Un momento a la vez histórico y peligroso
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


De nuevo este comentario inicia con la aclaración de que se escribe antes de que Cristina Fernández de Kirchner termine su discurso por los canales de YouTube a los que recurrió para responder al pedido de condena de 12 años de prisión e inhabilitación absoluta para ejercer cargos públicos que pidiera ayer el fiscal Diego Luciani al concluir 10 jornadas de alegatos.
De todos modos, más que al truco y retruco que se quiere iniciar aquí, esta columna tratará de enfocarse en otras cuestiones derivadas de lo que ocurrió ayer.
Como consecuencia de la conclusión de la fiscalía, por la noche se reunieron varios vecinos frentes a la casa de la vicepresidente en Juncal y Uruguay en el barrio de la Recoleta en Buenos Aires para manifestar su adhesión a la actuación del fiscal y para recordarle a la propietaria del quinto piso de ese edificio “que es una chorra” que, en la cara de todos, desvió a sus propios bolsillos el dinero de los más necesitados.
Un rato después, por la calle Uruguay, comenzaron a llegar varios manifestantes kirchneristas en una actitud abiertamente hostil. Se trataba del inicio de lo que, en proporciones mayores, podríamos empezar a ver en la Argentina a partir de ahora: la decisión firme de dirigentes jugados a todo o nada a utilizar la fuerza de hordas más o menos barbáricas para salvar su pellejo personal de las duras penas que la Justicia podría dictarles.
Nadie duda de que, efectivamente, el kirchnerismo cristino-camporista, como buen sucedáneo del costado más fascista del peronismo original (el de Perón y Eva) puede mandar a incendiar todo con tal de salvar a su jefa.
Quizás es lo que la afiebrada mente de la vicepresidente más espera: un “17 de octubre” propio.
En ese sentido es interesante recordar lo que ella misma dijo hace poco en un acto en Avellaneda con el intendente (en uso de licencia) Jorge Ferraresi a su lado. Allí la vicepresidente felicitó al actual ministro de hábitat porque ante una ordenanza municipal que fue objetada por la Justicia, el entonces intendente había “sacado al pueblo a la calle”.
Probablemente, en efecto, la Argentina haya inaugurado ayer otro capítulo más de su larga historia de enfrentar “la calle” contra la ley y de un partido aún inconcluso en donde el país debe definir aún si quiere ser gobernado por el Derecho o por la fuerza bruta de una horda.
El concepto de “la calle” es un concepto por demás ambiguo. “La calle” puede ser llenada por unos cuantos miles de personas que dan la apariencia de ser muchos porque están todos juntos en un mismo lugar y a una misma hora. Pero a esa misma hora hay millones que se quedaron en sus casas o siguieron trabajando en sus quehaceres sin endosar a esas muchedumbres que solo tienen la apariencia de mayoritarias.
De modo que basar la organización de un país sobre la idea de que las cosas se deciden de acuerdo a quienes tienen capacidad de poner en “la calle” a unos cuantos miles de personas, no parece ser la idea más aproximada a la civilización. Más aun cuando los que demuestren ese poder pueden cambiar y estar hoy en un lugar y mañana en otro. Ningún país podría vivir bajo semejante incertidumbre.
El mundo vivió la mayor parte de su existencia de ese modo, sin embargo. Por miles de años, fue, efectivamente, la fuerza bruta, la que dirimía las disputas entre los hombres.
Fue la llegada y la evolución del concepto del Derecho lo que cambió esa fotografía de atrocidades por una en donde la vida civilizada y pacífica fue posible.
La mera sugerencia de que las decisiones de los tribunales del Derecho (siempre que hayan cumplido con todas las garantías del debido proceso) puede ser torcida por una muchedumbre (que por más ruidosa que sea nunca es mayoritaria) implica un retroceso en el proceso de evolución de la vida civilizada de magnitudes alarmantes.
Suponer que la suerte de un país pueda ser entregada a quien puede dar la orden de que unos cuantos miles “salgan a la calle” es volver a la época de las cavernas.
El peronismo ha sido, históricamente, un movimiento prehistórico en ese sentido. Siempre valorizó -desde su mismísimo creador- el “dominio de la calle” como un hecho decisivo a la hora de dirimir el poder. El dominio de la calle está íntimamente vinculado con otro concepto que es el del terror o el de la difusión del terror, para que los millones que no salen a la calle se sientan atemorizados de expresarse y se auto-perciban como minoritarios, aunque técnicamente sean la mayoría.
Estamos en la antesala de que en el país se empiecen a vivir momentos como estos. Imágenes cotidianas de mareas humanas que salen a “sostener los trapos” de quienes en realidad son sus verdugos y los usan como idiotas o como carne de cañón para que prevalezcan sus propios intereses.
Ninguno de esos grandes popes morirá desangrado en la calle si algo grave llegara a suceder. Los que morirán serán unos pobres tontos que ya vivían una vida de privaciones (en parte provocada por la codicia de los corruptos a quienes defienden) y que terminarán su vida víctimas de una violencia a la que los llevaron sus verdugos.
La irresponsabilidad del peronismo en general y de Cristina Fernández de Kirchner en particular en estas horas resulta patética. Estar dispuestos a incendiar todo con tal de salvarse ellos pone en blanco sobre negro la verdadera valoración que tienen del país y de su gente; lo que les importan la Argentina y los argentinos, empezando, claro está, por los que menos tienen.
Esta apología de la masa violenta, esta incitación a que se cometan hechos criminales contra los argentinos que no piensan como ellos, o, eventualmente, contra los que han probado su participación en maniobras ilícitas que implicaron pérdidas millonarias para el país, es también una marca en el orillo peronista.
El alarde de la violencia también es un delito y si la Argentina estuviera gobernada por el Derecho, hace rato que la cúpula del peronismo debería estar pagando su condena por cometer casi a diario ese crimen. El peronismo es la causa del desasosiego en la Argentina; es quien, con el monopolio del dominio de la calle, amenaza la vida pacífica y, con ello, pone en peligro la vida, la propiedad y la integridad física de otros argentinos.
Su culto al personalismo religioso de deidades paganas que sus propios caprichos encumbran (Perón, Eva, los Kirchner), envuelven a la sociedad en ritos por los cuales solo terminan perdiendo los argentinos más desgraciados, mientras esos dioses falsos se salen con la suya y siguen disfrutando la que robaron.
La Argentina está en un momento peligroso. Uno de esos dioses está entre la espada y la pared. Y no dudará en apelar a las convulsiones más violentas de argentinos contra argentinos con tal de salir libre de sus crímenes.

Publicado en The Post.



 

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