Recordando a Silvio Berlusconi, ex primer ministro de Italia
Alberto Mingardi
Director General del Instituto Bruno Leoni, profesor asociado de Historia del Pensamiento Político en la Universidad IULM de Milán y Presidential Scholar in Political Theory en la Universidad Chapman y asociado adjunto del Cato Institute. Tiene un blog en EconLog.


Silvio Berlusconi nació como un niño de clase media, hijo de un empleado bancario. Tuvo éxito en el negocio de la construcción, anticipándose a las hoy día habituales exigencias de las familias de clase media: espacios verdes, silencio, tranquilidad, estar "en la ciudad" y, al mismo tiempo, fuera de ella. Luego inventó la televisión comercial en Italia, en una época de monopolio gubernamental. Era David contra Goliat. Después adquirió un equipo de fútbol (AC Milan) y consiguió que ganara lo impensable, ayudó a crear un banco para financiar nuevos emprendimientos y, finalmente, fundó un partido político. Todo el mundo pensó que lo del partido político era una excentricidad, un juguetito destinado a conseguir protección política para su imperio mediático. Ganó su primera elección y repitió esta hazaña dos veces, convirtiéndose en el primer ministro italiano que más tiempo ha ocupado el cargo.
Sin embargo, el tema dominante en los obituarios internacionales es el de una caricatura. Berlusconi es recordado como "una deliciosa fuente de escándalos, metidas de pata, insultos obscenos y andanzas sexuales" (New York Times). Algunos ven en él al precursor del populismo contemporáneo, una inspiración si no un mentor de Donald Trump y Boris Johnson. En Italia, Berlusconi recibió un funeral de Estado, y el país guardó un día de luto nacional. Esto fue, por supuesto, polémico. Pero los adversarios políticos reconocen, si no el valor, al menos la importancia del enemigo que perdieron. Internacionalmente, Berlusconi apenas era comprendido cuando estaba en su apogeo, y lo es menos aún ahora.
Cuando Berlusconi ingresó en la política, en 1994, toda una clase política acababa de ser barrida por la llamada investigación "Manos Limpias" (Mani pulite en italiano). Los fiscales de Milán destaparon una red de corrupción que abarcaba a la mayor parte de los partidos políticos italianos. Los comunistas fueron los únicos que no cayeron presa de diversas acusaciones, algunos dirán que fue debido a que pasaron los cuarenta años anteriores en la oposición, otros porque eran financiados por la nave nodriza en Moscú. De ahí que Berlusconi entró en la política posicionándose para aprovechar el legado vacante de los partidos moderados que ya no contaban con el apoyo de los votantes. Por entonces era un empresario exitoso, conocido sobre todo por sus triunfos futbolísticos. Ganó las elecciones de 1994 y se convirtió en primer ministro. Su primer gobierno duró poco, pero iba a vencer y retornar al poder en 2001 y 2008. Fue destituido en 2011, tras el estallido de algunos escándalos importantes y un casi colapso fiscal del país, desencadenado por la crisis financiera mundial y su credibilidad que se desvanecía rápidamente.
El poder judicial italiano (al que acusó, con cierto fundamento, de estar ideológicamente a la izquierda de Pol Pot) intentó pillarle varias veces. Lograron condenarlo por evasión fiscal. Fue expulsado del Senado, cumplió una condena de prestar servicios comunitarios, luego se postuló nuevamente y fue electo al Parlamento Europeo y volvió a presentarse a las elecciones de septiembre de 2022, recuperando un escaño en el Senado. Su grupo de medios -administrado por sus hijos y algunos socios comerciales de toda la vida- sigue floreciendo, aunque se enfrenta a los desafíos que Internet plantea a la televisión tradicional.
En política, Berlusconi predicó una revolución "liberal" (de libre mercado) que nunca llevó a cabo. Era un excelente vendedor, que podía empatizar con cualquiera. Sus partidarios más fieles no eran los ricos, a los que él pertenecía, sino los pequeños comerciantes y aquellos que antaño eran considerados "la clase obrera". Empatizaban profundamente con él, ante la perplejidad de la izquierda política. Tal era el encanto de Berlusconi que consiguió que personas que pasaban penurias económicas simpatizaran con un multimillonario.
Se podría decir que, en esto, Berlusconi fue de hecho Trump antes de Trump. Pero su retórica era profundamente diferente. Cuando Berlusconi ingresó en la política, Italia era un auténtico "Estado empresario". Las empresas públicas producían anteojos, panettones, salsa pomodoro, pasta y automóviles. Después de los años cincuenta -una década de negligencia benigna, enorme crecimiento económico y rápida industrialización- el país empezó a escuchar los cantos de sirena del socialismo. El sector bancario y crediticio se encontraba en manos del Estado, es decir, en manos de los partidos políticos, y el sector privado se hallaba en gran medida en un estado de shock.
Berlusconi, el político, detectó una demanda de cambio y habló como Ronald Reagan en un país en el cual la presión fiscal nunca había sido un tema de campaña electoral porque, viéndolo con el diario del lunes, era bastante baja y considerada de mal gusto por parte de los líderes políticos hablar de ella. Se trataba de un asunto que era motivo de preocupación de los “nuevos ricos”. En los años 80, la protesta contra la ineficacia estatal estaba canalizada a través de la Liga Norte, entonces un movimiento proto-secesionista. Berlusconi presentó a los votantes un mensaje similar, pero vestía bien, usaba corbata y tenía las credenciales más inverosímiles, aunque impecables.
En un país donde la clase política estaba conformada por profesionales relativamente grises, Berlusconi era un outsider, no sólo un empresario, sino un hombre hecho a sí mismo. Su promesa implícita a los italianos era: Soy rico, te haré rico a ti también. Bajar los impuestos y liberar a la economía italiana iba a ser el truco.
Esto Berlusconi nunca lo consiguió, probablemente porque encontró que el arte de gobernar le parecía una tarea más bien pesada. Su piel era gruesa. Sobrevivió a veinte años de ataques. Pero no era el tipo de personaje que está dispuesto a apostar su propia reputación por algo tan abstracto como una idea, a pesar de repetir esa idea durante treinta años de politiquería. Su "revolución liberal", largamente anunciada, nunca llegó.
Sin embargo, su política exterior (hoy invariablemente atacada por quienes le recuerdan como amigo de Vladimir Putin, como ciertamente lo fue) fue mejor que la de la mayoría. En 2002, sentó a la misma mesa a George W. Bush y Putin, con la esperanza de celebrar el verdadero e inequívoco final de la Guerra Fría. Algunos dicen que más tarde coqueteó con dictadores como Gadafi en Libia. En verdad, comprendió que no todos los países del mundo están destinados a ser democracias liberales e intentó sacar lo mejor de este hecho desafortunado, manteniendo relaciones pacíficas y serenas. Fue un gran vendedor de la economía italiana y, por ello, instintivamente un hombre de paz.
A diferencia de los populistas contemporáneos, sus supuestos alumnos, Silvio Berlusconi nunca apeló al miedo. Siempre estaba dando muestras de oportunidades y esperanza, comprendiendo mejor que la mayoría que el "deseo de mejorar la propia condición" impulsa la acción humana. Verás la diferencia entre él y, digamos, Trump o Johnson, si buscas un vídeo de 1997. Un barco repleto de inmigrantes albaneses se hundió camino al sur de Italia, y Berlusconi, entonces líder de la oposición, se reunió con los sobrevivientes en Bari. Llora con ellos y se compromete a apoyar al gobierno para garantizar la ayuda a quienes huyen a Italia en busca de un futuro mejor. Era un showman, pero su simpatía no era una actuación.
Merece un lugar en la historia por su carrera política, pero aún más por su trayectoria como emprendedor. La revolución liberal que prometió como primer ministro en verdad la llevó a cabo antes, como empresario. Muchos consideran que triunfó gracias a sus conexiones políticas. Las conexiones siempre ayudan, pero muchos las tenían. Unos pocos tienen ideas, como la que convirtió a Berlusconi en Berlusconi. El mercado televisivo italiano se estaba abriendo, pero las cadenas privadas no podían operar a nivel nacional, sino sólo localmente (el cable nunca fue muy relevante en Italia). Las grandes empresas le daban una oportunidad a la televisión, pero fracasaban estrepitosamente. Adquirió pequeñas emisoras locales y grabó en videocaseteras la programación para todas ellas. Luego empezó a vender publicidad a las empresas, mostrándoles que, si bien tenía tantos espectadores como la televisión pública, les cobraría menos.
El éxito fue espectacular, también porque Berlusconi pensaba que una emisora debía complacer a los consumidores, no a los amigos, y por primera vez los italianos podían ver lo que realmente les interesaba. Esto incluía, sin dudas, un cierto número de programas chabacanos. Pero la libertad y las ambiciones de perfección moral no son tan fáciles de combinar, como bien sabía Silvio Berlusconi.
Traducido por Gabriel Gasave
Alberto Mingardi es Director General del Instituto Bruno Leoni, profesor asociado de Historia del Pensamiento Político en la Universidad IULM de Milán y Presidential Scholar in Political Theory en la Universidad Chapman y asociado adjunto del Cato Institute. Tiene un blog en EconLog.

 

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