Lo que el rugby me enseñó
Martín Simonetta
Es Director Ejecutivo de Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Profesor titular de Economía Política I en UCES) y de Economía en Cámara Argentina de Comercio. Autor de diversas obras. Fue elegido "Joven Sobresaliente de la Argentina 2004" (The Outstanding Young Person of Argentina-TOYP) por Junior Chamber International y la Cámara Argentina de Comercio (CAC), habiendo obtenido la mención "Animarse a Más" por parte de PepsiCo. Recibió diversos reconocimientos tales como la beca British Chevening Scholarship para desarrollar investigaciones en Gran Bretaña (British Council, la Embajada Británica y la Fundación Antorchas,1999). Miembro del Instituto de Política Económica de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académicamente es Licenciado en Relaciones Internacionales (Universidad del Salvador, Buenos Aires) y Magister en Política Económica Internacional (Universidad de Belgrano), habiendo realizado un Posgrado en Psicología Positiva (Fundación Foro para la Salud Mental). Ha desarrollado el programa "Think Tank MBA" en el marco de Atlas Economic Research Foundation (Fairfax, Virginia, y New York, NY, 2013).

Contacto: msimonetta@atlas.org.ar / Twitter: @martinsimonetta


Cuando era chico no me interesaba el rugby. A pesar de la insistencia de mi padre, quien lo había practicado, yo -decididamente- prefería el popular y televisivo fútbol. La realidad evidenció que no era bueno para el deporte de la redonda y, en consecuencia, no fui aceptado por parte del equipo de mi colegio. En esas circunstancias, casi no me quedó otra opción que -alrededor de los 8 años de edad- probar con el otro deporte que se practicaba en la escuela: el de la guinda.
 
Algunas décadas después, me alegra decir que la elección parece no haber sido tan mala, ya que el rugby me ha dado y enseñado mucho más de lo que esperaba. No solo en el campo de lo deportivo.
 
El rugby me enseñó que se puede jugar siendo gordo. Que hay un lugar para cada uno y que debemos luchar hasta encontrarlo. También me enseñó que el gordo puede enamorarse del deporte, entrenar, ir al gimnasio, potenciarse, jugar y ganar, transformando su supuesta debilidad en una incontenible fortaleza.
 
Me sorprendió cuando, por primera vez, un compañero tapó mi cabeza con su espalda para impedir que el botín del contrario la pisara. A partir de allí, aprendí y ejercí -como todos- esa práctica que refleja el espíritu de equipo, de amistad y, sobre todo, de lealtad, esencial en el rugby.
 
También me hizo ver que en determinados momentos es necesario bajar la cabeza como un toro, concentrar toda la energía e ir hacia adelante buscando el in-goal contrario, aún sin saber exactamente las consecuencias de tal decisión. Me abrió el camino para conocer la mágica forma en que, liberando nuestra energía e instintos, podemos alcanzar nuestras metas movilizados por la pasión.
 
Me mostró que el juego termina cuando suena el silbato. Que se debe abrazar al rival tras la pitada final, disfrutando relajadamente un tercer tiempo de reconciliación con los jugadores del equipo contrario. Que se pueden construir relaciones fructíferas, más allá de las tensiones de corto plazo.
 
Me hizo saber que el árbitro es sagrado. Que sus decisiones -independientemente de su tamaño- son inapelables e indiscutibles. Y sobre todo que, a pesar del eufórico entusiasmo del juego, las reglas deben ser cumplidas.
 
Me demostró que una espalda ardiendo bajo las duchas del club significa haber dejado todo en la cancha y que podemos disfrutar de la sensación del deber cumplido más allá de los resultados. Porque jugar y dejar todo en la cancha ya es ganar.
 
Me enseñó que la vida es “todo terreno” y a veces nos lleva a jugar en verdes canchas con delicadas pasturas, y otras veces en áridas superficies de tierra seca. Que la meta puede ser la misma, pero la estrategia -para jugar, divertirnos y disfrutar- puede variar.
 
Me demostró que el trabajo duro y la mayor diversión son sinérgicos. Que cuando uno se enamora de lo que hace -en el deporte y otros ámbitos de la vida-, pocas barreras pueden frenarlo. Me alentó a celebrar los éxitos, pero también los fracasos, saboreando este camino.
 
Me hizo comprender que no importa ganar o perder, sino jugar. Jugar mucho y divertirse. Porque jugando aprendemos de los errores, comprendemos la complejidad de las interacciones e incrementamos las posibilidades de éxito en las metas que nos fijemos.
 
El origen del rugby en la Argentina es un reflejo de los buenos viejos tiempos de nuestro país. Cuando éramos un país abierto y atractivo al comercio, a las inversiones y a las personas de todo el mundo. Un resabio de la época en que Gran Bretaña (cuna de este deporte) arriesgaba el 65 % de las inversiones que realizaba en toda América Latina en este país. Vías férreas, puertos, frigoríficos y, por qué no decirlo, el rugby, son algunas de las herencias recibidas. Como un fiel y persistente reflejo de aquel legado, los Pumas argentinos se han posicionado -con firmeza y autoridad- entre los mejores países del mundo de este fantástico deporte, compitiendo de igual a igual con a las naciones donde el deporte fue dado a luz y las competitivas naciones del Sur.
 
Ya estamos viviendo la cuenta regresiva para que comience la Copa Mundial de Rugby Inglaterra 2023. En medio de este clima de alegría no puedo evitar pensar cuánta felicidad este deporte ha agregado a mi vida -y a tantos cientos de miles de personas en el país y en el mundo- enseñándome a crecer, a animarme a ir hacia adelante, a tomar riesgo y a sentirme respaldado, confiando en mis compañeros, en mis amigos y en mi familia.
 
 
*Dedicado a mi viejo, Julio A. Simonetta (h)
 

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