¿Debemos cruzar el Rubicón?

Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
“Puedo soportar la derrota, pero no
puedo soportar el no dar la batalla”
Antes de adentrarme en lo que quiero plantear, voy a
explicar el título.
En el año 49 A.C., luego de someter a los indómitos
Galos, Julio Cesar regresa a Roma al comando de sus legiones. La ley le prohibía entrar a su tierra natal
al frente de un ejército, si lo hacía se convertía en “enemigo del pueblo de
Roma” (pero sobre todo del senado). El
límite geográfico que no debía franquear era el Rubicón, un riachuelo de poca
monta que marcaba la frontera con la provincia Gala.
Cesar debía tomar una decisión muy difícil. Sabía que si cruzaba solo lo esperaba la
muerte en manos del senado; por otra parte, si lo hacía al frente de su
ejército desataría una guerra civil.
Amaba a Roma, pero también amaba su vida. Finalmente, prefirió preservar su vida y
cruzó con sus legionarios, inmortalizando su famosa frase “Alea jacta est” (la suerte está echada) y enfrentó su destino.
Ahora me pregunto: ¿estamos los argentinos de bien
parados frente a nuestro Rubicón?
Repasemos la historia y veamos si encontramos algunas
similitudes con nuestro hoy (al menos desde lo conceptual). Podemos usar la imaginación y cambiar algunos
nombres de aquel pasado por unos del presente argentino.
El senado al que tuvo que enfrentar Cesar era corrupto
y estaba dominado por Pompeyo (Cesar, Pompeyo y Craso, conformaron el 1º
triunvirato. Craso murió en la batalla
de Carras y Pompeyo, temeroso de Cesar lo traicionó).
Un comentario antes de continuar. Diez años antes de ser triunviros, Craso y
Pompeyo habían derrotado a Espartaco, líder de la famosa revuelta de esclavos
que buscaban ser libres. A su modo y en
su tiempo, Espartaco fue un defensor de las ideas de la libertad que se reveló
contra el poder político.
Durante el gobierno de este triunvirato, Roma se
encontraba convulsionada, prácticamente vivía una guerra civil patrocinada por
las distintas facciones del senado. No
faltaron los asesinatos y las purgas sangrientas, ni tampoco la sanción de
leyes ilegítimas destinadas a satisfacer las necesidades de Pompeyo y de sus
senadores amigos.
Cesar avanza con su ejército sobre territorio romano y,
a su paso, se suman a sus filas más y más seguidores dispuestos a enfrentar a
Pompeyo y al senado. Ante semejante
situación, Pompeyo huye; aunque finalmente es
derrotado. El senado, temeroso, nombra a
Cesar dictador por los próximos 10 años, siendo que la institución del dictador
no podía superar los 6 meses de duración.
2 años después, Cesar es asesinado por un grupo de senadores.
Ni Cesar, ni Pompeyo, ni mucho menos el senado romano
son ejemplo de ciudadanos éticos y patriotas.
Todos ellos usaron y abusaron del pueblo de Roma, desprestigiaron sus
instituciones y antepusieron sus vanidades, sus ambiciones y codicias a las
responsabilidades y deberes inherentes a sus cargos. Situación que padecemos actualmente en
nuestra maltratada Argentina.
Creo que hay un detalle rescatable en esta historia de
traición y miseria humana: el coraje y la convicción que mostró Cesar para
enfrentar el statu quo impuesto por
Pompeyo y el senado. El mismo valor y
coraje que brilla por su ausencia en aquellos que conforman la oposición (al
menos la que tiene las mejores posibilidades electoral), oposición que deambula
en la indefinición y la negligencia, oposición preocupada exclusivamente en sus
propias mezquindades y pequeñeces más acordes a un cuentapropista que a un
estadista.
Pero más allá del pobrismo ético de la dirigencia,
resulta muy preocupante la apatía, la pavura y la falta de consciencia cívica
de todos y cada uno de los argentinos de a pie.
Decía Domingo Faustino Sarmiento: “cuando los hombres honrados se van a su casa, los pillos entran en la
de gobierno”. ¿Es que acaso no queda
de aquella sangre indómita, ni siquiera una mísera gota corriendo por nuestras
venas? Nuestros próceres dieron sus
vidas para que tengamos una patria
independiente y soberana, nuestros abuelos escaparon de la Europa
totalitaria y esclavizante y se rompieron el lomo para legarle a sus hijos y
nietos una vida mejor. ¿Y nosotros?,
¿cómo les estamos pagando semejante entrega?
¿Con qué cara podemos enfrentar el recuerdo de nuestro pasado y decir
que no queremos salir de nuestra zona de confort? El sólo hecho de evocar sus memorias debería
avergonzarnos y hacer que nos preguntemos en lo más profundo de nuestra alma si
somos dignos hijos de esta tierra, si somos merecedores de todo lo que
construyeron para nosotros. ¡SÍ!, para
vos, para mí, para todos y cada uno de nosotros.
Decía Thomas Jefferson: “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Si no
estamos dispuestos a asumir esta responsabilidad, no somos dignos de ella;
si no nos hacemos cargo de nuestro destino y tomamos en nuestras manos el
gobierno de nuestras vidas, seremos merecedores de la esclavitud blanda a la
que nos están llevando.
Vivimos bajo el Imperio de la Decadencia
Argentina. Es tiempo de darle fin a este
servilismo. Hoy debemos desatar La
Rebelión de los Mansos.
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