Liberalismo salvaje
Carolina González Rodríguez

Abogada. Docente universitaria. Miembro del Consejo Académico de Fundación Atlas. Premiada en el "Concurso Internacional de Ensayos: Juan Bautista Alberdi: Ideas en Acción. A 200 Años de su Nacimiento (1810-2010)", organizado por Fundación Atlas.




Es sonado y recurrente el recurso de la prensa, la academia y los simples opinantes al concepto “liberalismo salvaje”. Pero esta frase resulta una contradicción en términos.
En el diccionario de la Real Academia Española, el término “salvaje” encuentra 8 acepciones. De ellas, la que tal vez mejor resuma las características y condiciones del adjetivo calificativo es la número 5: “adj. Primitivo o no civilizado”. Y, la más preocupante para quienes adherimos a las ideas de la libertad individual (condensadas en el mancillado y las más de las veces inexplorado término “liberalismo”) es la acepción número 7: “adj. Coloq. Cruel o inhumano. Le impusieron un castigo salvaje”
Sin embargo, la acepción número 8 es la que, precisamente abrazan los forjadores y usuarios de la frase en cuestión: “adj. coloq. Dicho de una actitud o de una situación: Que no está controlada o dominada”.
Todo lo contrario. El liberalismo es lo más lejano a lo “primitivo”, “no civilizado”, “cruel” o inhumano”.
El liberalismo es un conjunto de principios, ideas y valores que se sostienen en la primacía de las libertades individuales por sobre las libertades grupales. Estas últimas se extinguen en ellas mismas. Así se plasma en el denominado “enfoque de derechos”, un marco teórico expandido en los últimos años en virtud del cual se persigue no sólo la extensión del estado de bienestar, sino la presión sobre los presuntos titulares de esos “derechos” a demandarlos y exigirlos.
Por el contrario, las ideas de la libertad individual, a las que adhiere el liberalismo clásico, no se agotan en la consideración de las libertades y los derechos, sino que se extiende hacia las consecuentes obligaciones que tienen los individuos al momento de ejercer esas libertades. Es, precisamente, en esa prolongación de la idea de libertad como sujeta al tiempo y al espacio propios que encuentra un límite en el tiempo y en el espacio ajenos donde radica la diferencia ética y moral con los colectivismos que también braman por la “libertad”, pero, en este caso, “de los pueblos”.
El liberalismo, en consecuencia, está lejos de ser “salvaje”... en ninguna de sus acepciones según la RAE, salvo, tal vez, de la acepción número 8. El liberalismo es fruto directo y exclusivo de una sofisticación en el pensamiento, de una elevación del espíritu humano de quienes, en el Siglo XVIII, iniciaron la consideración del abstracto concepto “libertad”, con niveles de exigencia y elaboración nunca antes vistos, debido, fundamentalmente, a las percepciones religiosas que -mayormente- satisfacían las necesidades de exploración filosófica que cubrieron las ciencias,
las artes y la moral de los 1800 años de cultura judeo-cristiana anteriores al iluminismo Escocés en el que, fundamentalmente, se gestó el embrión de este conjunto de ideas “liberales”.
Lo salvaje implica violencia. Implica despojo, saqueo, pillaje. La fuerza física por sobre la razón, por sobre la argumentación fundada que -eventualmente- puede llevar al convencimiento, a la adhesión voluntaria y a la realización de una determinada “verdad”. Verdad que, por supuesto, será propia, íntima y personal. Pero no por eso menos “verdad” para quien la ostenta. He ahí la superioridad de la teoría del valor marginal, que no puede entenderse sin entender (y receptar) previamente la legitimidad de las distintas escalas de preferencia en cada uno de los consumidores y productores de bienes y servicios.
Por el contrario, el liberalismo impone un desprecio por lo “cruel” e “inhumano”. Nunca puede ser salvaje siendo que es pilar fundamental de su contenido ético y epistémico la prohibición (sí... los liberales adherimos a ciertas prohibiciones) ineludible de violentar, de cualquier modo, la vida la libertad y la propiedad privada ajenos. Sin embargo, esta prohibición también encuentra límites: en tanto y en cuanto los proyectos de otros no signifiquen ni importen un ataque a la propia vida, libertad y propiedad privadas.
Mientras los salvajes no encuentran límites morales a la ejecución de sus preferencias, los liberales estamos estrictamente ceñidos a tales límites, y aún esos límites encuentran su límite en la auto-defensa. Seguramente Stalin, Mao y Trotski fueron convencidos de la idea de que el fin justifica los medios. Eso sí, mientras no fueran ellos “los medios” necesarios para alcanzar el fin imposible de lograr sin la muerte, el exilio y la eliminación sistemática de quienes no estuvieran dispuestos a convertirse en “el hombre nuevo”.
Entender que el liberalismo es salvaje es desconocer por completo el contenido ético y moral de la libertad individual, y dejarse llevar por pensamientos enlatados, previamente procesados y envasados al vacío que -con magistral pericia- los socialismos y colectivismos variopintos (incluidos los feminismos, ecologismos, indigenismo y varios otros “ismos” de la actualidad) proponen y ofrecen con un marketing digno de envidia de las principales agencias de publicidad.
En su acepción 8, la RAE define al adjetivo como “Dicho de una actitud o de una situación: Que no está controlada o dominada”. Es comprensible, pero no justificable, que los recitadores del verso “liberalismo salvaje” se basen en esta definición para justificar su entendimiento del concepto. Sin embargo, no existe liberalismo que no esté sujeto a un control o dominación.
Sin ir más lejos, los partidos políticos liberales (cada vez menos, lamentablemente) se sujetan al control regulatorio que impone los términos y condiciones, los requisitos institucionales necesarios para llevar adelante el emprendimiento político, organizarse como tales y competir en elecciones democráticas, las que en sí mismas marcan un control de la ejecución del juego político.
De ahí la importancia ya prevista en F.A Hayek de discernir entre cosmos y taxis. Las leyes y las regulaciones, para fomentar la vida pacífica en sociedad, y servir eficientemente como mecanismo de coordinación social, tienen que reflejar las instituciones propias de una sociedad, instituciones que en el entendimiento que enseñan Douglas North y los autores institucionalistas, consisten en usos, costumbres y conductas, convertidas en tales por su aceptación voluntaria en una determinada sociedad. Aceptación que, a su vez, es tal por la eficiencia que esas conductas, que esos intercambios demostraron al momento de servir como herramienta para la coordinación social.
En términos de Hayerk cosmos, entonces, son las leyes con más altas chances de resultar exitosas tanto al momento de su sanción como de su ejecución por voluntaria adhesión y cumplimiento por parte de los ciudadanos. Y es así en tanto reflejan un contenido de elaboración abstracta, consecuencia del orden espontáneo que -sin un legislador identificado- aportan la regulación de aquellos términos de intercambio y organización social que se imponen por su eficiencia, más que por la puntual conveniencia de algún grupo determinado. El cosmos es, para Hayek, un sistema intrínsecamente no sólo eficiente sino justo.
Por su parte, el taxis es un sistema de regulaciones que reconoce su origen en un “legislador”, en un organizador central que dirige las conductas de los hombres en atención a principios, valores y preceptos que pueden tener mayor o menor adherencia por parte de los regulados, pero que está completamente viciado del problema central -también identificado con claridad meridiana por el Profesor Hayek- de la falta de información. Problema posteriormente diseccionado por James Buchanan y Gordon Tullock, resumido en la divergencia de intereses entre agente y principal.
Es decir, sea por la sujeción al taxis, ineludible para la vida en sociedad, o por la adhesión a las ideas, principios y valores del liberalismo, quienes adherimos al mismo nos vemos permanentemente constreñidos a sujetar nuestra libertad de acción a los límites impuestos por las libertades ajenas. Pero, a su vez, ese mismo límite llega a la autodefensa. Ya lo enseñó Karl Popper en La Sociedad Abierta y sus enemigos, al plantear la paradoja de la tolerancia: La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia”
Bien por el contrario, el liberalismo es el sistema político, filosófico y económico en el que ciertos elementos fundamentales para la civilización, como el lenguaje y la moneda, obtuvieron su reconocimiento y apreciación como los más significativos avances para el desarrollo y el crecimiento humanos, como aquellos que se originaron en el orden espontáneo de la evolución humana. No hubo un “inventor” o un “regulador central”, una mente humana superlativa que -por sí sola- fuera capaz de idear y pergeñar semejantes aplicaciones de sofisticación social. Fue el liberalismo el que abrazó el entendimiento, la comprensión y la valorización de las
soluciones a los problemas de coordinación social basados en la libertad de acción y la eficiencia de los resultados así obtenidos, alejándonos del salvajismo.
Y ni qué decir de la propiedad privada, elemento civilizador por excelencia, maximizador no sólo de la productividad del ser humano, sino de la pacificación y el alejamiento de la vida tribal.
Entonces, ¿en qué consiste el “salvajismo” del liberalismo? Volviendo a la acepción número 8 de la RAE,¿tal vez seamos “salvajes” al momento de rebelarnos, en términos de Albert Camus, a la dominación que estados y colectivos pretenden imponer a los individuos?. Sería, en tal caso, una aplicación de la Paradoja de la Tolerancia, que -precisamente nos corona como civilizados.


 

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