“La salud no puede dejarse en manos del mercado”
César Yegres Guarache

Economista. MSc en Finanzas. Profesor universitario. Director Ejecutivo de la Cámara de Comercio de Cumaná. Mención especial, Concurso Internacional de Ensayos: Juan Bautista Alberdi: Ideas en Acción. A 200 Años de su Nacimiento (1810-2010), organizado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


@YegresGuarache / cyegres@udo.edu.ve





Como si no fuera suficiente tragedia para la humanidad el avance del Covid-19, la situación ha empeorado en muchas partes por acción u omisión de sus líderes en funciones de Gobierno. Sin duda que se trata de una pandemia como pocas en la historia universal, para el que ninguna nación estaba preparada, y deben concentrarse esfuerzos simultáneos en atender la emergencia, mantener bajo control la tasa de nuevos contagios, experimentar con medicamentos y desarrollar una posible vacuna. Es muy difícil cubrir con solvencia todos estos aspectos al mismo tiempo o priorizar unos sobre otros.
Sin embargo, las cosas se ponen aún más feas para los ciudadanos si aquellos con responsabilidad oficial para liderar esta misión actúan de forma sesgada o bajo premisas falsas. Se pueden contar con los dedos de una mano -y sobran dedos-, los Presidentes o Primeros Ministros que le han hablado claro a sus gobernados y han tomado las medidas que parecen ser las adecuadas. Porque la mayoría ha errado, sea por subestimación de las características del Covid-19, el ocultamiento de información, la sobreestimación de las capacidades de su nación para afrontar la pandemia o el planteamiento de falsos dilemas como aquellos de “frenar la economía para atender a los enfermos” o “dejar la salud y la vida de las personas en manos del Estado o del mercado”.
En muchos casos, el discurso político confunde los conceptos de “salud” y de “sistema de salud”. El primero se refiere a una condición puntual del organismo, que forma parte del capital humano y compromete la mera existencia. El segundo, comprende todos los servicios o actividades que permiten promover y mantener la salud de las personas, a título individual, colectivo o ambiental. Allí radica el debate sobre la intervención del Estado y el funcionamiento de esos complejos y diversos servicios: algunos de ellos son lo que la teoría económica denomina bienes públicos y bienes preferentes o meritorios (educación sanitaria, saneamiento ambiental, vacunación…) y otros como bienes privados (atención clínica, curativa y asistencial…).
En general, existe consenso acerca de la función irrenunciable del Estado en la rectoría y regulación de tales prestaciones, pero su grado de participación en el financiamiento y suministro de los diferentes tipos de bienes ya mencionados es variable.  Así, en aras de lograr una cobertura universal, los bienes públicos, preferentes y meritorios usualmente tienen financiamiento estatal y su provisión al consumidor final puede ser totalmente pública o mixta (una parte pública y la otra contratada a un tercero particular). Por otro lado, el Estado participa en el mercado de bienes privados, por razones de equidad, eficiencia y justicia social pero, en la gran mayoría de los países, el financiamiento y la provisión es compartida con el sector privado porque, sencillamente, ninguno de los dos sectores, por sí sólo, tiene la capacidad suficiente de satisfacer toda la demanda de la sociedad.
Si eso es así en circunstancias normales, peor aún en tiempos de una pandemia tan terrible como la actual. Independientemente del tamaño y de la participación del Estado en el sistema de salud, es evidente que ningún país tiene la infraestructura hospitalaria, el personal médico ni el suministro de medicamentos e insumos suficientes para atender –sea por emergencia, terapia intensiva o aislamiento- a una cantidad tan grande de afectados.
En medio de esta tragedia, quizás no sea políticamente correcto recordar que, a fin de cuentas, todo el financiamiento de los sistemas de salud proviene de los ciudadanos, sea directamente al contratar servicios privados, o indirectamente, al pagar impuestos que alimentan la oferta estatal de los mismos. De nuestros bolsillos sale el dinero que paga el sueldo de las enfermeras, el mantenimiento de los quirófanos, los bisturís, el combustible de las ambulancias o la investigación y el desarrollo de una posible vacuna para el Covid-19 y su distribución. Y tampoco esperemos regalos o donaciones, porque la OMS ni ningún otro organismo multilateral están en capacidad de cubrir unilateralmente todo lo requerido y, lo poco o mucho que puedan aportar, igualmente es pagado por nosotros, porque ellos operan con el aporte de sus Estados miembros.
Así que la próxima vez que cualquier Presidente o Primer Ministro diga que no puede dejarse en “manos del mercado” los temas de la salud, hay que exigir una aclaratoria del alcance de lo que está planteando, porque ya de por sí el Estado participa bastante en esa área y, aunque pretendan hacernos creer lo contrario, ese mercado nunca desaparece, porque al haber una o varias personas demandando servicios de salud e interactuando con otras capaces de satisfacerlos (sean funcionarios gubernamentales o particulares privados) estaremos en presencia de un mercado, con sus posibles fallas y externalidades,  en una dinámica interacción de la que surgirán precios. De esta manera, la responsabilidad última de cualquier anomalía en el sistema de salud de un país -sea público, privado o mixto- recae siempre en el Estado, en su rol de regulador y garante de la organización y funcionalidad de ese sistema y de sus mercados derivados, en el que todos los ciudadanos participamos, pagamos y debemos recibir algo a cambio.
Entre el cúmulo de secuelas que el Covid-19 le dejará a la humanidad en vidas perdidas, economías deprimidas y pobreza, hay que añadir a funcionarios públicos populistas e irresponsables cuyas carreras políticas deben sufrir las consecuencias de sus acciones y omisiones en estos difíciles días para todos. 

 

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