Enfermedad social, mal endémico en Argentina
Orlando Litta
Abogado y presidente de la Fundación LibreMente de la Ciudad de San Nicolás, Buenos Aires, Argentina. 



Nuestra sociedad, dentro de la educación que recibimos y nos damos, viene alimentándose desde lejanas épocas en un camino en el que se ingieren vicios en un continuo avance de descomposición. Esos alimentos nocivos conducen a instalar costumbres disvaliosas, que nos guían a descomponer el tejido social, a padecer una enfermedad social.
          Pero lo más infausto y grave es que toleramos y hasta aceptamos esa enfermedad social que conlleva dentro suyo la corrupción.
         Obviamente, esta aceptación de la corrupción se introduce en el organismo social como un mal endémico, convirtiendo a nuestras instituciones democráticas en una parte o copartícipe necesario del mal. Cuando fallan las instituciones que conforman las reglas en las que debe desenvolverse la democracia, la afección se torna irreversible y desembocamos en dictaduras que pueden ser de militares o de gobiernos que se disfrazan de democráticos en nombre de una verdad absoluta que no respeta las diferencias en una república. Cuando lleguemos a esa instancia, la libertad se perderá, fenecerá.  
          Ahora bien, en el equilibrio que debe moverse la división de poderes en una democracia, el Poder Judicial es gravitante, pesa mucho. Es el poder que debe garantizar la aplicación de la Constitución Nacional y no relativizar los principios establecidos en ella. Es el poder que debe asegurar la NO corrupción, es el último contralor de los actos de corrupción, es quien debe fijar los límites, el que debe marcar la cancha en un país que pretenda calificarse de República.
           En el momento que el Poder Judicial no condena la corrupción se genera la desconfianza en la ciudadanía; y es allí cuando germina y avanza el deterioro del conjunto de redes interpersonales que constituyen la sociedad, no permitiendo ampliar las opciones y oportunidades que deberían tener los individuos para mejorar la calidad de vida. Es allí donde renace el viejo aforismo de la época de la colonia: “la ley se acata, pero no se cumple”.     
          El ambiente político social y el ámbito territorial en el que se desenvuelve la sociedad argentina, con una marcada ausencia de respeto a los preceptos constitucionales; conduce al sinuoso, peligroso y fértil camino de la pobreza y la depravación.
           Tal derrotero da por frutos vicios y costumbres pútridas, sin darle margen a las conductas nutridas en valores sanos que estén regados en su nacimiento por el respeto a la vida, la libertad y la propiedad, que son los pilares en los que se edificó nuestra constitución en 1853 en base al ideario alberdiano.
           Alberdi, lo analizó, lo vislumbró y lo advirtió. Sus ideas plasmadas en sus obras advertían el avance de la enfermedad social que hoy sufrimos. Cuando nuestro país siguió esas huellas, en cincuenta años se convirtió en una nación que transitaba la ruta de la civilización y el desarrollo.                 
          Lamentablemente, esa educación y cultura, con el transcurrir del siglo XX y XXI se perdieron. Hemos regresado al país tribal con matriz colonial española. Muy triste es que a las tribus de distinto género y especie les agraden líderes tribales manipuladores de masas. 
          La misión y visión que tenemos que internalizar, debe estar centralizada en el foco de la educación, en valores éticos y republicanos, en el sendero de la autoestima y tolerancia hacia el otro, en un marco de responsabilidad y respeto a las reglas institucionales. Los jóvenes no pueden seguir siendo un ganado al servicio de un populismo camuflado esperando las prebendas del Dios-Estado, bajo el cual se disimula una democracia para engañar a toda la sociedad, en particular a los jóvenes con un adoctrinamiento educativo dictatorial y vacío de libertad.
          El único antídoto que neutralizará los efectos perjudiciales de la referida afección es la educación como valor en sí mismo, teniendo como riego el río principal de la libertad. Para ello es imprescindible que el Estado no asfixie nuestras libertades y nos libere de su yugo, permitiendo el desbloqueo de afluentes en los distintos ámbitos educativos y culturales, para que en sus confluencias con el río principal la libertad se potencie. 
           El Estado doctrinario nunca es un buen educador, por el contrario, siempre será un transmisor venenoso que matará la iniciativa y creatividad de los seres humanos.
          Si el cuerpo social está enfermo es desde los individuos que debe surgir el grito expansivo, reclamando las libertades que nos ha saqueado el Estado en el campo económico y educativo. Por la inacción, hemos permitido el crecimiento de un daño antropológico en las personas, que consciente o inconscientemente hizo lugar al mal endémico que nos aflige, distorsionando valores y cayendo en un relativismo moral agudo.
           Citando a Alberdi, “la libertad no brota de un sablazo, es parto lento de la civilización”. Tenemos la obligación, como individuos componentes de la sociedad, de ser protagonistas del saneamiento de la toxicidad que nos enfermó y que fue causada por nosotros mismos dándole tránsito al atropello de nuestras libertades. Así, daremos inicio al parto de la civilización.  Todavía es posible.


 

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