Los gobiernos disponen, el trabajo impone
Martín Sáiz
Licenciado y Magíster en Recursos Humanos. Doctorando en Administración de Empresas e Historia.
Esta semana sumamos una nueva
frustración a nuestro mundo del trabajo: Argentina fue calificada como uno de
los tres países menos competitivos del mundo. Tenemos la honra de haber
superado a Mongolia y Venezuela, aunque para no entrar en depresión recomiendo
no mirar los números de los tres líderes Singapur, Hong Kong y Estados Unidos.
Si bien en el Ranking de
Competitividad Mundial tan sólo uno de sesenta y tres indicadores refiere
específicamente al trabajo, la realidad revela que Argentina no es referente,
pionera ni siquiera imitadora de buenas prácticas en el mundo del trabajo.
Podría seguir dando ejemplos, situaciones e indicadores de nuestras vetustas
estructuras laborales pero tomaré esta nueva frustración para reflexionar en
torno a una relación que entiendo sugiere atención: los gobiernos y el trabajo.
En un plano teórico e ideal,
valdría esgrimir que las políticas económicas implementadas por los gobiernos de
turno determinarían el marco regulatorio o las reglas de juego para que los
actores del mundo del trabajo interactúen. Ya sea para proteger industrias o
para abrir el juego a la cuestión internacional, sus políticas decodificadas en
leyes y acuerdos multilaterales condicionarían el trabajo.
Como verán, todo el párrafo previo
se verbalizó en condicional. Porque justamente el título de esta columna invita
a repensar esta relación: en este siglo, ¿los gobiernos imponen condiciones al
mundo del trabajo? ¿Cada país de manera individual puede pensar estructuras
laborales propias e independientes del escenario internacional? ¿Un poder
pasajero como son los políticos oficialistas puede realmente imponer
condiciones a los exponentes permanentes del mundo del trabajo tales como
empresarios, sindicatos u organismos laborales?
El mundo actual, ése espacio
interconectado en extremo ya nos dejó una seria enseñanza: no hay lugar donde
esconderse, ni espacio impalpable de estímulos. Se acabaron los tiempos donde
una empresa era la dueña total del mercado donde operaba. Por más gobierno
proteccionista que pasajeramente se instale, los clientes cuentan con vasta
información provista por ese mundo interconectado para decidir la adquisición
de su producto o del competidor que opera en el país vecino.
Recordando a Adam Smith, el
principal generador de riqueza es el trabajo y no la tierra. Cientos de años
después, pareciera que el trabajo se impone por sobre cualquier otra categoría
social. Volviendo al título la libertad y la competitividad entre países que
debieran especializarse en algo y no lo hacen, demuestran que los gobiernos en
su soberbia impositiva disponen condiciones al comportamiento laboral sin darse
cuenta que ello no logra absolutamente nada.
En un mundo que al posicionamiento
del trabajo como principal estructurador social desde tiempos de la primera
revolución industrial le sumó por estos tiempos tecnologías disruptivas que
conectan sincrónicamente cualquier latitud del planeta, el trabajo impone
condiciones globales sin tener la menor consideración por los planteos locales
de gobiernos intelectualmente obsoletos.
Ningún Estado o representación
gubernamental puede imponer nada al mundo del trabajo. El político que así
piense lo único que logrará es, por ejemplo, tener la honra de superar a
Mongolia y Venezuela en un ranking mundial.
Por esto es que mi principal aporte
al debate radica en entender que si el trabajo impone a nivel mundial sus
propias condiciones acorde a su evolución, los gobiernos de turno deben
acompañar esos imperativos modernizando estructuras e interacciones para no
perder el tren de la competitividad nacional.
Cualquier postura que acuse
“proteger” lo tradicional demonizando las innovaciones en este campo, lejos de
proteger esa industria o negocio lo está condenando a su desaparición. Estar en
medio de una nueva revolución industrial implica la ardua tarea de reconsiderar
paradigmas productivos y que las fórmulas de éxito históricas pueden ser ahora
las anclas que lejos de mantener la esperanza de calma en tiempos de tempestad,
se conviertan en un peso que ahogue a quienes las sostengan.
Un Estado severamente
intervencionista en materia laboral que promueva por igual leyes laborales
rígidas y costos laborales asfixiantes para un universo empresario cuyo 98% de
la composición son pymes, claramente no entiende que el trabajo impone por más
intención estatal de disponer cambios o regulaciones.
En resumen, la reflexión de la
columna gira en torno a entender el definitivo posicionamiento del trabajo como
generador de condiciones y no al Estado. Seguramente otros análisis puedan
validar esta misma relación aunque con otras categorías sociales. Pareciera que
algunas premisas de libertad establecidas hace siglos aun no son interpeladas
en Argentina, y tal vez en eso hallemos razón para entender nuestro atraso.
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