Violencia de género institucional: El intento de la Corte Suprema de violar la Constitución
Carolina González Rodríguez

Abogada. Docente universitaria. Miembro del Consejo Académico de Fundación Atlas. Premiada en el "Concurso Internacional de Ensayos: Juan Bautista Alberdi: Ideas en Acción. A 200 Años de su Nacimiento (1810-2010)", organizado por Fundación Atlas.




La decisión de la Corte Suprema de Justicia de requerir al Tribunal Oral Federal N° 2 los expedientes del inminente juicio oral contra Cristina Kirchner, Julio De Vido, José López, Lázaro Báez y Carlos Santiago Kirchner parecería ser una cuestión técnica, de consideraciones e implicancias estrictamente jurídicas y procesales. Sofisticadas para el ciudadano común, que no sabe (y lo peor, a muchos ni siquiera le importa) el tamaño golpe institucional que esta decisión de la CSJN significa.
 
Pero, en realidad, fue una cuestión propia de la alta política, que en apariencia no tendría ningún vínculo, referencia ni importancia para la vida cotidiana de los cientos de miles de personas que todos los días se levantan para mandar a sus hijos a la escuela, salir a trabajar, llevar el auto al taller o jugar un “picadito” al fin del día con sus amigos y colegas.
 
Sin embargo, lo que sucedió afecta de manera trascendente, y signa la vida de todos los que habitamos la República Argentina. Gracias a Dios, para quienes somos creyentes, o afortunadamente, para quienes no lo son, la violación desembozada de los principios Republicanos de gobierno, de la Constitución Nacional y de la misma Justicia no sucedió. De haberlo hecho, la decisión de la Corte nos hubiera devuelto al desierto (esta vez, institucional) que fue este país antes de la Constitución Nacional de 1853.
 
En los años ‘70 la literatura económica y de las ciencias sociales adoptó la distinción entre países del primero, segundo y tercer mundo; antes, Raúl Prebisch se impuso en esos mismos campos con la teoría del centro y la periferia: mientras los “imperios” perdían -en los hechos- sus colonias en Asia y África, según Prebisch mantenían sus posiciones de comando como países productores de bienes con alto valor agregado, merced a que los países productores de materias primas, como la Argentina, quedaran en la periferia.
 
Hoy en día, esa caracterización pasó de moda. Ya nadie habla de los países en esos términos, y por el contrario, las diferenciaciones entre unos y otros se vincula a la calidad institucional que ostenten[1]. La teoría político-económica probó que no son los recursos naturales disponibles -azarosamente- en uno u otro país lo que determina que sean más o menos ricos y desarrollados, sino que son las INSTITUCIONES las que imponen uno u otro sello. A su vez, por instituciones se entienden aquellas conductas, hábitos y costumbres que, mayormente, un pueblo adopta y aplica para sí. Son esas instituciones las que regulan la vida en sociedad. Las que enmarcan la vida cotidiana en la que llevamos los chicos al colegio, tomamos el tren, el colectivo o el subte para ir a trabajar, programamos la salida al cine el próximo fin de semana, y nos encauzamos en los problemas, alegrías y tristezas del día a día.
 
La institucionalidad es la que nos hace más o menos libres. Más o menos “desarrollados”. Porque la institucionalidad es el respeto al Estado de Derecho, al sistema republicano de gobierno y a la propiedad privada de cada uno de nosotros. De mucho o poco. Pero de nuestra propiedad privada.
 
De haberse mantenido, la decisión de la CSJN hubiera afectado, de manera positiva, directamente a Cristina Kirchner; inclusive de modo más tajante que al resto de los acusados, porque es ella quien mantuvo -a lo largo de estos casi cuatro años fuera del gobierno- el poder acumulado durante más de 30 años. Fueron 12 años en el gobierno federal, pero su acumulación no empezó ahí, sino con el humilde cargo de intendente de Río Gallegos, asumido por el difunto Néstor Kirchner en 1986. Pero, en realidad, la decisión de la Corte nos hubiera perjudicado a todos mucho más de lo que la benefició a ella.
 
El sistema republicano de gobierno que la Argentina adoptó en 1853 ha demostrado, empíricamente a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, ser el mejor sistema de gobierno ideado por el hombre. No significa que sea perfecto, y de hecho no lo es. La Escuela de Public Choice, con James Buchanan y Gordon Tulllock a la cabeza, así lo han probado con método científico, demostrando las inmensas “fallas del estado” al momento de brindar soluciones a los infinitos problemas de coordinación social.
 
Sin embargo, el sistema republicano de gobierno es el sistema más eficiente para la organización de una sociedad compuesta por tantos intereses, preferencias y vocaciones como personas la conforman. En este sistema, el poder otorgado a unos para el gobierno de otros es dividido, distribuido entre tres planos diferentes - el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial- con un ánimo de generar un doble juego de incentivos. Por un lado, el de permitir el mayor reflejo posible de esas múltiples preferencias. Por el otro, el de “amortizar”, por decirlo de alguna manera, el funcionamiento de estos tres poderes, sirviendo uno de control del otro, y controlándose entre sí.
 
Pero el objetivo final del sistema, desde sus orígenes y con las sonadas evidencias heredades de los pensadores que lo instrumentaron primeramente, en particular los Padres Fundadores de los Estados Unidos, y de quienes -a su vez- les sirvieron de fuentes, no fue otro que el de proteger a los individuos del enorme poder que el mismo sistema le otorga a quienes conforman los gobiernos, a quienes son parte del estado; a los individuos necesarios para ejecutar las funciones de cada uno de esos tres poderes.
 
A su vez, para un eficaz funcionamiento el sistema demanda un ingrediente indispensable: la igualdad ante la ley. Nada de lo diagramado serviría si el sistema no garantizara que, todos -gobernantes y gobernados- tenemos exactamente la misma categoría deóntica, los mismos derechos y las mismas obligaciones en el ejercicio de nuestras vidas cotidianas; somos completamente iguales al momento de mensurar y asignar consecuencias a nuestras decisiones. Es, entonces, la institución “igualdad ante la ley” la que prohíbe la existencia de “superiores” o “inferiores”. La República supera largamente, en calidad y eficiencia a la aristocracia; y aniquila por completo a la Oligarquía.
 
De los tres poderes del estado, el poder judicial es el más importante de todos. Eso es así porque todos los esquemas de distribución del poder, de acceso y de ejercicio del mismo quedarán más o menos legitimados dependiendo del decir de la Corte Suprema de Justicia, que tiene como objetivo el cuidado, resguardo y protección de los principios y valores adoptados en la Constitución Nacional. Y, entre ellos, el principio de igualdad ante la ley. El principio que nos garantiza que el poder va a ser temporariamente ejercido por algunos, a quienes no les corresponden prebendas o beneficios de ningún tipo, por el hecho de encontrarse en el ejercicio del poder, o por ningún otro motivo. La ley es la ley, y nadie debería poder eximirse de ella.
 
Por supuesto que todo esto puede sonar a licencia poética, o a una visión “romántica” de las cosas, lo que sería más que razonable que suceda dadas las múltiples experiencias de abusos y desvirtuaciones de las funciones a cargo del Poder Judicial experimentados en nuestro país. Pero no por ello debemos desatender el origen y el concepto, las funciones y la trascendencia del más importante de los tres poderes.
 
En teoría, el Poder Judicial es un poder “técnico”, profesionalizado y ajeno a los calores de las luchas políticas. En la práctica, la decisión de la CSJN de intervenir intempestiva y extemporáneamente (o lo que es lo mismo, ilegal e ilegítimamente) en el juicio que se está llevando adelante contra Cristina Kirchner fue de una gravedad institucional casi sin precedentes. A plena luz del día; sin mayores fundamentos; con Alberto Fernández paseando por el Palacio de Talcahuano 550 a sus anchas... la Corte desenvainó su masculinidad, y procuró abusar impíamente de la República y de la Justicia.
 
Lo sucedido nos posiciona a los ciudadanos comunes en un lugar de absoluta desprotección. Podría pensarse que la medida ilegal, ilegítima y arbitraria decidida por la CSJN en nada nos hubiera afectado, siendo que no participamos en la política, no somos los dueños de los “grandes grupos económicos”, o no tenemos ninguna vinculación con la obra pública ni con los contratos multimillonarios que enriquecieron desmesuradamente a Cristina Kirchner y a todos sus esbirros.
 
Sin embargo, de haberse concretado la ilegal intervención en el juicio por corrupción, la  CSJN nos habría dicho varias cosas:
 
     La igualdad ante la ley no existe. Es una declamación vacía de contenido. Eso significa que los ciudadanos comunes estaríamos mejor o peor posicionados dependiendo de qué “lado” nos encontremos.
     Precisamente por el imperio de la arbitrariedad, los productores de bienes y servicios con mayor llegada al poder lograrían convertirse en monopolios u oligopolios. La eliminación de la competencia en el mercado haría que los consumidores estuviéramos imposibilitados de elegir por precio y calidad.
     No existe seguridad jurídica. En consecuencia, la inversión privada (doméstica o internacional) definitivamente no se radicaría en la Argentina, y elegiría otras jurisdicciones con mejor calidad institucional; donde su inversión no corriera riesgos de ser expropiada o afectada por voluntad del gobierno. Sin inversión privada, no hay generación de puestos de trabajo genuinos, por lo que sería  de esperar que los índices de pobreza, desocupación e inseguridad aumentaran sustantivamente.
     Se elimina el sistema republicano de gobierno. La CSJN estaría cooptada por una facción política -el peronismo-, por lo que su el incumplimiento de su rol nos encaminaría a un unicato que, no sólo gobernaría de acuerdo exclusivamente a sus únicos intereses, sino que lo haría sin limitación alguna . Es imposible que los distintos intereses puedan conciliarse bajo un sistema de equidad, en el que las reglas de juego sean las mismas para todos. Ganarían los amigos del unicato. Y los que tuvieran mayor poder de fuego (violencia).
     Si bien ya hoy en día la educación está signada por los contenidos impuestos por el gobierno, con la violación institucional que garantiza la impunidad, la escuela sería -como en Cuba- centro de adoctrinamiento, pensamiento único y formación de súbditos, en lugar de ciudadanos.
     La prensa libre se extingue. El periodismo de investigación sería perseguido y condenado, por medios más o menos violentos, pero la libertad de prensa y de opinión dejarían de existir.
     La eliminación de la propiedad privada: ¿qué pasaría si gobierno del unicato decidiera expropiar nuestra vivienda, nuestro auto, nuestras marcas o patentes? ¿Que eso no sería posible en Argentina? Nada más que mirar el derrotero de Venezuela, un ejemplo mucho más vivo que el de Cuba, al que mucho de nosotros no percibimos por haber nacido cuando ya la dictadura comunista estaba en el poder. Pero con Venezuela es distinto... lo estamos viendo, en vivo y en directo. Somos testigos históricos de la terrible decadencia de una de las naciones con recursos valiosísimos. Somos testigos de la agonía y muerte de una democracia que se mantuvo firme cuando en los ‘70 la región entera entraba en un espiral de caos y violencia, golpes de estado y atentados terroristas que dejaron como resultado una incontable cantidad de vidas humanas. El exterminio de la propiedad privada es el exterminio de la civilización.
     Se deroga el debido proceso que garantiza la integridad física y moral de los habitantes, e impide al gobierno ordenar encarcelamientos por “crímenes” sin ley anterior que los defina. El Poder Judicial, ya no tendría el imperio para arbitrar juicios justos y velar por nuestro derecho a debido procesa y a defensa en juicio. Tampoco podría determinar la inconstitucionalidad de leyes arbitrarias, contrarias a los principios y garantías de la Constitución Nacional.[2]
     La inviolabilidad del domicilio deja de ser tal. Por lo que -sin Poder Judicial- todos estaríamos expuestos a que una noche, mientras estamos durmiendo, entre un grupo de hombres armados a nuestro hogar,  dispuestos a dar vuelta nuestra casa y sacarnos de ella para llevarnos... ¿a dónde?
 
Y así podríamos seguir por otro largo rato hablando de todo lo que cotidianamente hacemos, pura, única y exclusivamente gracias a la Constitución Nacional, al reconocimiento y protección de nuestros derechos individuales; a la garantía de imparcialidad y justicia que las normas y decisiones judiciales DEBEN contener; a la delegación de poder a uno u otro partido político, a los que cada cuatro años tenemos la posibilidad de elegir; a la obligación impuesta a esos elegidos, quienes se ven sujetados en el ejercicio de su poder por las obligaciones y los límites que la Constitución y el sistema republicano de gobierno les impone.
 
Más allá de las penurias económicas que el gobierno actual no sólo no supo evitar, sino que hasta podría creerse que las causó (por una notable negligencia y tibieza política); sea por su inoperancia o por su “ingenuidad” (si tal cosa fuera posible en un político), el de Mauricio Macri es un gobierno que jamás despertó alarmas con respecto al modo de ejercer el poder encomendado. Y, ante la gravedad de los acontecimientos y las terribles amenazas a las que la ciudadanía se vió expuesta por la ilegal e ilegítima intervención que intentó la Corte, cualquier negligencia en materia económica debe ser excusada. No por su intrascendencia o insignificancia; sino porque la gravedad de la amenaza duplica o triplica la gravedad de los errores económicos.
 
Tal es así que el repudio de una importante porción de la sociedad por la medida ordenada por JUAN CARLOS MAQUEDA, ELENA HIGHTON DE NOLASCO, HORACIO ROSATTI, y RICARDO LORENZETTI no se basa en conceptos económicos, o ambiciones de “venganza”. Se basa en un criterio que ni los más afamados y notorios filósofos y pensadores pudieron jamás definir cabalmente. Se basan en una ambición espiritual que sólo los humanos tenemos. Se basa en la expectativa de JUSTICIA, la esperanza de asignar a cada quien lo que cada quien merece. Una asignación de consecuencias por los actos propios; una asignación de premios y castigos que se legitiman por el reconocimiento de los demás; por la aceptación generalizada y por la convicción de que esos premios y castigos son justos; son los que corresponden.
 
La intervención de la CSJN en el juicio por corrupción llevado adelante contra Cristina Kirchner y la banda de la asociación ilícita que ella comanda fue de una gravedad institucional insostenible. Pero más grave aún, involucró la inmoralidad de violar el acuerdo fundamental; de violar el juramento que debieron prestar para estar en el lugar en el que están; de violar el criterio rector para cualquier sociedad civilizada que aspire a una convivencia pacífica. En suma, MAQUEDA, ROSETTI, HIGHTON DE NOLASCO y LORENZETTI, esos individuos, con nombre y apellido, intentaron violar  sin ningún miramiento, sin ninguna piedad, sin el más mínimo atisbo de vergüenza, a la Justicia que juraron proteger. Quedó golpeada, abatida y humillada. Quedó como una víctima más... de aquellas que el movimiento #niunamenos dice defender.
 
Algunos de nosotros prendieron hicieron sonar las alarmas en forma de cacerolas, y parecería ser que, al menos esta vez, se la pudo rescatar. Ahora debemos curar sus heridas, nunca jamás bajar la guardia, estar alertas y conscientes de su fragilidad, y convencerla de que ella, la Justicia, es la víctima, que no tuvo culpa alguna y que es hermosa, grandiosa e imprescindible para nosotros.
 
 


[1] Imprescindible conocer el Índice de Calidad Institucional elaborado por Martin Krause: http://www.libertadyprogresonline.org/wp-content/uploads/2019/05/indice-de-calidad-institucional-2019.pdf
[2] Por ejemplo, la “Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional”, creada por el gobierno de Cristina mediante Decreto 833/2014, podría disponer la cárcel para quienes tuviéramos “pensamientos cipayos o imperialistas”. 
 

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