El valor de la confianza
Orlando Litta
Abogado y presidente de la Fundación LibreMente de la Ciudad de San Nicolás, Buenos Aires, Argentina. 



“Lo único que no tiene garantías cuando se rompe es la confianza”
Mafalda. Quino

Cuando nos referimos a la palabra confianza la percibimos como un valor que puede ser entendida de dos maneras. Un modo de concebirla es cuando una persona tiene seguridad en sí misma para realizar una acción, por ejemplo, manifestando “me tengo fe”. El otro modo es internalizar la confianza cuando las acciones se vinculan con otros y/o en función de otros; es decir, creemos en que otros serán capaces de actuar responsablemente en una determinada tarea.
Considero que las dos maneras de comprender la confianza deben ser coadyuvantes para poder lograr un objetivo buscado grupalmente. En primer lugar, la afirmación del yo, reforzando la autoestima como condición necesaria para iniciar un proyecto; luego la necesidad de tener fe en que los otros cumplirán con su labor para trabajar en conjunto y arribar a la meta anhelada. Como consecuencia se allanarán o se simplificarán las relaciones entabladas para conseguir el propósito a alcanzar. 
Cualquier actividad grupal, no importa su naturaleza, entre otras puede ser una disciplina deportiva, un coro musical, una orquesta sinfónica, un equipo de trabajo en una empresa, requieren de una interdependencia de confianza entre los integrantes para la obtención de un resultado positivo. El nexo con los otros basado en la confianza siembra la credibilidad recíproca. O sea, se trabaja con el supuesto de la presunción de predecibilidad en el accionar de todos, las labores se hacen efectivas bajo la hipótesis futura que todos actuarán en el contexto prefijado.   
Ahora bien, traslademos estas corresponsabilidades que se desempeñan unívocamente para lograr un fin loable al ámbito de las políticas públicas de un país. Seguramente avanzarán los países que tienen reglas claras que guíen las conductas de los ciudadanos en el sentido que puedan desarrollar libremente sus potencialidades, sin que la autoridad estatal los asfixie con un exceso de reglamentarismo. Las sociedades que mejor se desenvuelven son las que conviven en un marco de institucionalidad serio, confiable.
En Argentina, los ciudadanos hemos perdido la confiabilidad en las endebles instituciones que el Estado viene diseñando desde hace largo tiempo. Distintos tipos de normas, muchas contradictorias, han confundido y tornado inciertas nuestras vidas. Los innumerables impuestos que sufrimos agobian el vivir cotidiano. La seguridad jurídica que necesitamos para emprender e invertir es una quimera ya que el Estado es el primer violador de las reglas modificándolas a su placer.
Todo ello hace que convivamos en una sociedad donde todos desconfiamos de todos, predispuestos a recibir y dar una zancadilla cuando realizamos transacciones de distinta índole en la vida privada. Esta desconfianza se maximiza en la ocasión que la relación es con el Estado, ello así en virtud de que ya sabemos que existe un alto grado de riesgo en cuanto a que el mismo nos cambiará las reglas y/o las incumplirá, abandonándonos en una situación de indefensión.
Podemos afirmar sin hesitar, que el cultivo del incumplimiento a la ley, fundamentalmente el de la Constitución Nacional fomentada desde  el Estado a través de los tres poderes que lo constituyen, trajo aparejado una cultura en la cual los valores se van desdibujando notoriamente y en donde la desconfianza se instala como un obstáculo al crecimiento, convirtiendo dificultosa la vida en democracia.         
Los mecanismos psicológicos que portamos los argentinos nos conducen a una constante contradicción, padecemos de estatolatría, siempre pidiendo la tutela del Dios-Estado pero simultáneamente somos conocedores que ese tótem protector nos engañará con múltiples procedimientos. Ergo, depositamos la confianza en el Estado para luego desconfiar de él. Notable paradoja, ¿no? Auténtico oxímoron.
Esta idiosincrasia cultural ya tiene raíces lamentablemente sólidas, exponiendo ante el mundo un país poco confiable. Las relaciones internacionales fructíferas se nutren de la confianza para realizar negocios e inversiones. Argentina adolece de fiabilidad internacional. Esta carencia, con total desparpajo se la atribuimos a las conspiraciones internas y externas colocándonos en una posición de víctimas; la culpa la tienen “los otros”.   
A tal magnitud ha llegado el nivel de desconfianza que la presidencia y vicepresidencia de la nación está compuesta por dos personas en las cuales resulta manifiesta la falta de credibilidad entre ambas. Obvio que ello repercute en la sociedad, estando todos expectantes de quién prevalecerá para saber a qué reglas atenernos. Por mi parte, no tengo dudas que predominará el poder de la señora vicepresidente, puesto que es quien posee el cartucho y la tinta de la lapicera que transporta el presidente. Estamos ante un “primer mandatario” que no puede resistir un archivo y periódicamente debe corregir sus dichos para estar en línea con quien ostenta el poder real.
El binomio gobernante es un fiel reflejo de la mentira en la que siempre convivimos, siendo todo esto un producto de nuestra cultura.
Las sociedades que no reposan en la robustez del Estado de Derecho están condenadas al fracaso, reiterándose en desórdenes periódicos.
Institucionalidad, reglas claras, respeto a la propiedad privada, no tolerancia a la corrupción, son señales que nos devolverán el valor de la confianza entre nosotros y de la comunidad internacional hacia nosotros. Será posible alguna vez o será como la frase de Mafalda?                
 

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