Instituciones modernas u obsoletas: naciones desarrolladas o países decadentes
Castor López Ramos
Político argentino. Ha sido diputado provincial de Santiago del Estero. Premio
a la Libertad 2007, Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Hace pocas semanas murió Roberto Cortés Conde, destacado
profesor argentino de historia económica; de una señera y prolongada referencia
internacional; catedrático emérito en excelentes universidades del país y
profesor visitante de las más prestigiosas universidades de los EEUU.
Autor de muchos y excelentes libros de historia económica
argentina, regional y mundial. Sus exposiciones y textos nos dejan enseñanzas
muy valiosas y oportunas para comprender mejor el complejo, y muchas veces
calificado como caótico, escenario político y económico nacional actual.
Más recientemente, otorgaron el Premio Nobel de Economía
a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson; académicos premiados por sus
estudios acerca de cómo se conforman las instituciones, tanto públicas como
privadas, y cómo estas afectan a la prosperidad.
La hipótesis institucional
La también llamada hipótesis “no económica” (aunque en
realidad lo es) de los desempeños de las naciones. En los casos de Acemoglu y
Robinson (con la colaboración de Johnson) en su libro “Por qué fracasan los
países”, entre otras naciones incluyen el siempre muy desconcertante caso de
Argentina en sus reflexiones, porque pese al potencial de sus recursos registra
altísimos indicadores de pobreza.
Con la hipótesis de la calidad relativa de las
instituciones surge una directa y plena conexión entre ambas circunstancias. El
profesor Cortés Conde siempre sustentó su continuo análisis de la historia
económica en un hecho esencial: el intercambio libre y voluntario de los bienes
y los servicios entre las personas, las empresas y las naciones, siempre
diferentes, tanto en sus habilidades individuales y colectivas como en sus
preferencias.
Enseñaba que justamente en ello radica el porqué de los
intercambios. Siempre trocaremos tanto aquello que preferimos más por lo que
gustamos menos, como lo que sabemos hacer mejor por lo que otros saben hacer
mejor.
De allí nació la innegable especialización y la llamada
división del trabajo, que tanto contribuyó al progreso global y conjunto de la
humanidad.
A estos intercambios comerciales los hacemos siempre
después de haber enfrentado, con una mayor o menor eficiencia relativa, los
costos de la producción de los bienes y servicios, esto es la productividad;
adicionando luego los no menos determinantes costos denominados de transacción,
que fueron definidos por otro Premio Nobel anterior, Ronald Coase, que establecen
la crucial competitividad. A los intercambios los realizamos así mediante lo
que genéricamente llamamos instituciones.
Estas, a su vez, pueden ser, desde un relativamente breve
conjunto de reglas muy primitivas, como las llamadas in pectore, los implícitos
usos históricos, las convenciones, las señas, las costumbres, los códigos no
escritos de las conductas, etc. Hasta mediante muy sofisticadas formas de
inclusión de información, como lo son actualmente los llamados contratos
inteligentes.
Incluso ambas tipologías extremas pueden resultar difusas
o subjetivas para quienes no las comparten y, por ende, resulta de disímiles
cumplimientos. Lo que importa es su condición de racionalidad prodesarrollo, su
validez en el largo plazo, la aceptación generalizada y la suficiente
confiabilidad de las sociedades en ellas.
Resulta especialmente determinante que los incentivos
sean los correctos para llevar a cabo, a los menores costos posibles agregados
de producción y transacción, los fines para los que fueron creados los bienes y
servicios, en una economía dada. Porque siempre se actuará en un contexto de
una ineludible restricción de presupuestos privados y públicos.
Las instituciones, como instrumentos de las
transacciones, obviamente también tienen costos y beneficios: Hay que buscar (y
encontrar) a quienes desean lo que vendemos y, simultáneamente, buscar (y
también encontrar) a quienes disponen y venden lo que queremos comprar.
Una institución es eficiente, tanto en términos
económicos como simultáneamente sociales, cuando colabora objetivamente,
incluso con el acompañamiento del enforcement necesario, con el progreso de la
sociedad en su conjunto, y no sólo con la conveniencia de quienes integran la
institución (generalmente empleados y proveedores).
O sea, son prodesarrollo cuando la utilidad que prestan
al bienestar general es mayor a su costo. Una institución puede ser diseñada y
nacer eficiente y, con el tiempo, dejar de serlo. Las continuas innovaciones
tecnológicas actuales contribuyen a disminuir sus costos y a incrementar sus
beneficios; pero a su vez, modificar una institución es también muy costoso.
Siempre habrá personas y grupos sectoriales que
resistirán a los cambios en las instituciones; sencillamente porque perciben
que en sus microeconomías, sus costos de corto plazo resultan evidentes e
ineludibles; mientras que sus beneficios, generalmente de mediano y de largo
plazo, aún son difusos y difíciles de captar anticipadamente. No modifica su
posición de resistencia al cambio o a la reforma la evidencia de la
conveniencia general, aun cuando está pudiese resultar incluso cuasi inmediata.
En esa cuestión temporal del perfilado de los costos y de
los beneficios (de la microeconomía de los afectados directamente y de la
macroeconomía del bienestar general) está la clave del logro de un eventual
consenso.
Por ello, se dice que los cambios y las reformas siempre
necesitan de financiamiento; y cuanto más estructurales y demorados han sido,
precisan de más financiación aún. El problema para las administraciones surge
cuando las resistencias antiprogreso, por una arraigada idiosincrasia cultural
contra los fundamentos del desarrollo, logra que el costo de cambiar resulte
mayor que el costo de continuar aún con la institución obsoleta.
La institución subsiste aun cuando su utilidad económica
y social resulta inferior a sus costos y así, el desarrollo se posterga, a
veces indefinidamente. Esto explicaría porque, incluso en los países ya
desarrollados, a veces los progresos económicos no resultan lineales.
La evidencia empírica demostraría que las instituciones
pueden hasta no cambiar nunca espontáneamente, introduciendo así a los países,
en un subdesarrollo, que inicialmente puede parecer sostenible en el largo
plazo, pero que siempre, más pronto que tarde, introduce a las naciones con
instituciones permanentemente obsoletas en la decadencia relativa y el atraso
continuo.
Han transcurrido ya más de 70 años desde mediados del
pasado siglo XX y, desde entonces aún se ha logrado en la Argentina duplicar el
PBI por habitante. Otros países de la propia región de Latinoamérica lo hacen
cada 2 décadas. La hipótesis institucional pega de lleno.
Publicado en INFOBAE.
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