Hay que saber ser minoría
Pedro Schwartz
Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.



“Supuesta la igualdad de derechos, la desigualdad de condiciones tiene muy saludables efectos”, Jovellanos.
No es fácil pero los tiempos claman porque existan minorías. La política parece invadirlo todo en nuestras sociedades. Tanto en las democracias como en los países autoritarios, quienes mandan o aspiran a mandar buscan incansablemente el apoyo de la mayoría por cualquier método que tengan a mano, legítimo o ilegítimo, patente o disimulado. Las mayorías políticas se obtiene moldeando la opinión pública con las nuevas técnicas de comunicación, que aprovechan que las opiniones se han hecho evanescentes, caprichosas – e influibles. Basta con asomarse a las redes sociales para ver cómo cunden la violencia verbal, el insulto, la descalificación, las noticias falsas, las teorías conspiratorias. Se ha hecho fácil opinar superficialmente con un emoticón o con un ‘me gusta’ y ‘no me gusta’. Los influyentes o influencers cambian las modas del consumo y los modos de vida. También parece ser fácil, nos dicen, fomentar climas de opinión en períodos electorales con métodos invasivos y automáticos, para enturbiar las votaciones e incluso afectar el resultado. Las prédicas en la televisión de quienes nos mandan menudean sin rubor alguno. En todo caso, es notable que un presidente de EE.UU. se comunique directamente con los ciudadanos a través de un torrente de tweets nocturnos.
No me malinterpretéis. Nuestras sociedades no están en peligro de caer en la distopía descrita por George Orwell en su novela 1984. La variedad que permiten las redes es demasiado grande para que ningún poder mundial las maneje con el fin de acabar con todas las libertades. Podría parecer que, en Rusia, en China, en Cuba, los dueños del poder sí que pueden imponer la censura política en las redes y acallar toda oposición, pero la esencia de esa opresión es, en fin de cuentas, el uso de la fuerza externa de la policía y la cárcel.
La cuestión es otra y nos atañe muy especialmente a quienes hoy nos reunimos en esta Escuela de la Libertad. La defensa de la libertad personal en todas sus dimensiones es urgente, pues por desgracia el ser libres no es un anhelo general en nuestro país ni en otras democracias. Prima un ansia de seguridad que lleva a muchos individuos a reducir la libertad civil a una mera apariencia. Disimulada tras la apariencia de libertades personales sin límite, crece la censura de las opiniones que la mayoría considera ‘incorrectas’ y se estrechan los límites a lo que cada uno puede hacer con sus recursos, capacidades, y posesiones. Especialmente tras el castigo inesperado de la reciente pandemia, lo ideal parece ser vivir como monos en el zoo, entregados al capricho del momento, pero organizados y cuidados por guardianes benevolentes que nos prohíben salir de la jaula en la que estamos confinados.
En una entrevista que me hicieron en La Sexta, la periodista me preguntó qué consejo me atrevería a dar a mis amigos y discípulos más jóvenes. Contesté: “Leer mucho y pensar sobre lo que se ha leído”. Por eso me atrevo a deciros hoy que leáis el ensayo de John Stuart Mill Sobre la libertad, publicado en el año de 1859. Como a todo libro, hay que prestarle atención crítica, pues quizá contenga alguna doctrina que poner en cuestión. Mill defiende el principio general de que las autoridades o la opinión no deben interferirse en las acciones de los individuos que les afecten a ellos primordialmente. Con Mill yo daría una interpretación amplia a ese principio, aunque la distinción entre self-regarding other-regarding actions no es sencilla. “No man is an island “, dijo John Donne.  Únicamente cabe exigir que lo que toca a los demás sea aceptado por ellos libremente.
Sí quiero prestar atención a tres cuestiones que hoy nos conciernen: la libertad de pensamiento y discusión; la protección social de los individuos; y la conformidad con los dictados de la mayoría.
Las páginas sobre la libertad de pensamiento y discusión conservan toda su validez siglo y medio después de que Mill las escribiera. El argumento aducido por Mill es difícilmente rebatible. Supone siempre una pérdida para la humanidad el silenciar una opinión. 
“Si la opinión es verdadera se priva [a la raza humana] de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, se pierde lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.
Muy interesantes pero susceptibles de discusión son sus reflexiones sobre la relación entre libertad y bienestar. Es reveladora la forma en que Mill distingue el libre comercio y el laissez faire, de la libertad individual: están relacionadas, dice, pero no son lo mismo. Yo me atrevo a discrepar, sobre todo porque pensadores que se dicen liberales han ido deslizándose hacia el error de Indalecio Prieto de proclamarse “socialista a fuer de liberal”. En el medio siglo que siguió a la publicación del ensayo de Mill, el ambiente intelectual y político fue derivando hacia la doctrina de que al hombre medio quizá sea necesario darle “garantías de bienestar y de progreso social, garantías que no sería oportuno debilitar en favor de las libertades estrictamente personales”, en las reveladoras palabras de Carlos Mellizo. Por ese cauce ha ido imponiéndose una corriente liberal socialdemócrata, que es la predominante hoy en el Partido Demócrata americano.
En el mundo de opiniones ‘correctas’ en que nos ha tocado vivir, nos atañen especialmente las páginas que Mill escribió en su ensayo sobre las limitaciones de la libertad individual impuestas por la opinión de los bien- pensants. El capítulo se titula “De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo”. Notad que dice ‘sociedad’ no ‘Estado’. En la Inglaterra de su tiempo no era acuciante el peligro de intervenciones penales o administrativas en las creencias y opiniones. Temía Mill más bien la uniformidad creciente traída por el “avance de la democracia, la extensión de la educación, el progreso de los medios de comunicación, el aumento de los intercambios comerciales”. Esas aspiraciones mostrencas desembocaban en la creciente presión ejercida por la opinión pública sobre los individuos.
Para un pensador como Mill, que valora la variedad de modos de vida en una sociedad libre, esa uniformidad resulta peligrosa. Mill subraya la importancia de las minorías para la reforma y progreso de la sociedad.
“Son pocas las personas, comparadas con toda la humanidad, cuyos experimentos, de ser adoptadas por los demás, darían lugar a un mejoramiento en la práctica establecida. Pero estas pocas son la sal de la tierra; sin ellas la vida humana sería una laguna estancada”.
Se acusa la filosofía liberal de ser una filosofía elitista. ¿Cómo es que os digo que no debe asustaros estar en minoría, que es necesario que busquéis ser la minoría de los mejores en la vocación que habéis elegido? El fundamento de ésta mi exhortación es una consideración filosófica, una idea que quizá os sorprenda: el liberalismo es una ética incompleta. El amor de la libertad, el respeto de la libertad de los demás, deben ser el nivel mínimo de nuestra forma de comportarnos. Pero ello no basta para colmar nuestras aspiraciones. Cada uno de nosotros, el empresario, la misionera, el médico, la juez, el carpintero, la cantante, buscaremos completar esa mínima ética de libertad con el buen hacer en el camino que hemos elegido.
Esto no es elitismo. Es pediros, sea cual sea vuestra dedicación, que busquéis siempre la excelencia.

Este es el texto de la lección magistral que impartió en el acto de clausura de la Escuela de la Libertad (España) y fue publicado originalmente en Civismo (España) el 15 de julio de 2020 y en Cato Institute.

 

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