Edgardo Zablotsky
Ph.D. en Economía en la
Universidad de Chicago, 1992. Rector de UCEMA. En Noviembre 2015 fue electo Miembro de la Academia
Nacional de Educación. Miembro del Consejo Académico de la
Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Consultor y conferencista en políticas públicas en el
área educativa, centra su interés en dos campos de research: filantropía no
asistencialista y los problemas asociados a la educación en nuestro país.
En un país donde
la dependencia de los planes sociales se ha convertido en una constante desde
la crisis de 2001, la educación debe dejar de ser un instrumento para maquillar
una fachada de asistencia y transformarse en la herramienta esencial para
romper el círculo vicioso de la pobreza. La realidad argentina –caracterizada
por una alta dependencia estatal– exige un replanteo profundo de la política
social: no basta con paliar las carencias económicas, es necesario dotar a los
beneficiarios de las herramientas y el conocimiento que los hagan protagonistas
de su propio futuro.
Los planes
sociales, tal como se presentan desde hace ya muchos años, cumplen un rol de
contención en supuestos momentos de emergencia; sin embargo, al no estar
vinculados a un proceso de capacitación educativa o laboral, han cronificado la
dependencia. Como se ha evidenciado a lo largo de décadas, la falta de
formación impide la reinserción productiva; por eso resulta imperativo
condicionar la percepción de dichos subsidios a la finalización de la educación
obligatoria y a la participación en programas de capacitación técnica. Esa es,
precisamente, la premisa central de esta propuesta: transformar la asistencia
del Estado en una inversión en capital humano.
Esta visión
encuentra su fundamento tanto en tradiciones éticas y filosóficas como en el
ideal del liberalismo. Recordemos, si no, a Maimónides, quien hace más de
ochocientos años colocaba en la más alta escala de la filantropía el dar a un
pobre los medios para que pueda vivir de su trabajo sin degradarlo con la
limosna abierta u oculta.
Una idea similar
la encontramos en los escritos del barón Maurice de Hirsch, una de las tantas
figuras olvidadas de nuestra historia, quien en 1891 señalaba: “Me opongo
firmemente al antiguo sistema de limosnas, que solo hace que aumente la
cantidad de mendigos, y considero que el mayor problema de la filantropía es
hacer personas capaces de trabajar de individuos que de otro modo serían
indigentes, y de este modo crear miembros útiles para la sociedad”.
No cabe duda de
que el asistencialismo sin condiciones genera costos en sí mismo. Desde
diversas tradiciones religiosas y humanistas lo han advertido. Por ejemplo,
Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate, señalaba: “El estar sin
trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia
pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus
relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y
espiritual”. Por su parte, el padre Pedro Opeka, un argentino propuesto varias
veces para el Premio Nobel de la Paz por su incansable trabajo con los pobres
en Madagascar, ha demostrado que el asistencialismo perpetuo solo genera más
dependencia, mientras que la promoción de la educación, la capacitación y el
trabajo dignifica y permite que las personas se pongan de pie.
Sus palabras son
en un todo consistentes con la visión del liberalismo. A modo de ilustración,
recordemos las palabras de Ronald Reagan, quien sostenía que “el propósito de
cualquier política social debería ser la eliminación, tanto como sea posible,
de la necesidad de tal política”, o del mismo Milton Friedman, quien resumía
este concepto al afirmar que “una mejor educación ofrece una esperanza de
reducir la brecha entre los trabajadores calificados y los que no lo son, y de
protegerse contra la formación de una sociedad de clases en la que una élite
educada mantiene a una clase permanente de desempleados”.
La experiencia
histórica del GI Bill of Rights en Estados Unidos sirve de paradigma en la
materia. Sancionado en 1944, el GI Bill ofreció a millones de veteranos la
oportunidad de reeducarse y reinsertarse en el mercado laboral, y alcanzó
resultados que superaron con creces los costos iniciales para el Estado. Por
cada dólar invertido en la educación de los veteranos recaudó varios dólares en
concepto de impuestos. Dicha relación se produjo porque los trabajadores
calificados generados por el programa percibían ingresos claramente superiores
a los que hubiesen obtenido de no haber llevado a cabo los estudios y, por
ende, pagaban muchos más impuestos.
Nada impide
pensar en un modelo similar para millones de argentinos hoy marginados del
sistema productivo en lugar de planes que carecen de un horizonte formativo, lo
que diluye cualquier posibilidad de reinserción en la sociedad productiva.
La evidencia es
contundente. Los estudios empíricos demuestran que quienes cuentan con un mayor
nivel educativo tienen mayores posibilidades de romper con el círculo vicioso
de la pobreza. Como apuntó Theodore Schultz, premio Nobel de Economía: “Las
diferencias de ingresos entre las personas se relacionan estrechamente con las
diferencias en el acceso a la educación”. Si queremos salir de una crisis que
afecta la cohesión social, es imprescindible apostar por una política social
que, de verdad, genere capital humano.
Para la
Argentina, la propuesta es clara y urgente: reformar el sistema de planes
sociales condicionándolos a la educación y la capacitación laboral. Este cambio
no se trata de castigar a los beneficiarios, sino de brindarles el incentivo y
el acompañamiento que les permitan completar su formación y, de ese modo,
acceder a un mercado laboral digno y productivo. Se trata de construir un
modelo de inclusión social basado en la autonomía y el mérito, en el que los
subsidios estatales se transformen en puentes de movilidad social y no en muros
que perpetúan la dependencia.
La transformación
de los planes sociales, condicionándolos a la finalización de la educación
obligatoria y a la capacitación laboral, es la única salida sostenible. Con una
política de este tipo se dejarían de transferir recursos sin condición y se
comenzaría a invertir en la libertad y el desarrollo integral de los
beneficiarios.
Formar para
liberar no es solo un lema, es una estrategia de futuro, un camino para que
cada argentino pueda recuperar la dignidad de llevar por sí mismo el pan a la
mesa familiar y que permita enfrentar el riesgo cierto de perpetuar una
sociedad de clases en la que una élite educada mantenga a una clase permanente
de desempleados; un escenario hoy factible, fiscalmente imposible y éticamente
reprochable.
Publicado en La Nación.