A cien años de la Primera Guerra Mundial: Estábamos tan eufóricos

Carmen Verlichak
Nació en Madrid, recibió su Licenciatura en Letras con una
tesis sobre Thomas Mann. Fue profesora universitaria, asesora literaria en la
Biblioteca Nacional y nombrada académica del Museo General Belgrano. Es
colaboradora, entre otros medios, de La Nación de Buenos Aires y el Vjesnik de
Zagreb. Es autora de los libros “Los croatas de la Argentina”, “Crónicas de
campo y pueblo” y “María Josefa Ezcurra”.
“La guerra es necesaria, es purificadora” había repetido
en sus escritos Helmut von Moltke, y muchos lo habían coreado, como el primer
Thomas Mann.
Cuando llegó la ocasión, todos partieron hacia ella con
entusiasmo; los hombres se alistaron espontáneamente, las mujeres se agolparon
para donar el oro que tenían siguiendo el lema „dar oro por hierro“ mientras se
sacaban fotos del momento. Se organizaron infinidad de banquetes a todo lujo
para recaudar para el ejército. En todas partes se hacian declaraciones de
fervor patriótico. Las multitudes se agolpaban entusiasmadas, Europa estaba alborozada.
Pocas, muy pocas voces de alerta se pudieron oír en esa
algarabía. Allí estaba Albert Einstein que dijo: “ahora sé a qué especie de
miserable rebaño pertenecemos”.
Cuando los científicos alemanes firmaron un llamamiento
al patriotismo, Einstein replicó con una
declaración pidiendo la paz y la unidad de Europa, que sólo consiguió dos
adhesiones. El otro firmante, el físico Georg Friedrich Nicolai, con esto vio
acabada su carrera; Einstein fue
perdonado porque lo trataron como a un científico raro, y seguramente porque no
querían quedarse sin su inventiva.
También Berta de Suttner - premio Nobel de la paz 1905 - trataba de
hacerse oír alertando de lo que venía. La repudiaron doblemente.
Los pistoletazos que el 28 de junio de 1914 terminaron
con las vidas del príncipe heredero al trono del imperio austrohúngaro,
Francisco Fernando, de su mujer Sofía Chotek y de su hijito, terminaron también
con toda una era. El autor del atentado, el serbio Gavrilo Princip, fue
apresado al instante y, como menor de
veinte años, no se lo condenó sino a prisión.
Y así comenzó esta euforia que, claro,
no duró mucho; cuando vieron de qué se trataba y vislumbraron siquiera
las cifras de las muertes, la decepción no tuvo límites. En los balances se
habló de unos 40 millones de seres, entre soldados muertos en las
trincheras, civiles en las ciudades
bombardeadas, heridos y enfermos de la gripe española. Después diría Eric
Hobsbawnm, fue el momento en que se empezaron a manejar cifras que antes sólo
se usaban para el espacio sideral.
En 1918 las caras
de Europa era totalmente distintas, les había llegado el final al imperio
zarista, al imperio austrohúngaro y al imperio otomano; la glamorosa belle
epoque habia volado por los aires y más de 40 millones de víctimas eran llorados
por todas partes.
El 28 de junio de 1919 cinco años después del atentado se
firmaron tratados con condiciones que sólo prepararon nuevas guerras. Como
advirtiera otra vez de Suttner se habían desparramado hasta el cansancio las
semillas para las próximas guerras. En el tratado de Versalles se armó además
esa bomba de tiempo que llamaron Yugoslavia.
Einstein, quien tan lúcido había sido con su llamamiento
a Europa, no acertó tanto cuando al terminar la guerra dijo: “ahora sé que el
militarismo está completamente erradicado”.
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