¨Aficionadismo opinator¨
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.



Resulta muy llamativa la liviandad con la que muchos analistas dan su opinión sobre las elecciones norteamericanas y en particular sobre el fenómeno que representa el presidente Donald Trump.

Se trata, evidentemente, de personas que no conocen los EEUU en profundidad, que ignoran los cambios que se están produciendo en el país y que distan mucho de haberse amparado en la particular morfología sociológica que los caracteriza.

En estos momentos en el país está aconteciendo un fenómeno de choque de dos fuerzas que corren por las profundidades del mainstream norteamericano y que rápidamente podríamos agrupar en lo que podría ser una “coalición de transformación” y otra, de sentido opuesto, a la que podríamos llamar “coalición de restauración”.

La coalición de transformación está compuesta principalmente (aunque no exclusivamente) por ciudadanos de las grandes ciudades (centros urbanos), blancos con graduación universitaria, minorías étnicas, millennials, y mujeres básicamente blancas. A caballo de esta coalición está montado el Partido Demócrata que se hace fuerte en esa conformación sociológica.

Sin embargo, los EEUU son un país complejo, que está muy lejos de adquirir rápidamente las modas mundiales.

Su corazón sigue manteniendo bastiones conservadores muy importantes que se arrogan, en muchos casos, ser el verdadero motor axiológico (el de la encarnación de sus valores) del país. Tienen muy para sí la frase de Thomas Jefferson, el padre de la Declaración de la Independencia, “entre un granjero y un intelectual, prefiero al primero porque no está intoxicado con veleidades teóricas”. Podrá parecer muy cavernícola la cuestión, pero en EEUU ese sentir sigue siendo muy profundo. Es quizás lo que mejor define el corazón de la coalición de la restauración, aquella que pretende volver a los patrones tradicionales que se supone fundaron el país.

Esa coalición está integrada por personas blancas sin título universitario, población rural, trabajadores de fábricas de la industria pesada, personas que muy probablemente no han salido del país (en los EEUU hay un 40% de ciudadanos que no tienen pasaporte) y por mujeres que viven fuera de los ejidos urbanos. A caballo de esta coalición está montado hoy el Partido Republicano.

Tanto una como otra corriente son verdaderas y tienen sus fundamentos y sus convicciones. Trump, en ese sentido, no es un aerolito caído del espacio exterior, una especie de loco suelto que cayó en la Casa Blanca porque tuvo suerte.

Al contrario, el presidente es la punta de lanza de esta coalición restauradora que cree que los valores tradicionales del país están en peligro.

Quizás sea una suerte para ellos tener estas especies de parapetos contra las modas. Hoy, por supuesto está mal visto y parece poco cool ponerse en contra de las minorías “cultas”, universitarias, progresistas y mundanas.

Pero también es cierto que esos movimientos han alivianando los valores sociales tradicionales y han relativizado el valor de ciertas verdades que siempre mantuvieron al mundo al margen de las confusiones. Resulta muy triste caer en ellas por hacerse el “cool”.

Esas confusiones han llegado a ser muy graves en países como el nuestro en donde resulta muy difícil distinguir el bien del mal. Los Estados Unidos -y probablemente Australia- sean los dos únicos países del planeta que se han mantenido indemnes a esas tentaciones.

Es cierto que, hace años, el país ha comenzado esta transformación producto de ser la nación desarrollada que más inmigración recibe en el mundo. Pero la gracia de los procesos inmigratorios que resultan exitosos es que los inmigrantes, manteniendo el “color” de sus culturas, asuman los valores de su nuevo país, que no los llamó, sino al que ellos fueron solos, voluntariamente.

Ese reaseguro es el que, con todas las reservas de su personalidad, pretende representar Donald Trump y con el que muchos de sus connacionales se sienten identificados.

De hecho, la supuesta “ola azul” (en referencia al color característico del Partido Demócrata) no se verificó en estas elecciones de medio término. En el mejor de los casos el resultado debe interpretarse como un empate.

Muchos hablan de la grieta norteamericana. Y de verdad que, en muchos casos, esa división parece estar verificándose en los hechos. Es el choque entre la “transformación” y la “restauración”. Pero los cimientos del país están asentados en una profundísima piedra basal (algunos creen que, de hecho, esa “piedra” existe físicamente y que fue enterrada por los Masones Libres -que lo fundaron- debajo de lo que hoy es el monumento a Washington, en la capital de la nación)

Pero hablar alegremente del “ultraderechismo” de Trump es no conocer la trama de la sociedad, ni su historia, ni sus valores, ni las tradiciones en que los EEUU se asientan. Sería lo mismo que decir que Barack Obama es un “ultraizquierdista”. Los dos revisten en coaliciones diferentes, pero ninguno pone en peligro esa amalgama fabulosa de cambio y conservación que es la sociedad norteamericana. Ambas están para cuidarse. Los cambios no serían posibles sin los valores que establecieron los que fundaron la nación. Y los valores de quienes fundaron la nación no hubieran resistido más de 240 años si no fuera porque el cambio los mantuvo vivos.
 

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