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Ayudas contra el desarrollo

Esta semana se está celebrando en Sevilla la IV Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo. Su objetivo es el establecimiento de una agenda global para movilizar los recursos necesarios para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 cuyas loables metas se han transformado en la materialización de todas las religiones seculares patrocinadas por la izquierda a escala planetaria. Sin embargo, el debate acerca de cumbres como la realizada en la capital andaluza y la discusión sobre sus propuestas ha de responder a una sencilla pregunta: ¿Valen para alcanzar las metas perseguidas?  
Muchos políticos, expertos y organismos públicos y privados, nacionales e internacionales siguen abogando por los programas de ayuda al desarrollo como un instrumento adecuado, cuando no el mejor, para sacar a los países de la pobreza. Sin embargo, la evidencia empírica muestra que, en promedio, ese tipo de políticas no han tenido efecto positivo alguno sobre el crecimiento a largo plazo de los estados en teoría beneficiados por aquellas. Mientras un amplio número de ellos recibieron grandes sumas de asistencia técnico-financiera externa con un impacto irrelevante sobre el PIB y sobre el nivel de vida de sus habitantes, quienes no la percibieron e ignoraron los consejos los expertos del Banco Mundial, de la ONU y de otras agencias tuvieron resultados mucho mejores.
Para ilustrar esa afirmación es interesante comparar la evolución de dos países africanos vecinos: Botswana y Zambia. Desde su independencia en 1964 hasta 1990, el segundo tuvo un régimen socialista de partido único. Ese experimento fue sostenido por una asistencia financiera externa/anual equivalente al 10 por 100 del PIB a lo largo del período descrito.  En 1990, el PIB per cápita zambiano era un 20 por 100 inferior al existente cuando el país se independizó. Botswana eligió un camino diferente, definido por un sistema democrático y un modelo de capitalismo de libre empresa. Medio siglo después del 50 de su independencia, su PIB per cápita es siete veces superior al de 1966 (Doucouliagos, H. & Paldam, M. "The ineffectivennes of development aid on growth: An Update". European Journal of Political Economy 27, 2011).
El desarrollo no requiere de inyecciones masivas de capital externo. Las sociedades avanzadas actuales comenzaron siendo pobres y progresaron sin recibir ayudas procedentes del exterior o, siendo éstas, muy pequeñas. JapónCorea del SurTaiwán o Singapur consiguieron ese objetivo a través del comercio, de la inversión interna, del espíritu empresarial y de la construcción de instituciones propicias al mercado. El verdadero motor del progreso reside en factores internos: las actitudes, los valores, la iniciativa individual, la propensión al ahorro y a la inversión, la existencia de un marco institucional que proteja la propiedad privada y promueva la libertad económica. Donde estos elementos están presentes, el desarrollo ocurrirá con o sin asistencia foránea; donde están ausentes, aquella será ineficaz o incluso perjudicial.
Por otra parte, las ayudas politizan la vida económica y social en los países receptores.  Fortalecen el poder del Estado y el de las élites gobernantes, lo que fomenta la corrupción porque se convierten en una fuente enriquecimiento para quienes están en el gobierno y para sus clientelas. Como escribió Peter Bauer: “la ayuda exterior es el medio por el cual la gente pobre de los países ricos da dinero a la gente rica de los países pobres".  De igual modo, esos programas terminan por subsidiar y prolongar la existencia de gobiernos ineficientes, corruptos o incluso tiránicos. Si un régimen se mantiene gracias al soporte financiero exterior tiene menos incentivos para ser responsable ante sus propios ciudadanos, implementar reformas pro-crecimiento o respetar los derechos individuales.
Los programas de ayuda externa son también una expresión de la “fatal arrogancia” descrita por Hayek en el libro con ese mismo título; esto es, la creencia según la cual los planificadores tienen la información necesaria y suficiente para conocer y dirigir con éxito los complejos sistemas socioeconómicos de países enteros. Es la transposición de la planificación centralizada a escala global y la ignorancia de un principio básico de la teoría económica: los mercados, a través de millones de decisiones descentralizadas, cuya expresión son los precios asignan de manera los recursos de manera mucho más eficientes que cualquier autoridad centralizada, ya sea nacional o internacional.
Por último, existe un problema de agencia, es decir, una desconexión entre los objetivos de los ciudadanos del país donante, principales que esperan que su dinero se use para el desarrollo y los de los burócratas y políticos, agentes que tienen sus propios intereses, entre ellos aumentar su poder, su influencia y, en bastantes ocasiones, su riqueza.  La falta de mecanismos de mercado y de competencia es una de las causas que ha conducido a la ineficacia e ineficiencia en el uso de los recursos destinados a esos programas y a la emergencia de una mano invisible que en nombre del interés público acaba sirviendo a los intereses privados de los políticos, de los burócratas y de los distintos buscadores de rentas.
La experiencia y la realidad son tercas. Por regla general, a ayuda exterior al desarrollo sólo ha servido para frenar el crecimiento cuando no a matarle, a retrasar cuando no a impedir la mejora del bienestar de la gente masas, para fortalecería el poder de los gobiernos y, casi siempre, para socavar la democracia y la libertad. Es una intervención gubernamental que, lejos de resolver el problema de la pobreza, a menudo lo exacerba al distorsionar los mercados y fomentar la corrupción. 
Este artículo fue publicado originalmente en Vozpópuli (España) el 1 de julio de 2025.

Lorenzo Bernaldo de Quirós

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