Ya ha transcurrido
más de una semana desde el fallecimiento del expresidente uruguayo José Mujica
Cordano, días de halagos partidistas, celebraciones ingenuas y cortesías
diplomáticas, que procuraron pintarlo como una especie de sabio humilde y
amistoso, un Gandhi o un Mandela del Cono Sur.
Pasada esa espuma retórica, podemos hincarle el diente a la verdad, pura y
dura, de una figura que contribuyó en gran medida al quiebre de la
institucionalidad en el Uruguay de los años 70’, como parte de las acciones de
terrorismo urbano del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), que
incluyeron asesinatos, secuestros y asaltos, un pasado del que nunca hizo la
debida autocrítica y que incluso reivindicó hace pocos años, diciendo que era
“muy lindo entrar con una 45 en la mano a un banco, ahí todos te respetan”.
Su mujer, la exvicepresidente y senadora Lucía Topolanksy, su compañera en
la banda terrorista, también señaló en años recientes que “volvería a hacer lo
mismo si se dieran condiciones similares”.
Lo más cuestionable de todo es que el accionar del MLN se
desató contra varios gobiernos democráticos: el segundo colegiado blanco, las
presidencias de Gestido y Pacheco, y el periodo constitucional de Bordaberry,
previo a la disolución de las Cámaras Legislativas. A diferencia de las
guerrillas de Cuba y Nicaragua, que lucharon contra dictaduras militares y
tenían una legitimidad inicial (aunque acabaron montando despotismos aún
peores), Mujica y sus camaradas fueron guerrilleros en democracia y sólo
realizaron algunas acciones aisladas de sabotaje y propaganda durante el
régimen castrense que ellos ayudaron a crear, como reacción a sus propios
desmanes.
La tesis tupamara
era un ultra-foquismo, sosteniendo que aunque no estuvieran dadas las
condiciones objetivas y subjetivas para la revolución, éstas podían ser creadas
mediante las acciones de un foco guerrillero, que haría las veces de vanguardia
armada. Para ellos, la democracia burguesa era una simple máscara y apostaban a
desestabilizarla, para que las clases dominantes tuvieran que instalar un
Estado autoritario, ante el cual las masas se levantarían, obviamente lideradas
por el MLN.
Es decir, que los tupamaros, además de criminales, fueron unos rematados
idiotas en el análisis político-sociológico. Su ataque a la democracia uruguaya
sí logró el advenimiento de un Estado autoritario durante 12 años, en los que
se terminó de barrer los restos de su estructura guerrillera (ya casi liquidada
antes del golpe de 1973) y no se dio ninguna revolución proletaria, sino una
lucha multipartidista y pluriclasista para reconstruir el sistema democrático.
Pero a los crímenes de Mujica en el pasado hay que sumar
también sus dichos y acciones de los últimos años, como sus declaraciones ante
la represión madurista en Venezuela, cuando, tras el atropellamiento de un
manifestante, dijo con sorna que “no hay que pararse frente a las tanquetas”.
Si en su presidencia no fue más destructivo, se debe a la solidez de las
instituciones del Uruguay, que desoyeron sus tanteos para convocar a una
Asamblea Constituyente y para realizar una reforma agraria, que seguramente
habría afectado al exitoso modelo productivo rural del país.