Default, el valor de la palabra
Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
“Calle Esparta su virtud,
sus hazañas calle Roma,
¡Silencio!, que al mundo asoma,
la gran deudora del sur”.
Domingo F. Sarmiento
“Te
doy mi palabra” ha sido desde siempre, la rúbrica indeleble del compromiso ineludible
al que cualquier persona de bien se obligaba.
Incluso aquel que posee un valor ético superior, considera innecesario y
redundante esta expresión, todo lo que dice y a todo lo que se compromete lleva
implícito la promesa de cumplimiento y el tener que aclararlo linda con lo
ofensivo.
¿Los países pueden dar “su palabra”? Estrictamente hablando no, ya que las
naciones son abstracciones imaginarias sin voluntad propia. Un compromiso es un acto voluntario y sólo
puede ser llevado adelante por un ser humano.
Los países no pueden dar su palabra,
tampoco los gobiernos… entonces ¿en que se basa la confianza que despierta una
nación para ser digna de crédito?
El problema es moral, pero principalmente
ético. Una población que reniega de la
palabra entregada, que vive del engaño y de ser “ventajista” (vicios de la ética); no tiene la catadura moral
suficiente para exigir a sus gobernantes que sean virtuosos. Incluso se sienten identificados y llegan a
festejar la trampa y la “picardía” o
viveza criolla de “cagar al otro”
(perdón pero es el término coloquial).
Valga como ejemplo el festejo y los aplausos casi futboleros en el
Congreso al declararse el default en el 2001.
¿Y los países acreedores que opinan? La respuesta es muy simple, ¿Qué pensarían
ustedes de un vecino que le pide cosas y no se las devuelve?
Pero la argentina no fue siempre así. Hay dos ejemplos de otra época, de un tiempo
en el que éramos un país serio, que crecía como pocos en el mundo, que era
admirado; un país que era tan atractivo como el mismísimo Estados Unidos a los
ojos de los inmigrantes europeos.
El primer ejemplo (por orden cronológico)
lo dio Nicolás Avellaneda. Ante la
crisis financiera mundial desatada en 1873, que repercutió en la argentina 3
años después y los consejos de la suspensión del pago de la deuda nacional, el
presidente dijo: “los tenedores de bonos
argentinos deben, a la verdad, reposar tranquilos. La República puede estar
dividida hondamente en partidos internos; pero no tiene sino un honor y un
crédito, como sólo tiene un nombre y una bandera ante los pueblos extraños. Hay
dos millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y sobre su
sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe
pública en los mercados extranjeros”.
La referencia a “estar dividida hondamente” resulta casi premonitorias de nuestro
presente, lástima que se nos olvidó, o mejor dicho, que perdimos el concepto de
honor que patentizó al asegurar que “dos
millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y sobre su sed,
para responder en una situación suprema a los compromisos”.
Avellaneda entendía que el honor no se vende e incluso, si se quiere ser
pragmático, sabía que, a la larga, el “costo”
de faltar a los compromisos es mucho mayor que el de cumplir con ellos. La clara voluntad de pago simplificó la
renegociación de la deuda, evitando así que se declarase el default.
A la par, para poder bajar el déficit
estatal, despidió a 6000 empleados públicos y disminuyó el sueldo de los
restantes un 15% (incluido su propio sueldo).
El otro ejemplo a considerar es el de Carlos
Pellegrini, quien fuese apodado como el “piloto
de tormentas”, debido a su destreza para sacar a la Argentina de la crisis
económica en la que se hallaba sumergida.
Al asumir la primera magistratura dijo: “mi primer deber es levantar a nuestro país de la postración inmensa
que lo abate, lo consume y lo desacredita…salvemos al país de la bancarrota”.
Este
Presidente prefirió sacrificar los intereses de coyuntura pagando en ese
momento el costo del ajuste para mantener el crédito del país en el exterior, optó
por dejar a un lado las conveniencias políticas de coyuntura, evitando así
trasladar el costo a las generaciones futuras. Dos décadas después, el país mostraba niveles
de prosperidad que sorprendían al mundo.
El día que dejó el poder, cuando regresaba a pie a su casa junto a
Mitre, el pueblo contempló con respeto el paso de estos eminentes ciudadanos.
La contracara la tuvimos en el anuncio de
Adolfo Rodríguez Saa en el 2001 anunciando la suspensión del pago de la deuda
externa y la patética ovación de pie del Congreso de la Nación en pleno.
Y por parte de Néstor Kirchner, quien dijo
con respecto a la reestructuración de la deuda externa que: “la postura del 75% de quita es firme, no
hay otro camino y vamos a mantener esa propuesta… no estamos dispuestos a
castrar el esfuerzo argentino para salir adelante”.
¿Cuál es la diferencia?, simple. Luego de las crisis de Avellaneda y de
Pellegrini, la Argentina llegó a ser el
país con mayor ingreso per cápita del mundo… luego de las crisis con
Rodríguez Saa y Kirchner ya sabemos dónde estamos.
Vos podes elegir el modelo de país en el
que querés vivir, es TÚ decisión, es TÚ responsabilidad.
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