De líderes a rezagados: la brecha económica entre Argentina y Uruguay

Enrique Blasco Garma
Economista.
En 1980, Argentina ostentaba
un ingreso per cápita en dólares que duplicaba al de Uruguay. Cuatro décadas
después, la situación se ha revertido: según el FMI en 2025, los uruguayos
ganan el doble que los argentinos. ¿Qué pasó en el camino? ¿Cómo explicar
semejante retroceso?
Una de las respuestas más
consistentes apunta a la corrupción. No solo como fenómeno moral o judicial,
sino como un factor económico de peso. Uruguay, hoy el país más transparente de
América Latina según Transparencia Internacional, es también el que tiene mayor
ingreso per cápita en la región.
Argentina, en cambio, ha
vivido una larga deriva de errores políticos, regulaciones que asfixian y un
sistema permeado por prácticas corruptas que, más allá del escándalo, socavan
silenciosamente la productividad.
La decadencia en números
Los datos del FMI (WEO)
muestran que la relación entre el PBI per cápita argentino y uruguayo comenzó a
deteriorarse con fuerza tras 1984. Durante la Convertibilidad en los años
noventa, se estabilizó, pero tras el colapso de 2002, el ingreso argentino se
desplomó a un 68% del uruguayo. Hubo una recuperación leve hasta 2008, pero
desde entonces, la brecha no dejó de ampliarse. Hoy, se estima que por cada
dólar que gana un argentino, un uruguayo gana casi dos.
Esa evolución no puede
explicarse solo por políticas económicas. La corrupción, entendida como el uso
indebido del poder público para obtener beneficios privados, parece ser un
factor clave.
No solo desalienta las
inversiones y obstaculiza el desarrollo: redirige los recursos hacia sectores
improductivos y castiga al ciudadano común con ineficiencia, sobrecostos y
pérdida de oportunidades. De este modo, falta de transparencia es contraria a
la competencia.
Uruguay, con una
institucionalidad más sólida, menor burocracia y prácticas más transparentes,
ha conseguido consolidar un crecimiento sostenido. No está exento de problemas,
pero ha logrado una correlación virtuosa entre transparencia y desarrollo
económico, al menos dentro del contexto latinoamericano.
El contraste con Argentina
revela que, en esta región, corrupción e ingresos bajos suelen ir de la mano. A
diferencia de países como Estados Unidos o Canadá, donde los altos niveles de
ingreso coexisten con ciertos niveles de corrupción sistémica, según algunos
indicadores, en América Latina esa relación parece más directa y corrosiva.
El costo oculto de cada
traba
En la práctica, la
corrupción no se manifiesta solo en grandes escándalos. Se encarna también en
los múltiples trámites innecesarios, licitaciones amañadas, permisos que
demoran, y sobornos pequeños pero diarios. Cada obstáculo artificial al proceso
productivo no solo desvía recursos: frustra el crecimiento de muchos
trabajadores, emprendedores y empresas.
Combatir la corrupción,
entonces, no es solo una causa ética o legal. Es una necesidad económica.
Eliminar la regulación excesiva, abrir la economía a la competencia y
profesionalizar la administración pública son pasos urgentes para frenar el
deterioro.
Como símbolo de esta
urgencia, muchos miran al Gobierno de Milei, su equipo y al actual “ministro de
la motosierra” -referencia popular al impulso por recortar gastos y estructuras
improductivas- como figuras clave en esta batalla.
Más allá del castigo
“La corrupción es punible
por ley, pero su combate requiere más que sanciones”, sostiene Stuart Gilman,
exjefe de la Unidad Anticorrupción de la ONUDD. “Se necesita transparencia,
voluntad política e instituciones que funcionen”.
Y sobre todo, una sociedad
que comprenda que la corrupción no es una fatalidad inevitable. Es un sistema
que puede desarticularse. Pero para eso, primero hay que mirar de frente el
costo que impone. No en estadísticas lejanas, sino en el retroceso real de
nuestras condiciones de vida.
La historia comparada de
Argentina y Uruguay no es solo una advertencia. Es una hoja de ruta: muestra lo
que puede pasar cuando se elige la transparencia como política de Estado. Y lo
que ocurre cuando no se hace.
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