El necesario regreso de la austeridad
Juan Ramón Rallo
Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. 



De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, la deuda pública de España cerrará 2020 en el 113,4% del PIB. De acuerdo con el Banco de España, esta cifra podría elevarse hasta el 122,3%: se trataría, pues, de nuestro mayor nivel de endeudamiento estatal desde finales del siglo XIX (cuando superamos transitoriamente el 120%). Tal estallido de los pasivos soberanos no inquieta demasiado, sin embargo, a algunos economistas que se escudan en el reconfortante dato de los actualmente bajos tipos de interés de la deuda española y en, por tanto, la aparente ausencia de señales de alarma en los mercados. Pero se equivocan.
Si a día de hoy España continúa endeudándose a un coste bajo, es simplemente porque existe una más que fundada expectativa de asistencia financiera por parte de la eurozona: ya sea a través del Banco Central Europeo del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad), los mercados confían en que nuestros socios monetarios no van a permitir que se eleven demasiado los diferenciales de riesgo entre los distintos títulos de deuda estatal. De ahí que, a día de hoy, incluso la insolvente Grecia esté siendo capaz de colocar sus pasivos en los mercados a tasas razonables.
Ahora bien, fijémonos en cuáles son los perversos presupuestos del anterior razonamiento: “Es verdad que España por sí sola no podría sostener niveles tan altos de endeudamiento público como los venideros, pero lo lograremos gracias al respaldo que nos proporcionará el ahorro alemán, holandés, austriaco o finés”. Y es aquí donde reside el talón de Aquiles de este razonamiento: la generosidad de los países ahorradores dentro de la eurozona no es ilimitada.
No en vano, incluso en medio de una crisis sanitaria sin precedentes en el último siglo, Alemania y Holanda ya han batallado para establecer estrictos límites funcionales y cuantitativos al monto de financiación que están dispuestos a ofrecer a los países sobreendeudados (algo absolutamente lógico, dado que Alemania y Holanda nos han estado presionando durante casi una década para que dejáramos de endeudarnos y para, por tanto, poder contar con espacio fiscal suficiente de cara a acontecimientos como este). Qué no ocurrirá, pues, cuando la emergencia sanitaria haya concluido y regresemos a una cierta normalidad social y económica en la que cada país pasará a ser enteramente responsable de la gestión de sus propias finanzas públicas.
Durante los próximos años, el déficit público que engendraremos en 2020 mostrará una considerable resistencia a retroceder: el propio FMI estima que, tras el 9,5% del PIB en 2020, todavía nos mantendremos en el 6,7% en 2021; el Banco de España, por su parte, considera que el déficit acaso permanezca en el 7,4% en 2021. Así las cosas, ¿cómo pensamos financiar semejante agujero presupuestario recurrente?
Europa no va a tolerar que la parasitemos de manera estructural; nos puede echar una mano para que pongamos en orden nuestros asuntos, pero no para subsidiarnos permanentemente: el sueño de unos eurobonos (canalizados directamente a través de un Tesoro europeo, o indirectamente a través de la monetización ilimitada por parte del BCE) no sería más que una pesadilla para los contribuyentes alemanes, holandeses o fineses, y por eso no los aceptarán bajo ninguna condición (en realidad, podrían llegar a aceptarlos bajo una: que sean ellos quienes administren nuestras propias finanzas para imponernos la cuadratura entre ingresos y gastos).
De ahí que, si en los sucesivos ejercicios persistimos en un déficit descontrolado, solo nos restarán tres opciones: o líneas de financiación europeas con una condicionalidad muy estricta, o emisión autónoma de deuda en los mercados o salir del euro confiando en autofinanciarnos a través de nuestro propio banco central. Las dos primeras opciones por necesidad implicarían una fortísima austeridad dirigida a igualar nuestros ingresos y nuestros gastos: o bien nos la impondría la Troika (como condición de acceso a la financiación) o bien nos la impondrían 'los mercados' (vía espiral de incremento insostenible del coste de nuestra financiación).
La tercera posibilidad, regresar a la peseta para así poder monetizar deuda en el Banco de España, no solo constituiría una catástrofe para nuestra economía en el corto y en el largo plazo, sino que, además, sería del todo inútil para alcanzar los objetivos pretendidos. A la postre, las monedas actuales no son más que un pasivo del Estado emisor: si ese Estado es incapaz de colocar sus bonos en el mercado a un precio competitivo (es decir, si tiene que colocarlos a altos tipos de interés), tampoco podrá colocar su moneda a precios competitivos (es decir, tendrá que enfrentarse a fuertes depreciaciones o alta inflación). Lo que vale para EE.UU., Alemania o Reino Unido no vale necesariamente para España, Italia o Portugal. En definitiva, no nos queda otra que resucitar esa palabra que algunos pretendían haber enterrado con demasiada premura: 'austeridad'. A medio plazo, hemos de equilibrar sí o sí nuestro presupuesto para comenzar a reducir nuestro altísimo 'stock' de deuda pública y ello requerirá o de notables subidas de impuestos (desde una óptica extractivamente socialdemócrata) o de audaces recortes del gasto (desde una perspectiva respetuosamente liberal). Cuanto antes nos mentalicemos, y cuanto antes comience a trabajar el Gobierno en ello, tanto mejor para todos.


Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Confidencial (España) el 22 de abril de 2020 y en Cato Institute.

 

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