Fiel y estúpida
Enrique G. Avogadro
Abogado.
"La universidad gratuita es la
universidad del privilegio".
Andrés Cisneros
El verano, y la
posibilidad de ignorar por un rato la complicada realidad, me permiten dedicar
mi nota semanal, una vez más, a formular propuestas concretas para modificar
antiguas taras que la sociedad argentina ha conseguido acumular sobre sí misma,
a costa de sacrificar su futuro y pagar -los registrados- una de las tasas
impositivas más altas del mundo.
Precisamente ahora se
cumplen cien años de la Reforma Universitaria que, quizás justificada en su
origen, sigue afectando negativamente a la educación superior pública nacional,
a un costo sideral y sin servir al país, como debiera. En pleno siglo XXI,
inmersos en un mundo cada vez más competitivo y tecnificado, los resultados que
ofrece la perpetuación de ideas obsoletas no pueden ser más explícitos.
Según una nota que
publicó Infobae, sobre datos de la Secretaría de Políticas Universitarias, en
2016 se graduaron en carreras sociales 34.000 alumnos, mientras que recibieron
su título de ingenieros, en todas las especialidades, 8303. Las cifras correspondientes
a algunas de las carreras obviamente claves para el desarrollo nacional
ilustran más aún acerca de ese gravoso problema: se recibieron sólo 13
ingenieros metalúrgicos, 44 petroleros, 23 hidráulicos, 23 mineros, 7 nucleares
y 58 aeronáuticos.
La fotografía actual de
la universidad pública nos permite avanzar sobre esa realidad desde varios
ángulos totalmente disímiles: la farsa que implica sostener que la gratuidad
equivale a igualdad, el disparate del ingreso irrestricto, la falta de políticas
de Estado en materia de indispensable planificación en función de las
prioridades nacionales.
Un simple razonamiento
basta para confirmar el primer aserto. ¿Significa el mismo esfuerzo estudiar
para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que para quien
proviene de una familia obrera, que necesita del propio trabajo del
universitario para subsistir?, ¿lo es para quien llega a la facultad en su
automóvil o vive muy cerca de ella que quien debe viajar en medios públicos
durante horas para llegar a clase?
Desde otro ángulo,
todos sabemos que la universidad pública se sostiene con el aporte del Tesoro
cuyas arcas, a su vez, provienen de los impuestos que pagamos todos. ¿Es justo
que los más pobres soporten con su diario esfuerzo su costo cuando no tiene
exigencias de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir?
La vigente Ley Federal
de Educación, al prohibir la difusión pública de las evaluaciones de
establecimientos educativos de niveles secundario y universitario, iguala hacia
abajo, porque impide la sana competencia basada en la calidad y en la
calificación de los títulos que otorga cada uno.
En la Argentina, como
bien dice Alieto Guadagni, el promedio de permanencia en los claustros de
estudiantes de carreras con curricula de cinco años, es siete y, a diferencia
de todos nuestros vecinos, la universidad pública sólo gradúa veintidós de cada
cien ingresantes. Ese estiramiento artificial de la vida universitaria genera,
naturalmente, mayores gastos en salarios docentes y no docentes, en
infraestructura, en medios para la investigación, etc., todo lo cual recae
sobre las espaldas de la población en general, inclusive de aquellos sectores
cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.
Mi propuesta, reiterada
en notas y publicaciones antiguas, es muy simple. Se trata de establecer -se
dispone de los medios informáticos para hacerlo- cuántos nuevos graduados de
cada una de las disciplinas necesitará el país a cinco años vista. Basta, para
hacerlo, con introducir en una computadora la información que suministren las
empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se
acerquen.
Con el resultado de esa
investigación, se constituiría un primer cupo de ingresantes a la universidad
pública. Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un examen de
ingreso muy exigente -en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias sociales- y
mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado mediante
pruebas semestrales. A los miembros de ese primer cupo, obviamente, no sólo no
se les cobraría matrícula alguna sino que, por el contrario, se les prestaría
el equivalente a un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a
su familia durante todos sus estudios. Como es obvio, quienes lograran
graduarse integrando ese primer cupo encontrarían una clara salida laboral, ya
que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarían afanosamente.
Luego, crear un segundo
cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de las facultades.
Ese segundo cupo, es decir aquellos que sean extranjeros no residentes u opten
por carreras que el país no necesitará -y, por ende, es injusto que deba
soportar- y por quienes no hubieran logrado el nivel de excelencia requerido
para el primero, debería pagar para estudiar. Así de simple: si quieres hacerlo,
báncalo tú. Las facultades más afectadas serían, claro, las de Derecho y
Psicología, ya que es absolutamente excesivo el número de profesionales que
surgen hoy de las mismas y, por ello, no encuentran en el mercado de trabajo
una fácil inserción.
Incorporaría, además, a
esas normas una ley que impusiera a la administración estatal la obligación de
contratar, como consultora externa, a la universidad pública, y pagar los
honorarios correspondientes. Veamos qué efectos produciría la solución propuesta:
en primer término, egresarían mejores graduados, y el país dispondría de
profesionales excelentes en las disciplinas más indispensables; además,
impediría la permanencia del "estudiante crónico", ese al cual el
bajo nivel de exigencia en materia de materias aprobadas por año le permite
permanecer en los claustros por muchos años, incordiando a los alumnos más
esforzados.
Con el producido de las
matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más los honorarios que
la universidad generaría por sus servicios de consultoría externa, se formaría
un interesante presupuesto propio, que permitiría otorgar los préstamos a los
del primero, mejorar sensiblemente los salarios docentes e invertir en
infraestructura y en medios de investigación. Al pagar mejores salarios, se
incrementaría la vocación por la enseñanza y, así, el círculo virtuoso se
cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes.
Por supuesto, se
debería actuar simultáneamente sobre la educación secundaria, ya que gran parte
de los problemas que aparecen allí: las pruebas Aprender 2016 mostraron que el
80% de los que egresan de las escuelas públicas tienen enormes dificultades
para resolver problemas matemáticos y escasa comprensión de textos.
Si hiciéramos esto, la
educación recuperará su condición de verdadero faro capaz de iluminar el futuro
del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite ver la escalera
descendente en la que estamos embretados.
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