Todos manoseados
Enrique G. Avogadro
Abogado.
“Una especie condenada
a desaparecer y
cuyos últimos
ejemplares tiritaban de frío
bajo la vieja bandera
de todas las batallas”.
Dolores Soler-Espiauba
El jueves concurrí a la
marcha que pretendía concentrar, frente al Palacio de los Tribunales de la
ciudad de Buenos Aires, a toda una ciudadanía harta de soportar el duro peso de
un Poder Judicial que la ha abandonado, y que se ha transformado en la más desprestigiada
de nuestras instituciones. Y eso no es casual, ya que sin Justicia no hay
república posible.
Si bien fue numerosa,
no respondió a las expectativas, que aspiraban a reunir allí al menos a un
millón de personas, una esperanza que se justificaba en la intensa actividad
que se percibía en las redes sociales de quejosos y periodistas de
investigación. Atribuyo la menor asistencia a la apatía y a la hipocresía de
nuestra sociedad, cultora del famoso “animémonos y vayan”.
Si se hubiera logrado
alcanzar o, por lo menos, acercarse a esa cifra, otro hubiera sido el
resultado. Una multitud de ese tamaño hubiera sido imposible de ignorar para
quienes son los máximos responsables del infinito daño que se sigue haciendo
desde hace veintiocho años a la Constitución, el contrato social que nos
permite vivir en comunidad sin matarnos.
Daniel Sabsay, el único
orador, enumeró algunos de los puntos claves que deben ser tomados en cuenta
para salir del lodo en el que nuestros jueces –y, con ellos, todos nosotros-
nos debatimos. Para no ser reiterativo, sólo citaré a los artífices de la
construcción de esta inmunda ciénaga: el Congreso, la Corte Suprema y el
Consejo de la Magistratura.
El primero, por haber
habilitado, a instancias de Cristina Elisabet Fernández, la reforma del
organismo encargado de la selección y de la remoción de los magistrados, para
dar en él un sideral peso a la política en su peor expresión; además, al
permitir que integren el Consejo legisladores en ejercicio, vulneró el principio
elemental de la separación de poderes. Y por estar en deuda con la sociedad al
no sancionar leyes esenciales para mejorar el servicio de justicia y permitir
avanzar en las causas más rutilantes, como la extinción de dominio de corruptos
y narcotraficantes.
La segunda, por
transformar a la Justicia en mero intérprete de los deseos del Ejecutivo, como
cuando, sin ponerse colorado, su actual Presidente explicó que los trillados
psudo derechos humanos del gobierno kirchnerista, en especial su aplicación
tuerta en los amañados juicios de venganza a los militares que combatieron la
subversión terrorista, era una política de Estado, consensuada con los otros
dos poderes de éste; en este campo se ha llegado al bochornoso extremo de poner
como jueces a cargo de los procesos de “lesa humanidad” a ex guerrilleros y a
manifiestos militantes de la izquierda insurreccional. Si como muestra basta un
botón, no debemos olvidar que formó parte de este máximo Tribunal del país un
tipo como Raúl Zaffaroni, protector irredento de los delincuentes, evasor de
impuestos y hasta dueño de inmuebles donde se ejercía la prostitución.
Y el tercero, por
permitir la desvirtuación obscena de sus objetivos constitucionales, por su
fracaso en mejorar la transparencia de los concursos judiciales y, sobre todo,
por transformarse en un ignominioso antro donde se trafican influencias
políticas y protecciones a los magistrados que se doblan sin romperse, mientras
son incapaces de explicar el origen de sus llamativas fortunas personales.
Todo esa panoplia de
vicios no hace más que revolcar en el barro la honra y el prestigio de todos
los jueces, la enorme mayoría de los cuales son dignos, independientes y
preparados; pero, lamentablemente, de cara a la sociedad están representados
por los doce (hoy, sólo once) jueces federales y los camaristas en lo penal de
la capital, inquilinos de Comodoro Py.
Se ha cuestionado
fuertemente la aceptación de las renuncias de algunos de los más notorios, como
Norberto Oyarbide, ya que les permite acceder a una jubilación privilegiada y
cuantiosa. Sin embargo, parte de esas preocupaciones han comenzado a diluirse
ante a la apertura de una causa en su contra por enriquecimiento ilícito, que
pretendió disimular haciendo rico a su novio gimnasta; Eduardo Freiler deberá
sufrir una similar investigación, y seguramente los seguirán otros jueces,
todavía en sus cargos, dueños de mansiones, campos, automóviles de lujo y haras
de caballos de carrera.
Todo lo que sucede aquí
resulta un reflejo de lo que está pasando en la Cumbre reunida en estos
momentos en Lima. Los presidentes se han mostrado incapaces de condenar al
gobierno de Nicolás Maduro, que está cometiendo un verdadero genocidio contra
el pueblo venezolano. Es cierto que países como Bolivia, Cuba, Nicaragua y
otras naciones menores del Caribe se oponen férreamente a cualquier crítica al
chavismo, pero eso ya era sabido y se hubiera podido gestar un frente unido
para exponer ante el mundo su feroz criminalidad; en cambio, se ha generado un
ámbito de discusión ridículo que expone cuán divididos estamos los americanos.
En la Venezuela
“rojo-rojilla” se está jugando el futuro de nuestro continente. Para Cuba y
otros países, la sobrevivencia del régimen significa ni más ni menos que el
cordón umbilical que les permite seguir respirando. Maduro y compañía, aún en
medio de la terrible crisis humanitaria que afecta a su propia población, y la
diáspora es sólo un signo de ella, continúan subsidiando con petróleo barato a
esas naciones a las cuales el populismo ha convertido en inviables y atrasadas.
Siendo así, veo como imposible que se logre una solución pacífica ya que los
afectados no son, precisamente, niños de pecho que le escapen a la violencia
cuando se trata de defender sus posiciones y, menos aún, cuando está en juego
su propia vida.
Así, cualquier
tentativa de intervención militar, aún bajo el manto de alguna forma de bandera
continental, encontrará una furiosa resistencia de parte del gigantesco aparato
de defensa que allí se ha montado, con numerosísimos “asesores” cubanos y con
el apoyo de Rusia e Irán. Por lo demás, el narcotráfico y la corrupción
desaforada disponen de los recursos económicos suficientes para permitirla y
financiarla.
Es por eso que soy
seriamente pesimista respecto a una definición razonable del problema, aún
cuando resulta fácil percibir que las fuerzas armadas venezolanas están
divididas entre nacionalistas chavistas, activos narcotraficantes y procubanos;
para nada estúpido, Diosdado Cabello ha puesto a cargo de los ministerios y
empresas públicas más importantes a generales en actividad extremadamente
leales, y dispone de la potencia represiva más eficaz para controlar eventuales
conatos de rebelión, como los que se han suscitado recientemente, llevando a la
cárcel a quienes osan criticar públicamente la gestión gubernamental.
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