La fatal violencia política

Elena Valero Narváez
Historiadora, analista política y periodista. Autora de “El Crepúsculo
Argentino. Lumiere, 2006. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia.
Erich Fromm señalaba que a fin de que una sociedad funcione bien, sus miembros tienen que adquirir un carácter
tal, que les haga querer comportarse como deben hacerlo en su calidad de
miembros de la sociedad, o de un sector
social dentro de ella. El carácter
social es entonces, la organización
históricamente determinada, más o menos
permanente, de los impulsos y satisfacciones del individuo. Es el equipo con que la persona enfrenta al
mundo y a sus semejantes.
De acuerdo a ello, para que Argentina prospere, es necesario llevar a la conciencia de todo
ciudadano que la democracia solo puede funcionar si la disciplina individual es
lo suficientemente fuerte como para que la gente llegue a un acuerdo en
cuestiones concretas, con el fin de lograr una acción común, en este
caso, un cambio fundamental. Ello, aunque se difiera y no se esté de acuerdo en
los detalles. Es imperioso trabajar para que los valores de tipo de vida
democrático sean apreciados y no tiendan
a eliminarse ante alguna demagógica promesa de un mundo mejor.
El consenso social que se pretende es algo más que un acuerdo
teórico sobre ciertas cuestiones, es el que equivale a la vida en común. No se puede pensar, por ejemplo, en que los efectos perniciosos de la
desocupación, la desnutrición o la falta de educación, puedan quedar confinados a ciertos sectores de
la sociedad. La interdependencia que se da entre todos ellos, propio de la
sociedad moderna, tendría que llevar a
que la intranquilidad general que se produce con la miseria, no solo material sino también espiritual,
interesara a los argentinos por igual.
La marcha hacia valores comunes incluye la preocupación general por otros puntos
ulcerados del cuerpo social, entre ellos el deterioro institucional.
Con respecto al Congreso, lugar donde se enfrentan los partidos organizados para definir
propósitos y estrategias, se tiene que rehabilitar el hábito de la discusión sana,
la que produce la reconciliación de las
valoraciones antagónicas y la cooperación. Ello
lleva a la asimilación mutua de valores
de unos y de otros.
Por otra parte, no debe pensarse que una mayor política de reparto, produce un acuerdo automático sobre un
conjunto básico de valores, habrá siempre numerosas otras fuentes de desacuerdos
y antagonismos, entre grupos e
individuos, que lleven al caos si no se los trata de forma
adecuada. Algunos sociólogos podrían aportar claridad sobre las causas de ciertas perturbaciones para
poder trabajar sobre ellas; existen diversas fuerzas, psicológicas e institucionales, que pueden actuar en una sociedad cuando
realmente se persigue su integración. El
futuro depende de si podemos encontrar
una solución que nos permita llegar a un acuerdo, no solo sobre los valores fundamentales sino
además, sobre los métodos que permitan
una mejor vida social, de no hallarlo volveremos a la planificación
dictatorial. ¿Se está intentando hallar un propósito unificador para lograr un cambio bienhechor en la
sociedad, que opere vigorosamente y
estimule, sin necesidad de tener un
enemigo?
El diálogo es
siempre imprescindible, solo mediante
este instrumento pueden transmitirse ideas claras de situaciones y problemas, de
hallar conductas adecuadas o apropiadas para tales circunstancias. Sin una
transmisión fácil y exacta de ideas se imponen estrechos límites al contenido
de la explicación de los problemas y a que no prosperen las relaciones
amistosas. Constituye una importante herramienta, no se debería descartar tanto para el
pensamiento como para la comunicación.
En Argentina
persiste, desde que los Kirchner
llegaron al poder, una política belicosa, ésta explica la facilidad con la que en las
votaciones parlamentarias se unen votos de los partidos más ideológicamente distanciados, para enfrentar las tesis de los partidos de
centro. El odio político es sumamente
devastador porque invoca para satisfacerse, muy a menudo, “el sagrado prestigio
de la Patria”. Así basta acusar al odiado legislador, u oponente, de ser un traidor al país para que caigan
sobre él los anatemas de quienes son incapaces de dar a esa expresión su valor real.
Históricamente, se
observa cuan virulento puede ser el odio político: se
crearon órganos públicos represores “especiales”
los cuales, frecuentemente, se excedieron en la agresión física y
psicológica, grupos utilizados por el poder político. Ello es tanto más
paradójico por cuanto la actividad política -por definición y tradición-
debería ser modelo de tacto, de generosa
comprensión y de respeto al ser humano. Tal vez, la explicación radica en la tendencia violenta
que alberga el hombre, la cual, a
menudo, le lleva a desear el poder no
para servir sino para servirse. En tales
condiciones cada adversario acumula motivos de cólera, utiliza las armas menos recomendables en una lucha
que se torna cada vez más enconada e
hipócrita. Es común, en estas
situaciones, que se busque afiliados
partidarios de una misma postura desde donde se actúa, organizadamente, contra
los opositores.
Hasta qué punto el
odio conduce a bajezas de todo género lo podemos observar muy claro en la
política actual. En el caso que tuvo estos días al Presidente en la cuerda floja, la mayoría
de los políticos en vez de esperar la investigación, sin ánimo imparcial alguno
le tiraron más piedras que a la
Magdalena. Muchos de ellos no adhieren a ciertos principios filosóficos fundamentales, por lo cual opinan un día una cosa, y al siguiente otra diametralmente opuesta, generando contradicciones y carencia de rumbo.
Son los peores, siempre crean una incógnita,
aceptan o se oponen según su
conveniencia sin que les importe conocer ni las causas ni la solución de las
dificultades o problemas, sino sus
intereses personales.
Hasta ahora el actual presidente tiene un rumbo definido y
respeta los requisitos de toda estructura democrática: las medidas que toma
cuentan con el apoyo, o por lo menos la
tolerancia de la opinión pública. Lo que
se cuestiona es su actitud irascible hacia
la crítica sobre aspectos de su gestión, no se quedan atrás la mayoría de los políticos,
sindicalistas y piqueteros: al griterío, el insulto y la chabacanería se los considera como el nuevo trato, el
cual se viene, desde hace algunos años, derramando por las redes. Un mínimo desacuerdo
no es tolerado por fanáticos irascibles dedicados a insultar y agredir, deberían eliminar del subsuelo individual las
inmundicias que alimentan esa forma agresiva y torturante de comportamiento.
El remedio para esta enfermedad social, tan contagiosa, es ponerse de acuerdo con uno mismo, el que
vive en paz consigo mismo no inquieta a los demás. Se logra con ayuda
psicológica porque sin ella nos falta perspectiva y nos sobra parcialidad en nuestro
auto - juicio estimativo: mucho más difícil que verse la espalda es darse
cuenta de los defectos del “yo” con el cual nos confundimos.
Se debería recordar,
al menos, que ni la violencia, ni la obstinación, ni la destemplanza, son signo de superioridad. Acusan inseguridad,
falta de autodominio, y de fe en la
eficacia propia. El ruido es fugaz, pero la razón es silenciosa y eterna; en el análisis de cualquier situación nadie recordará
palabras altaneras o gritos, pero sí, los actos positivos con que se procedió para
resolver un problema. Y esos actos serán mucho más eficaces si la energía no se consume en los fuegos
fatuos de la emoción no contenida,
perturbadora del entendimiento.
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