La igualdad
Carolina González Rodríguez

Abogada. Docente universitaria. Miembro del Consejo Académico de Fundación Atlas. Premiada en el "Concurso Internacional de Ensayos: Juan Bautista Alberdi: Ideas en Acción. A 200 Años de su Nacimiento (1810-2010)", organizado por Fundación Atlas.




Los serios incidentes en Chile son “música para los oídos” de la izquierda y el progresismo en general. Y lo son porque los cantantes de esa melodía se enrolan en todo el espectro del periodismo, aún del considerado “serio”.
Podría resumirse la opinión – también generalizada- de los motivos y orígenes de esta triste situación por la que atraviesa el país más desarrollado de América Latina en el “hartazgo” de los índices de desigualdad social en Chile.
Los datos informan, sin embargo, que esos índices experimentaron caídas importantes, y se sitúan  a niveles promedio del resto de la región. ¿Es esa caída insuficiente? Seguramente.
Pero ¿por qué importa tanto la “desigualdad”?
En una encuesta doméstica que realicé una vez en las clases que dicto en la UBA Derecho planteé a los alumnos la posibilidad de elegir entre tener un ingreso de $100, mientras que el sector superior tendría un ingreso de $1000; o bien tener un ingreso de $10.000, pero el sector superior tendría uno equivalente a $10.000.000.
Mi sorpresa fue infinita al escuchar que los alumnos preferían un ingreso de $100, en tanto los mismos representaban el 10% de los ingresos superiores. Y descartaron la posibilidad de multiplicar por 100 esos ingresos, si la condición para hacerlo fuera que el resultado significaría un 0,1% de los ingresos del sector superior. Esta preferencia es la que la prensa alega como causal de “enojo” en el pueblo chileno.
Tal vez al ser un experimento rudimentario, las respuestas estuvieron influenciadas por el hecho de no tener la verdadera opción. Es decir, resultaría realmente irrazonable que entre la posibilidad cierta de percibir $100 o percibir $10.000, aunque los diferenciales también fueran ciertos, los alumnos eligieran la primera opción. Lo que quiero significar es que la idea de la igualdad está arraigada en las mentes de las personas. 
Según datos del Banco Mundial, en 1990, el PBI per cápita en Chile (en dólares constantes) era de $4511, mientras que en 2018 fue de U$S 25.222. Esto significa un aumento del 519% en menos de 20 años. En Argentina, por ejemplo, el PBI per cápita en 1990 era de U$S 7380, y en 2018 fue de U$S 20.567. En términos nominales, significa  un ingreso de U$S 4.655 menos que Chile, y representan un aumento, en el mismo período de 278%... prácticamente la mitad del crecimiento experimentado por Chile.
En cuanto a los índices Gini, el mismo Banco Mundial informa que en 1990, el coeficiente en Chile era de 57,2, mientras que en Argentina era de 46,8; es decir, Argentina presentaba una situación 10, 4 puntos mejor que Chile. En el 2018, Chile había mejorado sus índices hasta reflejar 46, 6 puntos, significando una baja en los niveles de desigualdad de 10,6 puntos en 18 años. Argentina también los mejoró, bajando a 41, 2 puntos en el mismo período, reflejando un baja de 6,1 puntos del índice Gini.

A pesar de los condicionamientos a los que todas las estadísticas están sujetas[1] , de estos sencillos datos surge que, los niveles de ingresos en Chile y en Argentina demuestran un éxito de las políticas económicas chilenas, frente a un rotundo fracaso de las políticas intervencionistas argentinas.
La desigualdad es una consecuencia ineludible de la diversidad humana. Las capacidades, talentos, habilidades, pericias, y las características indeseables como los vicios y defectos presentes en todos y cada uno de nosotros, hacen imposible que la igualdad, como valor intrínseco en un grupo humano, sea materialmente posible de alcanzar.
Siguiendo a Nozick[2], en otra de las clases practiqué un segundo experimento: supongamos que llega un hada madrina en este momento, y nos regala U$S 100.000 a cada uno de nosotros (alumnos y profesora). Pregunté, de manera individual, qué destino le darían a ese dinero. Al final de la consulta, algunos manifestaron sus preferencias por los viajes, otros por los automóviles, otros por las propiedades, otros por el ahorro. Como resultado, en apenas unos minutos la “igualdad” que mi fantasiosa hada madrina nos había otorgado dejó de ser tal. Algunos teníamos más dinero que propiedades, autos y viajes; y otros, más viajes, autos y propiedades que dinero.
La moraleja del experimento es que una sociedad justa es aquella que, en lugar de pretender índices de igualdad “satisfactorios”, brinda los marcos institucionales en los que cada uno de los habitantes cuenten con los derechos y garantías para poder ejecutar no sólo sus preferencias, las que no pueden lograrse sin el intercambio libre y voluntario de los productos y servicios que generen en consecuencia de sus habilidades.
Lo sabemos desde 1776, cuando Adam Smith publicó “La Riqueza de las Naciones”: la causa de tal riqueza no es otra que la división del trabajo.
Esta división del trabajo demanda algunos puntos de partida elementales: i) somos todos desiguales; ii) es imprescindible la libertad individual, para trabajar, para producir, para ofrecer y para gestionar los recursos que son escasos y deben asignarse a necesidades infinitas. La productividad de una nación no pasa por los recursos “tierra, trabajo y capital”. Tenemos varios ejemplos de países ultra desarrollados –como Israel y Japón- que no tienen tierra, y son parte del Primer Mundo; iii) la propiedad privada, sin la cual los individuos no tendrían el más mínimo incentivo a producir en exceso de lo que consuman, en tanto no se verían beneficiados por los réditos que esa producción arrojaría, debe ser la institución rectora para esa sociedad; iv) debe imperar el Estado de Derecho, el que debe servir de marco para el funcionamiento del estado. El sistema republicano de gobierno, la división de poderes, el derecho al debido proceso y a las libertades individuales son parte del esquema que demostró, empírica e indiscutiblemente, la superioridad de Occidente en relación a los esquemas institucionales de Oriente Medio, por ejemplo, en el que ninguno de estos conceptos refleja las preferencias morales de esas sociedades.
La igualdad a la que –según la prensa, aspiran los chilenos involucrados en los lamentables acontecimientos de los últimos días- es una igualdad de resultados. Y es esa la que, como lo explican claramente Nozick y el sentido común, es una quimera… un objetivo inalcanzable por las propias condiciones del ser humano.
En su libro “Conflict of Visions”, Thomas Sowell[3] plantea magistralmente la disyuntiva frente a la que la humanidad se encuentra. Quienes pretenden la igualdad de resultados, adhieren a una concepción del hombre que no admite la existencia de limitaciones (constraints) propias y naturales en todos los seres humanos. Esa la que pretende el advenimiento del “hombre nuevo” Marxista; un hombre ideal en el que el interés por las cosas, circunstancias y personas cercanas a él pasan a un último lugar, superadas por el “interés general”.
Los liberales, por el contrario, tenemos la visión diametralmente opuesta. Los hombres somos falibles, limitados, ignorantes, egoístas –en un sentido próximo a la identificación que hace el jurista y juez español Vicente Magro Servet[4]- en búsqueda del interés particular. El “bien común” o “bienestar general” fue amplia y fundadamente cuestionado por Hayek[5] en “Law, Legislation and Liberty”, y ha demostrado cabalmente ser una excelente herramienta para la búsqueda de rentas en políticos, la formación de lobbies en grupos de poder y –en definitiva- el caballito de batalla por excelencia de izquierdas rancias.
La igualdad a la que los liberales aspiramos es aquella declamada por la Declaración de Principios de Virginia, también en 1776, que, según mi traducción desautorizada, en su primer Artículo reza (como un dogma de fe para quienes adherimos a estas ideas) que “Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados; en esencia, el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades, y la búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad
Es ésta, la igualdad ANTE LA LEY, y ninguna otra, la igualdad a las que las sociedades deberíamos propender, reclamar y exigir. Porque es la igualdad que se obtiene si y sólo si el marco institucional es el marco del Estado de Derecho ya descripto. Un Estado de Derecho en el que las instituciones sean las rectoras, y no las figuras humanas que tuvieron la pericia (y malicia) suficiente para entronarse como “salvadores de la Patria”. Un Estado de Derecho en el que las convicciones filosóficas obliguen a demandar el respeto por las libertades individuales, y obliguen a asumir las consecuentes responsabilidades por los hechos, actos y omisiones propios. Al fin y al cabo, somos falibles, y de ahí que más de una vez erremos en las decisiones de producción y consumo que tomemos.
Una sociedad igualitaria es la que genera los sistemas políticos que no impongan barreras de acceso a quienes tengan la vocación por la cosa pública, ni permitan la perpetuidad en el poder de los grupos que, con el tiempo, lograron el monopolio político para enriquecerse a costa de los ciudadanos, convertidos así en súbditos. Como es el palmario caso del peronismo en la Argentina.
La prensa viene cantando a coro, pontificando y determinando que la causa de los incidentes en Chile no es otra que la “terrible” desigualdad en la “distribución del ingreso” que se atestigua en ese país. No se pregunta por qué, si hace menos de dos años, ese mismo pueblo “harto” de las “políticas neoliberales” votó, pacífica, legítima y legalmente en un sistema democrático a un Presidente que, según la misma prensa, encarna esas odiosas políticas. ¿En tan poco tiempo “el pueblo” se hartó?
Sin lugar a dudas que plantear y explicar las posturas a las que adhiere el liberalismo demandan reflexión, pensamiento crítico y elaboración de ideas propias. Son muy difíciles de transmitir, siendo que –del otro lado- automáticamente se nos contesta con ¿argumentos? normativos y falacias ad-hominen como “insensibles”, “materialistas”, “egoístas” y desinteresados por los “que menos tienen”.
Lo triste y lamentable es que resulta precisamente lo contrario. Porque reclamamos la igualdad ante la ley es que pretendemos un sistema en el que no puedan florecer las castas, ni las oligarquías políticas con acceso a recursos ajenos, sin producir ni entregar nada de valor a cambio.
Porque aspiramos a una sociedad en la que todos podamos ejercer y disfrutar el máximo nivel de dignidad, y no haya algunos que sean arrastrados como ganado a marchas y movilizaciones, equiparándose a animales que actúan por instinto de supervivencia. Porque en el sistema imperante, la alternativa que esas personas tienen para ejercer su egoísmo, es decir, procurar su propio interés, es el de servir de masa para los intereses de unos pocos inmorales que, en pleno acuerdo con las teorías Marxistas, no tienen ningún problema en utilizarlos como medios para alcanzar sus propios fines… igualmente egoístas.
La igualdad ante la ley es la que, de alcanzarla algún día, destrozaría a las claques políticas, porque ya no tendrían incentivos para hacer de la cosa pública su emprendimiento personal. Porque los “pobres”, los “que menos tienen”, encontrarían los espacios institucionales, el respeto a sus vidas, sus personas, sus libertades y su propiedad privada que generarían los incentivos a procurarse por sí mismos el paso a una situación más satisfactoria de la que se encuentran. O no. Pero, en todo caso, ya no existirían vivos intentando vivir de lo ajeno de manera orgánica e institucional como lo hace hoy en día la clase política. Ni violentándolos en su más íntima e inherente dignidad.
Esa es la IGUALDAD  que, como liberal, añoro y espero legarle a mi hijo y a mis nietos.
  
La mayoría coincidió en que el enojo del pueblo chileno se venía acumulando.

La gente que sale a la calle no representa a la mayoría de la población. Es gente que no trabaja. Se dicen estudiantes, pero no deben ni estudiar.




[1] Por ejemplo, las mediciones en Argentina no incluyen los extremos más altos y más bajos, como por ejemplo, conglomerados urbanos con menos de 100.000 habitantes, entre los que podría considerarse localidades ubicadas en la región pampeana, donde podrían esperarse altos niveles de ingresos provenientes de la producción sojera; o los múltiples asentamientos ubicados en toda la Argentina.
[2] Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía. Fondo de Cultura Económica. México D.F, 2004
[3] Thomas Sowell, Conflict of Visions. Ideological Origins of Political Struggles. Basic Books, New York, 2002.
[4] Vicente Magrot Servet. ¿Interés Particular o Interés General? Disponible en https://www.diarioinformacion.com/opinion/2016/02/12/interes-general-o-interes-particular/1726873.html
[5] Friedrich Von Hayek, Law Legislation and Liberty. Liberty Fund. Indiannapolis, 2010. 
 

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