La única igualdad es la libertad

Ignacio Montagut
Desarrolló el Programa de Jóvenes Investigadores y Comunicadores Sociales 2018. Es un joven consultor independiente especialista en marketing digital y comunicación política. Comunicador y activista liberal participante en distintos medios y organizaciones, hoy es miembro coordinador del Partido Libertario. En sus tiempos libres se dedica al estudio y producción del arte.
“La Reina Isabel tenía medias de seda.
El logro capitalista no consiste típicamente de proveer más medias de seda para
reinas sino de traerlas al alcance de las chicas de la fábrica a cambio de una
constantemente decreciente cantidad de esfuerzo
[…] El proceso capitalista, no por coincidencia sino por virtud de su
mecanismo, mejora progresivamente el estándar de vida de las masas.”
Joseph A.
Schumpeter
En este siglo, reclamar igualdad te
encasilla automáticamente a la izquierda o alguna de sus variantes moderadas.
Aplicar políticas igualitarias suele significar castigar al productor
confiscándole según su riqueza y premiar al desfavorecido regalándole distintos
subsidios y asistencia pública. A ese fin se adjudica a alguna autoridad la
potestad de redistribuir lo que no produjo ni le pertenece, aboliendo en la
práctica la propiedad y el libre comercio.
La imposición forzosa de un orden social
racional y preconcebido no es una idea nueva. Según el filósofo Antonio
Escohotado, llevamos 2500 años lidiando con la dicotomía entre dos modelos de
sociedad: una clerical-militar y la otra comercial. Coincide el libertario
David Boaz cuando afirma que siempre ha habido dos filosofías políticas:
libertad y poder.
Lo novedoso del socialismo, véase, no
yace en el doblegamiento de la voluntad individual sino en el reemplazo de las
justificaciones divinas por el pretexto de traer alguna suerte de justicia al
mundo eliminando las diferencias económicas. De la dictadura de los reyes a la
“dictadura del proletariado” u otro eufemismo.
Durante miles de años gobernó con puño de hierro la filosofía de la
autoridad. En 1392 el sacerdote lolardo
John Ball fue descuartizado por preguntar “Cuando Adán araba y Eva hilaba,
¿quién era entonces el señor?” En 1685 Richard Rumbold, un rebelde inglés
condenado a muerte, declaró frente al gentío que se había reunido a burlarse
“Estoy seguro de que no hay hombre marcado por Dios por sobre ningún otro,
porque nadie viene al mundo con una montura en su espalda, ni tampoco con botas
y espuelas en sus pies para montarlo”.
Tal ideal igualitario no era tolerable
entonces,pero ganó fuerza un siglo más tarde por rebeldes y radicales, y
también intelectuales como Adam Smith, Mary Wollstonecraft, John Locke o
Voltaire. Liberales. Proponentes de que nadie nace superior ni inferior, y por
eso debemos ser libres e iguales. Mas se trata de una igualdad derivada de los
derechos naturales, muy diferente de la forzosa igualdad en tanto punto de
partida y resultados.
Smith nos legó en 1776 tres ejes básicos: igualdad, libertad y justicia. En oposición
al clasismo de la época, el igualitario comienza su liberalísima trinidad
oponiéndose a todo privilegio. En
segundo lugar, la libertad, el derecho universal a comerciar, emprender o
ejercer una profesión cuandoquiera que lo elijamos y sin restricciones. El
tercer punto, justicia, responde al igual valor que tenemos de lado a cualquier
individuo frente a los poderes del estado. Justicia también respecto de los
procedimientos para generar ingresos, no a su igual repartición.
Con el paso del tiempo y la aplicación
de estas ideas, las mujeres, las minorías y en primer lugar los pobres se han
vuelto capaces de perseguir sus sueños y mejorar sustancialmente su posición.
Llenando de coraje por primera vez en la historia a la gran masa de gente
común, la libertad y la competencia trajeron consigo un estallido
inconmensurable de mejoras de toda índole.
El panorama mundial más pacífico de la
historia, la locomotora, el acero, las cloacas, la alfabetización universal,
los aviones, los antibióticos, los anticonceptivos, los mercados financieros,
las computadoras, la nube y un sinfín de etcéteras. La economista e
historiadora Deirdre McCloskey lo llama el Gran Enriquecimiento, un
irreversible y nunca antes visto aumento del ingreso per cápita mundial.
Ese enriquecimiento ha sido la verdadera
fuerza igualadora de la humanidad. Hoy en día en lugares como Suiza, Chile,
Nueva Zelanda o los Estados Unidos, los más pobres tienen ingresos mayores que
los que tenía el cuarto más rico de la población hace solamente algunos siglos.
En los últimos doscientos años, adecuada alimentación, vivienda, ropa,
educación, salud y la mayoría de bienes y servicios han rápidamente llegado al
alcance de la mayoría que había sido miserable desde el alba de la
civilización.
Sí, puede parecer que la desigualdad
está en aumento desde entonces si se realiza un análisis numérico de la
distribución de los ingresos, pero la realidad es que los pobres cada vez
satisfacen más las mismas necesidades que los ricos. Antiguamente, la
diferencia yacía en que estos últimos tenían acceso a condiciones dignas
básicas como agua, y el resto no. Hoy el ciudadano promedio de cualquier ciudad
cosmopolita puede pronto acceder incluso a la misma tecnología avanzada que la
persona más acaudalada.
En contraste, hay lugares donde todavía
la mayor parte de la población es igual en los números. Son los países que,
siguiendo la tradición milenaria de la autoridad en contra de la de la
libertad, han encadenado a las personas a la voluntad ineludible del estado y
sus gestores. Cuba, Venezuela, Corea del Norte, Nicaragua, Zimbabue, Bolivia.
Sociedades impositivas, gobiernos redistributivos, pueblos miserables.
Pensemos muy bien, entonces, qué
buscamos cuando nos declaramos igualitaristas. Si la igualdad de condiciones
favorables y necesidades satisfechas producto del progreso que trae la igualdad
en libertad y en justicia, o la otra igualdad, en la pobreza. Producto de la
forzosa redistribución de ingresos que pone freno a la evolución humana.
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