La importancia de comprender el pasado

Elena Valero Narváez
Historiadora, analista política y periodista. Autora de “El Crepúsculo
Argentino. Lumiere, 2006. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia.
El
tiempo y su irreversibilidad, nos recuerda
el notable historiador norteamericano, Hans Kohn,
siendo un aspecto fundamental de la vida humana y de la historia, la
fuente primaria de toda frustración, no interesa al historiador. A él le
importa la supervivencia de los sucesos pasados, los cuales reviven gracias a él,
fluyen en la corriente de la conciencia
humana, se relacionan con nuestra vida actual al satisfacer nuestra curiosidad
o enriquecer nuestros conocimientos, los cuales, al
ampliar nuestra comprensión guían nuestras acciones de forma útil. Quien se dedica al estudio de la historia aunque
se ocupa de un pequeño segmento de esta,
no considera los fenómenos como hechos aislados sino que trata de
entretejerlos en su trama. O sea, considera esa porción que estudia a la luz de
todo cuanto la precedió y al mismo tiempo en el contexto de todas las demás
sociedades humanas.
Durante el siglo XIX la conciencia histórica
llegó a su apogeo, mientras que los hindúes se complacían en la idea de
eternidad y los griegos en la identidad fundamental, el “Semper ídem” de los
hechos históricos, el hombre moderno se convirtió en un ser errante, consciente del transcurso del tiempo. Por las
leyes de la evolución todo quedó supeditado al tiempo, y por ello a la historia: la lengua, la literatura, la
religión, las instituciones, la ciencia. Ello condujo a Hegel y a su discípulo Marx, a una metafísica de la historia, a pensar que
el propio proceso histórico era una revelación de la divinidad: lo divino ya no
sería la ley y el límite de todo lo histórico, sino que sería idéntico a la
historia. Todo resultaba históricamente necesario, fue así como el filósofo alemán, Martín Heidegger, dio la bienvenida al nacionalsocialismo
totalitario en 1933 y afirmó que el filósofo
debe evitar la indignación moral porque es inapropiada, más tarde adoptó la
misma actitud frente al comunismo. Además de este peligro, el historicismo trajo lo que se podría llamar
concepto histórico de la metafísica, por
lo que todo resulta relativo, valido en sí mismo. Mientras la primera actitud conduce
a considerar categorías históricas
absolutas, la segunda conduce al nihilismo, al rechazo de cualquier norma o valor
absoluto. Ello ha traído el abuso del pasado, a menudo tergiversado, para justificar reivindicaciones
nacionalistas actuales, o futuras, y el hechizo por la prehistoria, lo cual induce a ensalzar el instinto y los
mitos a expensas de la razón y del sentido común.
Más allá
de estos peligros a los que deberíamos siempre estar atentos, la historia
agudiza la percepción crítica que el hombre tiene de las relaciones humanas y
de la personalidad. Le hace más consciente de sus limitaciones, más humilde,
le enseña a ver el futuro abierto
ante él, aunque éste surge del pasado, es siempre nuevo, esta preñado de nuevos acontecimientos. Es por
ello que jamás se ha podido predecir los acontecimientos futuros que habrían de
acarrear el presente, tal vez se puedan
adivinar, pero de ningún modo predecirse
con certeza.
Pero, si bien el pasado no determina el futuro, establece ciertos límites dentro de los cuales
pueden suceder los acontecimientos que vienen, solamente mediante el reconocimiento de las condiciones
creadas por el pasado, y por ende de la
verdadera naturaleza del problema, pueden los hombres hallar respuesta que no
sea destructiva ni utópica, sino responsable
con respecto a la situación concreta. Ella exige de personas éticas que estén por
encima y más allá de la comprensión histórica, pero sin ella no pueden aplicase respuestas
satisfactorias.
La
tarea del historiador es tratar de saber
cómo fueron los hechos y no cómo deberían haber sido. La historia es una
investigación erudita por lo tanto, igual que cualquier otra actividad científica,
lleva en ella su propia recompensa: la
del goce de descubrir datos
desconocidos, hallar interpretaciones nuevas,
poner en
claro oscuras relaciones. Ninguna labor histórica llega a su fin, no
puede haber una obra histórica definitiva, es una ciencia y no un arte, éste sí produce creaciones cuya validez
permanente no puede alterar los descubrimientos o experiencias nuevas. Sin embargo,
la historia y en eso difiere de la
ciencia, contiene un elemento esencial
del Arte: aunque no sirva a la sociedad,
sirve al hombre, al que además de
proporcionarle conocimientos le permite una comprensión más profunda de sí
mismo, de sus semejantes, y de las
situaciones a las que los hombres hacen frente. Puede darnos un sentido crítico
de nosotros mismos y de nuestro tiempo, al proporcionarnos una perspectiva mediante la
comparación y la distinción, teniendo siempre en cuenta que las personas, los
acontecimientos y las situaciones, nunca
son iguales, completamente nuevas, o únicas. Si bien la historia no se repite, sí
la naturaleza del mundo físico, la naturaleza del mundo biológico y la
naturaleza del mundo social, en resumen la naturaleza humana que es la misma en
todo tiempo y lugar.
La
comprensión judeo-cristiana de la historia como proceso dirigido a la
salvación, lleno de sentido, fue secularizado en el siglo XVIII en la
convicción de que la historia era un progreso infinito, desde la oscuridad a una luz cada vez más
intensa, como el optimismo de la Ilustración, o la luz
aun más brillante del próximo futuro,
como luego afirmó Marx al exagerar las sombras del presente. La fe en el
progreso que el comunismo ha vulgarizado categóricamente ha dado paso a otra interpretación,
no a la de fe en el progreso y salvación, sino a la de decadencia y perdición puesto de
moda en la actualidad. Las ingenuas exageraciones de los hombres de la Ilustración
han sido emuladas por estos lamentos y augurios de `perdición, igualmente ingenuos, de los actuales profetas. Hoy se habla de una crisis sin precedentes,
de una crisis de todo, el historiador
sabe bien que los hombres han vivido épocas críticas durante la mayor parte del
curso histórico. Lo que nos hace hablar hoy de crisis no es la intensidad de
nuestros sufrimientos comparados con los de siglos pasados, sino la conciencia más
profunda que de ellos tenemos, debido
quizás al periodismo y a otros factores, pero sobre todo a nuestra sensibilidad
moral más agudizada. Hoy nos repugna la crueldad que en otras épocas aceptábamos
sin protestar.
Resumiendo,
la perspectiva histórica es útil para rechazar, tanto la utopía del entusiasmo, como la de la desesperación, nos ayuda a no
creer que el presente sea exageradamente malo y a no esperar demasiado del
futuro. A advertir, que el hombre débil
y falible, en un plazo relativamente
corto, ha aprendido mucho mediante el
esfuerzo continuo y siempre renovado, ha establecido ejemplos duraderos y
consolidado una tradición ética ampliamente aceptada. Gracias a la posibilidad
de aprender mientras se vive, la historia es un proceso colmado de esperanzas,
los errores del pasado pueden evitarse y es posible hallar caminos nuevos.
Los historiadores tienen responsabilidades que
cumplir, no frente a las naciones o
estratos sociales, ni ante dogmas o credos, sino ante la verdad y la humanidad. Pueden
equivocarse, hallar antecedentes falsos, dejarse guiar por valores falsos, ello
entraña graves peligros: no es posible hacer una marcada diferencia entre el
historiador de la política y el de las ideas, una y otras están relacionadas y
son interdependientes, igualmente los datos y los valores. Los datos del pasado
presentan el material objetivo, mientras que el carácter y la personalidad del
historiador presentan los subjetivos, sin los cuales los datos del pasado y éste
mismo estarían muertos.
Sin el
estudio de casos de sociedades, culturas,
grupos, instituciones y procesos, objetos de estudio de la ciencia histórica,
las ciencias sociales, como la sociología, por ejemplo, cuyo material empírico
lo toma de la historia, no podrían realizar comparaciones para descubrir
principios y leyes.
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