Max Weber y la política como vocación.
Elena Valero Narváez
Historiadora, analista política y periodista. Autora de “El Crepúsculo Argentino. Lumiere, 2006. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia.


Por política entiende,   el reconocido sociólogo Max Weber, la aspiración a participar en el poder,  o  influir en su distribución entre los distintos grupos que componen un Estado, considerado a éste,  como la asociación política que tiene dentro de cierto territorio, como medio especifico, el monopolio legitimo de la violencia. Para subsistir necesita que se acate la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento gobiernan. Esa dominación se apoya en el principio de legitimidad, el cual puede basarse en la costumbre, el carisma personal,  o en la  legalidad,  orientación a la obediencia de las obligaciones legalmente establecidas. Estos son los tres tipos puros de dominación, se encuentran raramente en la realidad, por lo general se dan combinaciones, sin ellos viviríamos en la anarquía.
   De los tres tipos ideales, el que le interesa a Weber para explicar la política como vocación,  es el de la legitimidad basada en el carisma,   porque en ella arraiga en su más alta expresión la idea de vocación. Se  obedece,   no porque lo marque la costumbre o una norma legal sino porque hay confianza, es a una persona,  a sus cualidades,   al que se le entrega el sequito, el partido. En Occidente,  dentro del marco constitucional, lo representa el jefe de partido,  es un producto específico de la cultura occidental. Los políticos profesionales, viven para y por la política, gozan con el  ejercicio del poder que poseen o le dan  con ello  un sentido a su vida,  al ponerla al servicio de una causa. Cual ha de ser la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político poder,  es ya cuestión de fe. Puede servir finalidades nacionales o humanitarias, sociales, éticas o culturales, seculares o religiosas, lo que importa es que siempre  ha de existir alguna fe, cuando falta,  incluso los éxitos políticos aparentemente muy sólidos,  llevan  en sí,  la maldición de la trivialidad.
 Quien hace política,  explica Weber,  aspira al poder como medio para la consecución de otros fines, ya sean idealistas  o egoístas,  o solamente  para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere. Toda lucha entre partidos persigue no solo un fin objetivo sino también,  y ante todo,  el control sobre la distribución de los cargos. La militancia espera la  ansiada retribución, a esta tendencia se opone la evolución del funcionario moderno que se va convirtiendo en un trabajador,  altamente especializado,  mediante una larga preparación y,  cuyo valor supremo,  es la integridad, cuando ello no existe,  se cierne sobre la sociedad,  una terrible corrupción y una incompetencia generalizada.
La actividad del político manifiesta Max Weber, está  bajo un principio de responsabilidad distinto,  y aun opuesto,  al que orienta la acción del funcionario, el cual se honra con su capacidad de ejecutar  precisa y concienzudamente, como si respondiera a sus propias convicciones,   una orden de la autoridad superior,  sobre la cual descarga,    toda su responsabilidad;  sin esta negación de sí mismo,  se hundiría toda la máquina de la Administración. El estadista dirigente, por el contrario,  asume personalmente la responsabilidad de todo lo que hace,  no la puede  rechazar o arrojar sobre otro.
Los partidos modernos son hijos de la democracia, del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de hacer propaganda y organizaciones de masas y,  de la evolución hacia una dirección más unificada,  y una disciplina más rígida. La empresa política ha quedado en manos de profesionales, formalmente se ha producido una acentuada democratización,  el partido designa candidatos y delega el poder a quienes sigue la mayoría.
La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes, elevan al político profesional,  incluso al que ocupa posiciones fundamentalmente modestas,  por encima de lo cotidiano. La cuestión que entonces se  plantea es cuáles son las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder y de la responsabilidad que sobre él arroja. Aquí entramos en el terreno de la ética,  pues a ella le corresponde determinar,  qué clase de hombre hay que ser para tener el derecho a poner la mano en la rueda de la Historia.
Puede decirse que son tres las cualidades decididamente importantes para el político: pasión,  sentido de la responsabilidad,  y mesura. Pasión en el sentido de entrega apasionada a una causa, al dios o al demonio que la gobierna, no en el sentido de esa actitud interior de excitación estéril,  propia de un determinado tipo de intelectuales,  que giran en el vacío y están desprovistos de todo sentido de responsabilidad objetiva. Pero, no todo queda arreglado con la pura pasión,  por muy sinceramente que se la sienta, la pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa,  y no hace de la responsabilidad para con esa causa,  la estrella que oriente la acción. Se necesita,  y esta es la cualidad decisiva para el político,  mesura, capacidad para  que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia entre los hombres y las cosas. El no saber guardar distancias es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades cuyo olvido condena a la impotencia.
El problema es precisamente  cómo puede conseguirse que vayan juntas,  en las mismas almas,  la pasión ardiente y la mesurada frialdad. Solo el hábito de la distancia, en todos los sentidos de la palabra,  hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político,  esterilmente agitado.
 La fuerza de una personalidad política reside en primer lugar en la posesión de esas cualidades. El político, por ello mismo,  debe vencer cada día,  y a cada hora,  un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura,  en este caso,  de la mesura frente a sí mismo.  El pecado comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva,  deja de estar exclusivamente al servicio de la causa para convertirse en una pura embriaguez personal.
 En último término,  no hay más que dos pecados capitales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquella. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en el primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de esos pecados o,  los dos a la vez. La ausencia de finalidad objetiva le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder,  en lugar del poder real; la falta de responsabilidad lo lleva a gozar del poder sin tomar en cuenta su finalidad. El poder es el medio ineludible de la política, el ansia de poder es una de las fuerzas que la impulsan, no hay deformación mas perniciosa de la fuerza política que el baladronear de poder con un advenedizo,  o complacerse,  vanidosamente,  en el sentimiento de poder, es decir, adorar el poder puro en cuanto tal, de hecho,  actuar en el vacío y sin sentido alguno. ¿Cuál es el lugar ético que la política ocupa? La ética puede surgir a veces con un papel extremadamente fatal,  una ética que,  en vez de preocuparse por lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones políticamente estériles, como por ejemplo, sobre  cuales han sido las culpas en el pasado.
Weber analiza la verdadera relación entre ética y política, les responde a quienes piensan que no tiene nada que ver  la una con la otra,  o que es cierto que hay una sola ética válida para la actividad política como para cualquier otra actividad. Se cree que solo puede ser cierta una o la otra, o que es indiferente para las exigencias éticas,  que la política  tenga,  como medio especifico de acción, el poder,  tras el que está la violencia. Para Weber la política se rige por la ética que tiene en cuenta más que las intenciones, las consecuencias,  por eso se refiere en su análisis a los medios. Nos dice que  la ética acósmica nos ordena no resistir el mal con la fuerza,  pero para el político,  lo que tiene validez es el mandato opuesto: “has de resistir el mal con la fuerza pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo”. Toda  acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí,  e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la ética de  las intenciones o conforme a la ética de la responsabilidad.  Hay una diferencia abismal entre obrar bien dejando el resultado  en manos de Dios,  u obrar según la ética que tiene en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Ninguna ética del mundo, explica el eminente sociólogo,  puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar,  en muchos casos,  con métodos moralmente dudosos  o,  al menos  peligrosos,   con la posibilidad,  e incluso la probabilidad,  de consecuencias laterales malas.  Ninguna ética del mundo puede resolver,  tampoco, cuando  y en qué medida,  quedan santificados por el fin moralmente bueno,  los medios y las consecuencias laterales, moralmente peligrosas. Quien hace política,  asegura Weber,  pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. Los grandes virtuosos del amor al prójimo y del bien acósmico de Nazaret, de Asís,  o de los Palacios reales de la India,  no operaron como medios políticos con el poder,  su reino no era de este mundo,  pese a que hayan tenido y tengan eficacia en él. Quien busca la salvación de su alma y la de los demás,  que no las busque por el camino de la política, el genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluso del dios cristiano en su configuración eclesiástica,  y esta tensión,  puede convertirse,  en todo momento,  en un conflicto sin solución. Todo aquello que se persigue  a través de la acción política,  que se sirve de medios violentos y opera con la ética de la responsabilidad,  pone en peligro la salvación del alma.  De todos modos, aunque la política se hace con la cabeza, en modo alguno se hace solo con ella, pero, un político,  no debiera inflamarse con concepciones románticas,  es más maduro quien   siente,  realmente,  esa responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a ella  y  al llegar a cierto momento,  dice: llego hasta aquí… me detengo. De este modo,   ambas éticas son complementarias,  concurren para formar al hombre autentico,  al hombre que puede tener vocación política, que no emprende una huida mística del mundo, sino que está a la altura de sus propios actos,  a la altura del mundo como realmente es,  y a la altura de su cotidianeidad.
  Termino este incompleto resumen,  Max Weber nos dijo que no se consigue lo posible si no se intenta lo imposible,  una y otra vez,  pero para ser capaz de hacer esto,  no solo hay que ser un político,  sino también un héroe,  soportar la destrucción de todas las esperanzas sin quebrarse,  cuando el mundo se muestra demasiado estúpido,  demasiado abyecto,  para lo que él le ofrece.  Solo quien es capaz de responder frente a todo esto y es capaz de responder con un  “sin embargo”,  solo un hombre de esta forma construido, asegura Weber,  tiene vocación para la política.

 

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