El maestro ignorante

Raúl Martínez Fazzalari
Abogado. Director Académico de la carrera de Ciencia Política y Gobierno, Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES).
Ese es el
título del libro de Jacques Ranciere, en donde se cuenta la historia de un
pedagogo y político llamado Joseph Jacotot, quien a principios del siglo XIX
provocó una revolución en los círculos más eruditos de Europa. Planteó un
método de aprendizaje novedoso: enseñar lo que se ignora.
Sus
enseñanzas partían de la base de que todos los estudiantes eran iguales en
inteligencia y que comprender era nada menos que traducir, es decir ofrecer
textos equivalentes. Sus amigos lo consideraban un emancipador y lo calificaban
de liberal. Fue precisamente en la traducción de libros de textos que dio sus
primeras clases experimentales, incursionando en un idioma que desconocía por
completo tanto él como sus alumnos. Los resultados fueron sorprendentes. Ello
le dio el ánimo para continuar con su método, y concentrarse sólo en lo que
buscaba: la emancipación de la mente de los estudiantes.
Luego de la
situación vivida por el Covid y tras más de un año de haber modificado los
métodos tradicionales de presencialidad y enseñanza clásica, la esencia del quehacer
educativo pareciera que no se ha modificado en su esencia. ¿Hemos roto un
método pero en su cuestión medular, cuánto hemos modificado realmente?
A pesar de
las herramientas de comunicación interactivas, el objetivo es que el alumno
deba responder las preguntas de la comparación constante, de rebatir incluso
aquello que da por sentado, de debatir con libertad, con la mayor cantidad de
posturas posibles; todo ello enriquece las respuestas o soluciones. Así avanza
la ciencia por cierto.
Los
profesores estamos acostumbrados a responder y rebatir posturas, cuando se es
novato tal vez se empeña en imponer una idea o creencia. La madurez y tantos
años delante de los cursos me han llevado a ver si en una respuesta se busca
solo conformar un pensamiento, si es así fallé en mi objetivo. Creo que el
desafío de ver los argumentos originales y los fundamentos que dan validez a
una postura, es tal vez mucho más importante que la postura en sí misma. La
habilidad de sostener y argumentar posiciones es una de las cualidades del
ejercicio del derecho. El rebatir las leyes inmutables es el fundamento de la
investigación científica. El crear de la nada formas o sonidos es la base de la
creación artística. Nada de eso existiría sin el libre albedrío intelectual y
de salir de cualquier modelo único de creación.
En eso
consiste la libertad de pensamiento, darle la razón, incluso con quien no
coincidimos, si sus argumentos cierran un posible universo argumentativo.
Escuchar posturas contrarias a lo que uno piensa en un examen y poder conversar
sobre las mismas, es una de las experiencias más enriquecedoras para los
docentes. Tal vez ocurre algo similar, cuando se escucha una pregunta en que no
se había pensado la respuesta o si aparece otra respuesta diferente a la que se
creía. Nada reemplaza esa experiencia y asombro intelectual, la del traspaso de
la frontera de las creencias absolutas, el límite del conocimiento (propio) y
de las situaciones novedosas. Por el contrario, convencer que existe una
verdad, la de uno, revelada, inmutable, cerrada y perfecta, es el error de los
ignorantes. ¿Hasta dónde estamos decididos a dejar de lado nuestra opinión o
creencia, para que un estudiante tome el camino propio? No es cómodo parase en
ese lugar, es más fácil imponerse bajo el paragua de la autoridad e imponer lo
que se cree y lo que se piensa que el replantear las cuestiones elementales. El
ver y escuchar como seres libres, ello conlleva el correlato que el otro diga y
exprese lo que quiera. Y vale la pena.
El resto
son justificaciones de lo banal y transitorio, de la mediocridad de las
posturas únicas y dogmáticas, decía Ranciere que así funciona el mundo de los
explicadores explicados.
Publicado en Perfil.
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