados por apetitos y caprichos, Así como debemos diferenciar el amor de la lujuria, el buen gusto del mal gusto o la belleza de la fealdad; debemos hacerlo entre el comportamiento estético y el infausto.

Quienes creemos que importa lo que uno lee, escucha o ve, no debemos temer en alertar al prójimo que “el emperador está desnudo” y que debe vestirse con el ropaje de la estética para recuperar su dignidad; es preciso definir ese lugar en donde el ideal y lo real existen en armonía, en donde belleza y ética conviven, es imprescindible reconquistar la estética humana.
 

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