La sombra del chavismo se proyecta sobre el ballottage de las presidenciales francesas
Karina Mariani
Directora del CLUB DE LOS VIERNES Argentina.



Lo que hemos estado observando alrededor del mundo, de la India al Reino Unido y a Estados Unidos es la rebelión en contra del cerrado círculo de burócratas “no-skin-in-the-game”, empleados formadores de políticas, y periodistas infiltrados, esa clase de expertos semi intelectuales y paternalistas salidos de una universidad prestigiosa, que quieren decirle al resto de nosotros 1) qué hacer, 2) qué comer, 3) cómo hablar, 4) cómo pensar y 5) por quién votar.
Nassim Nicholas Taleb. Intelectual pero Idiota. (Capítulo de Skin in the game)

Finalmente se vuelve a repetir, como en 2017, el duelo entre el presidente francés Emmanuel Macron y Marine Le Pen, la candidata del Frente Nacional. El combate por el control del Elíseo tendrá lugar el próximo 24 de abril y aunque los contendientes ya se conocen los dientes, la pelea no parece tener las mismas características que la primera vez. Mucho más que las carreras de estos dos personajes se juegan en esas elecciones, porque mucho ha cambiado el mundo en estos pocos años. Francia no es ajena a la, extendida y creciente, tensión mundial entre las clases políticas y su representación social. Esta tensión es producto de unas élites que sobornan a los votantes con el dinero público como único modo de subsistencia, y de unos votantes que se dejan sobornar para luego enojarse cuando les dan la espalda una vez en el poder. Como se ve, ni el caballero ni la dama la tienen fácil. El voto será antiLe Pen o antiMacron o, quizás, antisistema.
Para empezar por algún lado, durante la primera vuelta de la elección presidencial aconteció la pulverización en vivo y en directo del sistema bipartidista consensual que gobernó Francia en las últimas décadas. Los partidos que durante años cobijaron la representación de los franceses desde los suaves matices del centro no llegaron a cubrir el porcentaje de votos que les permitirían salvar aunque sea los gastos de campaña. La masacre fue fulminante, algo muy profundo pasó en esa sociedad.

En consonancia, emergieron propuestas más difíciles de encasillar, crecieron actores al calor de demandas que rompían el clivaje izquierda/derecha y se solidificaron antagonismos producto de la crisis política europea, mucho más profunda, y que hizo que otro clivaje llegue con más fuerza al ruedo: soberanismo/globalismo. Los discursos políticos tradicionales ya habían ofrecido flancos desnudos que, en 2017, el flamante partido En Marche supo atacar. Es posible que esta sea una de las victorias más contundentes de Macron: su propuesta tecnocrática que logró poner las expectativas en la eficiencia desideologizada de un joven burócrata. En parte por la falta de calidad política del resto, en parte por la destreza de Macron, lo cierto es que cinco años después, el tablero electoral francés se dirime entre su proyecto de centrismo bienpensante global friendly y quienes lo acechan por derecha e izquierda. Lo que su campaña vende es: El hombre moderado frente a los extremos peligrosos.
Emmanuel Macron llegó a la presidencia con un partido cuya propuesta ideológica era indeterminada pero generando expectativas de que, con gestión eficiente, el estructural socialismo francés era sustentable. Como sucede con la mayoría de los productos ensamblados artificialmente, la esperanza fue rápidamente defraudada. Violentas protestas callejeras mostraron esa insatisfacción infantil propia de las crisis del Estado de Bienestar y de una población formateada para recibir del gobierno todo. Demandas inabarcables que sobre reaccionaban, tanto ante la suba de precios como ante la alarma climática o la inseguridad. Macron hizo lo que los hombres del sistema hacen: aumentó el gasto, subió los impuestos, trató de desviar el problema hacia “los ricos” etc, la receta clásica. De más está decir que su gestión no llegó ni a arañar las expectativas generadas, pero fue su descarnado autoritarismo durante la crisis pandémica lo que lo terminó de desperfilar.

Macron traicionó a todos y cada uno de los ideales republicanos, pero sobre todo fue un feroz liberticida. Por otra parte, sus ínfulas napoleónicas lo hicieron empeñarse en ser el reemplazante de Merkel en el liderazgo europeo mientras la población sentía que postergaba los temas más cruciales y nada de todo esto sirvió para mejorar su imagen. En definitiva, el mandatario francés no llega al ballottage con las hojas en blanco de un cuaderno nuevo, ya no es un enigma sino una confirmación de decepción.
En el otro lado del ringMarine Le Pen aprendió de sus graves errores de diagnóstico de la contienda pasada. La mejora es bien notable tanto de forma como de fondo y a esto se agrega el buen consorcio que ha hecho con otros líderes europeos que le permitieron ajustar su perfil, modernizarse y potenciar su imagen. Curiosamente el candidato surgido para competirle en su electorado, lejos de opacarla la potenció. Los planetas se alinearon para la candidata en esta vuelta. El avezado polemista Eric Zemmour ha fungido de pararrayos de Le Pen al absorber el costo de ir contra uno de los temas más lacerantes de la sociedad francesa: el islamismo y su relación con la política inmigratoria y la conflictividad social. 

Zemmour explotó el monotema como si se alimentara de los insultos del establishment y logró escandalizar tanto a los medios como al resto de los políticos, de forma que consiguió sacarle a Le Pen el mote de ultra por un par de meses. Pero la conflictiva cuestión de la integración de la comunidad musulmana es una de las claves de la gobernabilidad que excede el análisis electoral. El mismo Macron no ha acertado en todo este tiempo en generar una postura frente al problema que parteaguas en la sociedad francesa. El presidente ha diseñado diversas políticas de intervención estatal dentro de las comunidades islámicas, que han sido ineficaces y a la vez irritantes. Esto ha favorecido el crecimiento, dentro de las mismas, del otro gran jugador electoral: Jean-Luc Mélenchon, que cosecha el 70% de los votos de esta comunidad.
Volviendo a las posturas de Le Pen y Macron, si bien la retórica difiere, la caja de herramientas de ambos sigue siendo la proliferación de parches legales que intenten acabar con la creación, dentro de Francia, de comunidades cuyas normas están al margen de las del país mientras se alimentan del financiamiento del propio Estado. No hay país en Occidente que no se encuentre padeciendo la misma paradoja: enormes guetos de ciudadanos nacidos y criados al calor de las dádivas sociales que sólo saben resentir y demandar más a la vez que desean terminar con el sistema que los alimenta. Fueron las élites paternalistas, que jugaron a la caridad social, las que crearon estos bolsones de individuos incapaces de sostenerse en la sociedad en la que viven. El Estado fue quien les rompió las piernas para poder regalarles las muletas, pero ahora las muletas no alcanzan.

Es la condena a esta dinámica de gueto la que catapultó a Zemmour como un elector válido. Pero la campaña no es la vida real y la gobernabilidad de Le Pen es un factor a tener muy en cuenta en caso de que fuera elegida presidente, porque no habrá miramientos ni límites para la reacción violenta que deberá soportar si quiere aplicar su programa, ni para la forma en la que se escudriñarán sus acciones y políticas. Y es aquí donde entra en escena la forma de Jean-Luc Mélenchon de entender el juego político.
El socialista ha obtenido un comodísimo tercer lugar con casi el 22% de los votos. Al momento de quedar fuera de la segunda vuelta, gravísimos actos de violencia urbana tuvieron lugar como advertencia de lo que podría pasar si los franceses finalmente eligen a Le Pen. Mélenchon no es un típico político socialista europeo, es la versión gala del socialismo del siglo XXI, un cultor del enfrentamiento social como base del poder y de la deconstrucción del sistema republicano. Fueron los votantes de Jean-Luc Mélenchon quienes apelaron al fuego como modo de protesta por haber quedado fuera, eso es antisistema. Resulta inocente y peligroso no trazar paralelismos con los recursos vandálicos que llevaron a Boric a la presidencia chilena recientemente. El chavismo tiene sus propias y muy pertinaces reglas y si Jean-Luc Mélenchon actúa como sus pares iberoamericanos veremos que algo más profundo que una elección presidencial tendrá lugar en Francia.
Una victoria de Marine Le Pen es, por tanto, frágil por muchos motivos. En estos pocos días debería poder convencer a los franceses de que no es riesgoso elegirla, de que va a tener el volumen político para sostener sus decisiones y de que tiene un programa de política exterior que haga frente a la segura demonización que Bruselas y el consenso progresista van a someterla. En este sentido, la socialdemocracia europea ha empeñado gran parte de su retórica en identificar aspiraciones que hasta hace pocos años eran aceptables con la ultraderecha rancia. Así, el demandar seguridad, una convivencia urbana apacible, una fiscalidad moderada, la igualdad ante la ley, el deseo de ahorro y prosperidad familiar o la conservación de creencias religiosas judeocristianas, pasó a ser una postura reaccionaria. Su etiqueta será el “populismo de extrema derecha”.

El uso intensivo de la palabra populista en los últimos eventos electorales europeos no debería ser pasado por alto. Si bien describe vagamente a la vieja política de masas existe una revitalización del término, producto de una demanda insatisfecha de la sociedad en lo que se refiere a representación democrática que, curiosamente, la elites consideran que desestabiliza el proyecto democrático. Es posible que esta insatisfacción venga de un populismo anterior, el de la falsa promesa de que la democracia construiría felicidad. Es posible que las élites que se horrorizan del populismo de hoy hayan construido el populismo insatisfecho del siglo pasado. Como sea, la agudización actual de la inestabilidad democrática hace que se potencie el «populismo», descrito como una apelación al pueblo, la democracia directa, la polarización y a los sentimientos como dadores de derechos.
Pero ni Le Pen responde cien por cien a la descripción de populismo, ni Macron está cien por cien exento de ella. ¿Cuál es entonces la cantidad de populismo tolerable para que el establishment no busque crucificar a Le Pen como lo hizo con Orban, Trump o Bolsonaro? Es esta concepción maniquea de la democracia la que determina cómo se funda la legitimidad de un líder y aquí tallan los burócratas “no-skin-in-the-game”, que habitan en organismos supranacionales, en medios, y que a pesar de no contar ningún apoyo popular pueden calificar de “no democráticos” a los políticos que señalan como “populistas”. La condición de posibilidad de que Le Pen llegue a la presidencia de Francia activó todas las alarmas del establishment mundial. Dos razones pesan sobre esto, la primera es la posibilidad cierta de que Bruselas quede desnuda ante cada llave electoral europea, viendo amenazada su “gobernanza global”. La otra es que las acusaciones de “populismo” ya no sean el cuco que asustaba a los votantes

Fueron las élites tecnocráticas las que instalaron el sentimiento de desposeimiento de los ciudadanos frente a su participación cívica. Le Pen no ha gobernado un solo día y Macron lo hizo por cinco años, precedido por el grupete de politiquitos de los que, hoy, la sociedad francesa no quiere ni escuchar hablar. El tan temido “populismo” sería, sin más, una demanda de participación “real” en la vida política, sin pasar por la intermediación de esa clase “no-skin-in-the-game” de la que desconfían abiertamente. En efecto, que sólo se permita hablar de las “transformaciones” pensadas por selectos grupos de expertos y sobre la aplicabilidad, mas o menos acelerada, de agendas como la 2030, sin considerar que tal vez las sociedades no tengan interés en los grandes planes de estos iluminados, es la clave del problema.
Respetar la democracia significa reconocer en los votantes la capacidad de discernir y de disentir con los planes trazados por los burócratas. También es respetar su capacidad de equivocarse, ese es el juego. En este contexto, el llamado populismo no deja de ser testimonio del creciente rechazo por la gobernanza tecnocrática centralizada, y su imposición de políticas públicas supranacionales que escapan al control ciudadano. Para colmo, dos elementos rasgaron la lustrosa pátina de eficiencia que querían vender las burocracias europeas: la primera es la forma escandalosamente ineficiente y a la vez vergonzosamente totalitaria como se manejaron ante la crisis pandémica. Y en segundo lugar, la crisis energética surgida de las derivaciones del conflicto ruso-ucraniano, que mostró los pies de barro del dogma climático con el que han estado machacando durante años. Bastaron dos crisis para mostrar que ni son expertos, ni son confiables, ni pueden prever, ni saben administrar.
Así las cosas, el temido populismo de Le Pen parece más la exigencia del votante de ser aceptado como sujeto político capaz de decidir su destino que como una amenaza a la democracia liberal. Le Pen no es más peligrosa para la democracia representativa de lo que lo ha sido Macron y su deseo de “emmerder” a quienes no lo obedecían. Ambos son enfermeros con imperfectos placebos para una enfermedad que ninguno de los candidatos ha querido diagnosticar, la putrefacción irreversible del Estado de Bienestar francés y su cobijo a quienes quieren acabar con la Francia libre. Sea cual fuere el resultado de las presidenciales francesas, existe una enorme porción de ciudadanos que no creen en los pilares que la convirtieron en república y esos no son los votantes de Macron o Le Pen. Ahí reside el peligro.

Publicado en La Gaceta de la Iberosfera.
 

Últimos 5 Artículos del Autor
[Ver mas artículos del autor]