Argentina en la nueva guerra fría tecnológica (*)
Daniel Montoya
Autor de “Estados Unidos versus China, Argentina en la nueva guerra fría tecnológica”.
@DanielMontoya_
“¿Heisenberg?”.
“Tienes toda la puta razón”. Si el verdadero Werner Heisenberg, no el evocado
en este crucial diálogo de la serie Breaking Bad, hubiese tenido éxito al
frente del programa atómico del régimen nazi, hoy no estaría escribiendo esta
columna en Perfil sino en una edición argentina de Das Reich, el semanario
creado en 1940 por Joseph Goebbels. La adquisición de una ventaja decisiva en
el plano científico y tecnológico tiene este tipo de consecuencias profundas.
Semejante desequilibrio conseguido por Estados Unidos en aquel conflicto bélico
redujo todo el armamento conocido a la categoría de arco y flecha. Hiroshima y
Nagasaki dieron lúgubre testimonio. En el mundo actual con cinco países
reconocidos como “nuclearmente armados”, y otros tantos que hicieron
experiencias en la materia, predomina el escenario de la disuasión nuclear.
Ninguna potencia tiene la capacidad del golpe único definitivo sufrido por
aquellas islas japonesas en 1945.
Ese
capítulo central de la dura puja científico tecnológica entre Estados Unidos y
la Unión Soviética, extendida al terreno militar, prevalece desde la segunda
mitad del siglo XX. Puntualmente, a partir del primer ensayo nuclear soviético
en 1949, hasta la última prueba atómica coincidente con la caída del Muro de Berlín
en 1989. Pero la historia no acaba ahí. El escenario de mutua destrucción
asegurada continúa vigente a la fecha. Las armas nucleares, sin perjuicio de
las ácidas polémicas que acarrean, siguen siendo un seguro internacional de
cierta convivencia o, dicho de otro modo, un garante eficaz del fin del
derramamiento de sangre a gran escala. En tal sentido, Hiroshima, Nagasaki, así
como el primer experimento atómico soviético RDS-1, inauguran el primer
capítulo y seguramente no el último de la saga de guerras frías, es decir,
disputas en el plano científico, económico, tecnológico y político, donde la
dimensión militar excluye de antemano la utilización de armas de destrucción
masiva.
Al presente, la competencia entre Estados Unidos y
China, el ocupante de la silla vacante dejada por la Unión Soviética, no puede
encuadrarse bajo el paradigma de la guerra fría 1.0. ¿Cómo podría equipararse
con ella cuando el gran challenger asiático adoptó con fervor y hasta
perfeccionó el mismo sistema económico que su contrincante y hoy comercian
entre ambos, chisporroteos mediante, alrededor de U$S 630 mil millones anuales?
En ese aspecto, la polarización entre ambas potencias hoy está marcada por un
enfoque radicalmente diferente al predominante respecto al desaparecido imperio
soviético. En particular, la orientación reformista impulsada por Deng Xiaoping
desde la década del 70 le dio brío en Estados Unidos al credo impulsado por
ideólogos influyentes como Milton Friedman. Su vaticinio respecto al devenir de
los regímenes autoritarios fue naif. Las inversiones y la incorporación de
China a la Organización Mundial de Comercio no estimularon su democratización.
VIEJAS Y NUEVAS ENCRUCIJADAS
La
profunda interdependencia entre las dos grandes potencias en el ámbito
comercial, financiero y de las inversiones devela una clave fundamental del
mundo actual. ¿Cómo pensar en términos de las disyuntivas de hierro de los
tiempos de la guerra fría 1.0 cuando hoy Estados Unidos y China mantienen
relaciones carnales no solo en aquellas dimensiones, sino también en múltiples
campos como el sponsoreo de universidades prestigiosas como Harvard, California
del Sur o Pensilvania e, inclusive, de muchos líderes políticos norteamericanos
que financian sus campañas mediante el apoyo indirecto de grupos económicos
chinos, socios de grandes corporaciones norteamericanas? Bajo ese paraguas
internacional actual, Argentina no tiene ninguna presión política, menos
designio divino, para optar por A o por B, estando libre de manos para
aprovechar oportunidades en función de sus intereses. En el terreno
agroalimentario, la complementariedad con China es nítida.
Mientras
que los productos top de exportación de nuestro país a Estados Unidos en 2018
fueron, en este orden, el vino por U$S 260 millones y los jugos de fruta por
U$S 158 millones, las exportaciones de soja a China alcanzaron en igual período
U$S 1.300 millones y la carne bovina U$S 861 millones. La única verdad es la
realidad. Más teniendo en cuenta que, de 1.600 millones de chinos, todavía hay
1.000 millones que nunca hicieron un viaje en avión. Y, su contracara, que
todavía no diversificaron el contenido de su heladera y/o bodega. Ello revela
el promisorio sendero de expansión de la clase media china que debería
profundizarse en la medida de que el gigante asiático retome su ritmo de
crecimiento pre covid-19. Pero ello no será mágico. Nuestra actual factura
exportadora hacia uno y otro destino está complementada por minerales y otros
productos primarios, siendo el balance final deficitario, en ambos casos. U$S
10 mil millones de importaciones versus $4 mil millones de exportaciones.
Es
decir, antes que cualquier ejercicio de innecesaria así como precipitada
definición de política exterior, Argentina tiene una acuciante necesidad de
mejorar su performance exportadora, en el marco de un mundo que sintoniza a la
perfección con el lema de su actual fuerza gobernante. "Es con
todos". Nadie le puede exigir a nuestro país un alineamiento rígido que
hoy no cultivan ni las propias súper potencias. Si Estados Unidos va a la China
y viceversa, ¿porqué Argentina debería optar entre uno u otro? En la arena
internacional actual, la equidistancia resulta la mejor guía estratégica,
siempre y cuando no se trate del ámbito tecnológico. En esta zona, el mundo
está recorriendo el primer tramo de una irreversible guerra fría tecnológica,
cuya fecha de arranque fue marzo de 2016 con la imposición de restricciones por
parte de la administración Obama al ingreso de los teléfonos celulares chinos
ZTE y el bloqueo de la compra de la fábrica de chips Aixtron por parte del
fondo chino Fujian.
A
tales eventos, hay que sumar la multa de U$S 1.200 millones a ZTE, la
obstrucción del takeover de Qualcomm por parte de la singapurense Broadcom, el
bloqueo al mercado de semiconductores estadounidenses y, el más resonante, la
detención en Canadá de la directora financiera de Huawei en 2018. Todo este
ruido no es casual. Este ariete tecnológico oriental conocido por el 5G es un
componente esencial de la estrategia de desarrollo china alrededor de una
cuarta revolución industrial que incluye, además de la inteligencia artificial,
otros componentes como robótica y biotecnología. Ello explica el intenso lobby
de Estados Unidos tendiente a bloquear la entrada de Huawei en Grecia y
Portugal, al igual que en Alemania, Australia, Polonia y en otros países donde
la firma china logró penetrar parcialmente como Francia, Italia y Reino Unido,
entre otros. La profunda digitalización estimulada por el Covid-19 no hizo más
que exacerbar esta zona caliente de disputa ligada al futuro y a la innovación.
En
este ámbito, resultó una señal política muy acertada el reciente acuerdo entre
Argentina y Chile para sumarnos al proyecto de cable submarino transpacífico
“Puerta Digital Asia Sudamérica”. En particular, una muestra de que nuestro
país jugará en tándem con Chile y, desde allí, junto a Nueva Zelanda, Australia
y Japón, en un proyecto que originalmente conectaba a Chile con China sin
escalas, con Huawei como principal proveedor. Al igual que ocurrió con el
despliegue de la firma oriental en Europa, Estados Unidos bloqueó la iniciativa
china, dejando en claro que, a diferencia del ámbito comercial o del
financiamiento de infraestructura, no hay margen para la equidistancia, menos
para el poliamor, en el plano tecnológico. Esta es apenas una primera evidencia
de que estamos transitando la primera etapa de la nueva guerra fría tecnológica
donde caben dos decisiones posibles, pero nunca una tercera de quedarse al
margen. Ya cometimos un error garrafal de política exterior en tiempos de la
Segunda Guerra Mundial, casi irreparable. Que no se haga costumbre.
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