Una mayoría de ilusos
Alberto Medina Mendez
Periodista. Titular de "Existe otro camino"


Aún frente a la inconfundible evidencia que suministran los datos de la realidad, esa que a veces aparece con tanta crueldad, una turba de ciudadanos insiste con la idea de fantasear con un progreso mágico que jamás llegará.
 
No pasa por ser optimistas o pesimistas como muchos creen. Tampoco por una cuestión retórica o por la disposición a tener algo de fe. Para lograr el ansiado desarrollo se precisa bastante más que un poco de voluntad.
 
Las sociedades que finalmente han evolucionado lo han conseguido como consecuencia de haber consensuado inteligentes metas y tomado decisiones acertadas y no como producto de la casualidad, de la suerte o el azar.
 
Este razonamiento, que puede parecer una obviedad, no es el que orienta la conducta y el accionar de quienes reclaman insólitas victorias sin comprender lo que está sucediendo cotidianamente a su alrededor.
 
Lo que ocurre a diario no queda bajo la alfombra. Nadie se ha tomado la tarea de ocultarlo, ni de intentar disimularlo, porque no es pudor precisamente lo que caracteriza a quienes hoy tienen el rol de gobernar.
 
Todo se hace muy descaradamente, sin que siquiera les tiemble el pulso a los verdugos de turno. Ellos actúan así porque este ridículo y tramposo dialogo social les permite obtener un apoyo, casi irrestricto, de votantes que ciegamente aplauden discursos vacíos y obscenamente demagógicos.
 
Como nadie quiere salir de su zona de confort el debate parece girar, casi absurdamente, en torno a si el controvertido ajuste del gasto estatal se debe hacer o no, como si esa fuera una opción que se pudiera considerar.
 
Obviamente ninguno de los protagonistas centrales de la política contemporánea pone hoy en el tapete, con seriedad, la posibilidad de llevar adelante una reducción significativa de sus propios privilegios.
 
 Tampoco en la clase dirigente se escuchan voces que hablen de iniciar un proceso de desarticulación del costo implícito de la política que todos saben que los gobiernos, de todas las jurisdicciones, soportan en secreto.
 
 Esa situación no es responsabilidad exclusiva del oficialismo de turno, simplemente, porque en cuestiones como estas, tan sensibles a sus reales intereses, el comportamiento no es partidario sino bestialmente corporativo.
 
No importan demasiado, cuando de estos temas se trata, las eventuales diferencias ideológicas, la subyacente rivalidad personal o la competencia electoral que se avecina. El proceder de la casta política aparece con brutal contundencia ya que nadie exterminará a la gallina de los huevos de oro.
 
Las arcas públicas son el botín de quienes triunfan en una elección. Los que ganan administran a discreción y los que fueron circunstancialmente derrotados, esperaran sin chistar, hasta tener nuevamente la chance de rapiñar esa caja la próxima vez que la democracia formal los habilite.
 
Eso que resulta repugnante y despreciable, para quienes logran percibirlo con suficiente claridad, es lo que hacen quienes ostentan el poder, pero también quienes aspiran a conseguirlo en algún momento.
 
Es totalmente criticable este accionar desde cualquier punto de vista, pero esa lógica sectorial obedece a una dinámica funcional a sus propias conveniencias y a la supervivencia de sus voraces estructuras militantes.
 
Pero mucho más inaceptable es la pasividad, la mansedumbre y hasta la complicidad con la que la sociedad acepta ser esquilmada para mantener esas ridículas e inexplicables prerrogativas hasta el infinito.
 
Es vital comprender que esta perversa modalidad que se ha enquistado, en las que unos pocos se aprovechan de la “voluntad popular” para administrar recursos con total arbitrariedad no tiene argumentación que la soporte.
 
Muchos parásitos esperan sobrevivir gracias a lo que los demás producen. Ellos consideran que tienen derecho a quedarse con una parte importante de la riqueza que algunos generan y entonces los políticos son sus aliados ideales en esto de quitarles a unos para darles a otros.
 
En la medida que la gente insista en esto de pretender continuar con la fiesta sobre la base de que sean otros los que se esfuercen, nada funcionará y algún día esta ingenua fantasía se derrumbará de un modo catastrófico.
 
Una sociedad en la que gobiernan políticos ineptos y corruptos a los que aplaude efusivamente una muchedumbre vividora con la explicita connivencia de una mayoría silenciosa repleta de ilusos, no tiene futuro.
 
No es de esperar que los dirigentes abandonen su comodidad con tanta facilidad, mucho menos que quienes disfrutan del sacrificio ajeno se arrepientan de sus mezquinas posturas. Nada de eso ocurre en el mundo real y sería muy infantil aguardar a que eso suceda espontáneamente.
 
Lo único que sería deseable, a estas alturas, es que quienes mantienen económicamente con su desproporcionado esmero, trabajando denodadamente de sol a sol, inicien un proceso que se convierta en bisagra.
 
La labor consiste en asumir primero, con profunda autocrítica, el error de haber alimentado este esquema ruin, para luego dar paso a una actitud diferente, direccionada a terminar con esta farsa insustentable.
 
Claro que no será para nada sencillo, pero no hacerlo a tiempo garantiza un fracaso de dimensiones inimaginables. Mientras tanto el mediocre debate del presente solo ayuda a que esta agonía se prolongue innecesariamente.
 
 

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