¡Ah, el Brexit!
Carlos Alberto Montaner
Abogado, escritor, periodista. Miembro del Consejo Internacional de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.



Sucedió en junio de 2016 y todavía no se sabe cómo se llevará a cabo. Por lo pronto les ha costado el cargo a dos Primeros Ministros conservadores del Reino Unido: David Cameron y Theresa May.
Vaya por delante que me parece razonable que los organismos internacionales y las propias naciones evolucionen y se unan o separen, siempre que lo hagan pacíficamente y con arreglo a leyes previamente pactadas.
Como se sabe, una pequeña mayoría de los británicos decidió salir de la Unión Europea. Algo menos del 2% de los votantes. Ni siquiera de los posibles electores, sino de quienes acudieron a las urnas (el 71%), aunque todos tendrán que apechugar con el inmenso costo político y económico de la operación. Ésa era la regla vinculante y la decisión es legítima. La loi c´est la loi. Como es legítimo que Trump sea el presidente de Estados Unidos, pese a haber obtenido casi tres millones de votos menos que su contrincante Hillary Clinton.
Son fenómenos paralelos. Como regla general los dos procesos se parecen. En ambos el voto mayoritario de las grandes ciudades fue opacado por el voto de regiones semirrurales o poblaciones pequeñas. En USA y en el RU (Reino Unido) hubo zonas muy importantes que votaron abrumadoramente contra el resultado final: California en Estados Unidos y Escocia e Irlanda del Norte en Gran Bretaña.
En las dos votaciones, las personas más educadas fueron vencidas por las que tenían menos estudios. Las minorías étnicas, lingüísticas, raciales y sexuales fueron aplastadas por el mainstream. En las dos naciones, grosso modo, triunfaron los nacionalistas frente a los globalizadores, y los proteccionistas frente a los partidarios del libre comercio. Por eso es perfectamente natural que Donald Trump esté feliz con la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE). Nigel Farage es su alma gemela.
La idea es que estadounidenses, canadienses, irlandeses, británicos, australianos y neozelandeses forman un universo diferente al del resto del planeta. Comparten los hallazgos de sus servicios de inteligencia, al menos durante el siglo XX han hecho la guerra codo con codo, hablan inglés y suscriben más o menos los mismos valores y percepciones.
Al fin y al cabo, los “ingleses” nunca estuvieron muy felices con la Unión Europea. Saben que ellos construyeron el mundo actual a partir de la revolución industrial. Todo lo que los alemanes y franceses lograron lo hicieron apoyados en el ejemplo británico. Y todo lo que italianos y españoles no consiguieron fue porque se apartaron del modelo inglés.
Los británicos nunca fueron mayoritariamente partidarios de trasladar las decisiones a una burocracia intrincada de personas colgadas de un presupuesto administrado desde Bruselas, como se quejaba constantemente Margaret Thatcher. Es verdad que fueron conquistados por los normandos en el siglo XI, pero esa zona de Francia estaba repleta de vikingos y no resulta nada claro si sobrevivió el componente anglo-sajón o si el “afrancesamiento” terminó por incrustarse en las instituciones, como acabó sucediendo con la lengua.
Todas las naciones que forman parte de la UE deben refrendarlo en un plebiscito que se gana o se pierde por mayoría simple, pero eso es absurdo. Tanto participar como darse de baja de ciertos organismos son decisiones trascendentes que van a afectar el desempeño de las generaciones venideras. Son demasiado importantes para dejarlas en las manos de unas pocas personas. Es necesario que se tomen por mayorías calificadas y en dos momentos diferentes para evitar las reacciones alocadas producto de crisis coyunturales.
A la semana de haberse pronunciado a favor del Brexit las encuestas arrojaban que, si se hiciera una segunda votación, ganarían los partidarios de permanecer en la UE. Afortunadamente, no hubo una nueva oportunidad, porque el resultado previsto era que triunfarían por un 2% los que querían quedarse y estábamos en las mismas.
A mi juicio, para dar cualquier paso trascendente (unirse a una organización como la UE, desgajarse de un país y poner tienda aparte, etcétera, etcétera) la sociedad debe ajustarse al menos a las siguientes cuatro reglas:
  • La votación debe ser obligatoria, aunque sea posible votar en blanco.
  • La mayoría calificada debe ser el 60% del censo electoral.
  • El costo de entrar o salir debe ser establecido de antemano.
  • La decisión de “entrar” o “salir” debe ser ratificada en una consulta realizada en otra legislatura para que sea efectiva.
En ese caso es conveniente darles la bienvenida a los nuevos socios o, en su defecto, despedirlos amablemente. Pero ahorrándonos todos el lamentable espectáculo del Brexit.
 

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