El campo argentino: potencia mundial y guía de la República
Virginia Tuckey
Investigadora, Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Recorrer la historia de la República Argentina es un viaje que lleva directamente a la conclusión de que la mediocridad es hija legítima de la corrupción. Nada es tan evidente en la Argentina del siglo XXI como la mediocridad y, por supuesto, la exaltación de la misma.

A este mal puerto no hemos llegado de casualidad, ni siquiera es el lugar dónde la nación se ha iniciado. El espíritu que ha dado forma a nuestra República ha sido el de los derechos individuales, el del desarrollo, la educación, la cultura del trabajo; en definitiva, el espíritu virtuoso liberal.

Hace cien años, la frase que admite que las “comparaciones son odiosas” no aplicaba al lado argentino. Era nuestra la posición del buen ejemplo. Esto, en el siglo que nos cobija, ya es parte del olvido, al igual que muchas características de aquella Argentina que todavía habita en la mente de muchos extranjeros y de nostálgicos compatriotas, pero no de la realidad.

La educación, el desarrollo, las instituciones, las ideas de avanzada ya no son parte de nuestro orgullo, son sólo parte de un recuerdo lejano y de una preocupación actual permanente. Argentina ha entrado al siglo XXI del lado odioso de las comparaciones y ha sido por propio gusto. El olvido de algunos, la comodidad de otros, y sobre todo, la absurda moderación ante los atropellos más viles, han dejado un legado de tierra arrasada.

Este panorama de retroceso y de triunfo del corrupto sobre el íntegro, ha tenido una negativa influencia en el espíritu de un inmenso número de personas rectas y honradas. El exceso de realidad que entorpece la esperanza, desemboca irremediablemente en la idea que la mediocridad es absoluta, que los corruptos han ganado para siempre y que a los rectos y justos sólo les toca el camino de la sumisión o el exilio. Estos son los aires de derrota que se han impregnado en muchos argentinos de bien.

Observar la realidad con desilusión y preocupación no es ser pesimista, sino objetivo. Sin embargo, también es parte de esa objetividad, destacar que en este contexto absurdo aun quedan, como si fuese un tesoro por descubrir, un gran número de seres humanos que representan la reserva moral necesaria para el cambio.

Vale advertir, que no sólo es necesario contar con ciudadanos de valores insobornables, sino también con una organización de los mismos desde dónde puedan coordinar y  dar fuerza a sus ideas, costumbres y ganas de cambio.

Afortunadamente, entre este grupo de ciudadanos, hay un sector específico que cuenta con las características y la estructura necesarias para levantar, nuevamente, la Argentina del progreso. Me refiero al sector agropecuario.

En el campo argentino, no sólo encontramos la exaltación de la cultura del trabajo, sino también la preservación de las tradiciones más características de nuestra nación. El valor absoluto de la palabra como contrato inviolable, la condena social a quien lo viole, un espíritu único de fortaleza ante las adversidades, el don de la bondad y la generosidad propios de quienes piensan en grande y la valoración que se merece la formación y la educación.

Esto, que podría sonar como una exageración, es simplemente un resumen de las características más comunes del productor agropecuario argentino. Solo una síntesis de un pequeño grupo que contiene en su interior, no sólo valores, sino una organización, que si fuera apartada de todo lo que los rodea, podría considerarse la organización de un Estado libre y virtuoso.

 El campo, por su distribución territorial y organización gremial es federal, ellos generan el respaldo al peso argentino, generan además su propia infraestructura para poder abastecerse no sólo de agua, sino para abrir camino al transporte de su producción, y generar la energía necesaria para poner en funcionamiento los campos.

El productor argentino, a pesar del saqueo impositivo que sufre y el descrédito que la propaganda falaz le ha atribuido, es el único que aun nos posiciona del lado de las comparaciones virtuosas y no de las odiosas. Es quien compite mano a mano con las potencias mundiales,  quien aprende de ellos, pero también enseña a los productores del primer mundo a aplicar tecnologías que han sido desarrolladas con gran éxito en suelo argentino.

Todo esto sucede porque el campo argentino es una potencia en sí  mismo. Lo es a pesar del contexto de latrocinio que se les impone por la fuerza desde un Estado depredador. ¿Se han preguntado alguna vez cómo sería, entonces, si el contexto fuera regido por las reglas claras que no invaliden ni relativicen el concepto de propiedad, de libertad y de la autodeterminación de los individuos? Si hoy es potencia, ¿qué lugar ocuparía si la presión que los limita desapareciera? La respuesta la da la realidad; sería el granero, el ganadero, el sojero, el ejemplo del mundo.

Los objetivos son alcanzables y el cambio es posible; es el sector agropecuario el único que tiene la capacidad de lograr una transformación que nos devuelva a las raíces de nuestra nación. Para que la transformación comience, es necesario que quienes no pertenecen al sector, pero pertenezcan al grupo de argentinos de bien que quieren recuperar la República, se acerquen a las instituciones rurales, y que desde estos organismos abran las puertas a quienes quieren ser parte de la transformación.

Los cambios trascendentales que han dado la bienvenida a un mundo más libre, jamás han venido de la mano de mayorías masificadas y alienadas, sino de hombres éticos y de valor que han sabido ser libres, incluso, cuando las cadenas más les pesaban.

Cómo dijera el General Don José de San Martín, “hace más ruido un solo hombre gritando que cien mil callados”. Estamos ante la etapa más crítica de nuestra nación. Callarse no sólo es derrota, es también complicidad. Ha llegado la hora de gritar.


 

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